El primero de agosto nos separamos con pena.
La tía Conchita y el tío Agustín tenían una casa grande junto al mar en un pueblo del Maresme, donde los meses de agosto solían acogerme por una semana o dos. Como mis primos tenían mi edad, me incluían en su grupo. Entre los miembros de la colonia veraniega yo estaba fuera de lugar, pero la playa me gustaba mucho y la estancia en casa de la tía Conchita me resultaba cómoda: por allí pasaba mucha gente y los invitados podían prolongar su estancia tanto como les conviniera, con la máxima naturalidad, de modo que yo era uno más y no un pariente pobre acogido por lástima. Recuerdo que solía coincidir con un tal señor Pallarés, un registrador de la propiedad muy estirado, que ni siquiera en los días más rabiosos de la canícula se quitaba la americana y la corbata; con un pintor de avanzada edad y aspecto bohemio, a quien llamaban Pipo Gallo, que se pasaba el día pintando los paisajes más cursis y luego trataba de vender sus obras entre los veraneantes, sin demasiado éxito; y con una señora menuda, de pelo cano, apodada la Tonina, que había sido ama seca de mis primos, lo que le daba un derecho vitalicio a pasar con sus niños queridos unos días, probablemente los más felices del año para ella, aunque mis primos la toleraban con más docilidad que cariño y mi tía no le dirigía la palabra. Al tío Agustín apenas lo veíamos, porque cada dos por tres y sin mediar pretexto ordenaba al chófer que le llevara a Barcelona de donde regresaba al cabo de varias horas y se dejaba caer en un sillón de mimbre. a la sombra de los pinos, a reponerse de la fatiga del viaje, resoplando, bebiendo gaseosa y abanicándose con un paipay. También se presentaban de improviso y sin decir si pensaban quedarse mucho tiempo o poco, el tío Víctor y el tío Fran. El tío Víctor venia cumpliendo con sus obligaciones de hermano y cuñado, porque era evidente que no lo pasaba bien: le picaban todos los bichos, se arañaba con las zarzas y el cambio de aguas le producía tormentosos desarreglos intestinales. En cambio el tío Fran disfrutaba de lo lindo y se hacía el amo del pueblo con su sola presencia porque tenía un coche americano muy grande. plateado, con una capota metálica que podía ser desarmada y sustituida por otra plegable de lona negra, con lo que el coche se convertía en un vistoso desecapotable digno de Hollywood, en el que el tío Fran se paseaba arriba y abajo provocando la admiración y la envidia de los veraneantes y la perplejidad de la gente del pueblo. Como era atlético y nadaba muy bien, también llamaba la atención en la playa. En seguida adquiría un bronceado elegante, vestía de blanco, con zapatos de dos colores, fumaba en boquilla, contaba chistes picantes y piropeaba a las señoras. A los niños nos caía mal, porque nos trataba con una jocosidad afectada y displicente, no nos llevaba a pasear en su coche y aunque no paraba de fanfarronear y darse postín, no nos daba dinero ni nos invitaba a nada. Todas estas personas entraban y salían a su antojo, no guardaban horarios de comidas y hacían lo que les daba la gana. Sobre esta inofensiva y sosegada anarquía, la tía Conchita ejercía su sabio gobierno con no pocas dificultades, porque la enérgica y capaz Manifiesta se tomaba diez días de vacaciones precisamente a primeros de agosto, para no perderse las fiestas de su pueblo, y su lugar lo ocupaba un matrimonio local compuesto por un pescador retirado, llamado Joan el Llucet, hombre tosco y de mal vino, que cuidaba el jardín sin parar de blasfemar y de maldecir las plantas, los pájaros y todo cuanto tuviera vida, y la sufrida e ineficaz Cinteta, que cocinaba mal, limpiaba mal y rompía todo lo que tocaba. A mi tía, sin embargo, estos contratiempos no parecían preocuparle. obsesionada como estaba en no ponerse morena, como se habría puesto de no llevar vestidos cerrados y de manga larga y no cubrirse la cabeza desde la salida hasta la puesta del sol con un pañuelo estampado y un sombrero de paja de ala ancha. Por si estas precauciones no eran suficientes, varias veces al día se embadurnaba la cara con cremas protectoras. De este modo conseguía pasar tres meses en la playa sin perder su palidez macabra, a costa de muchas privaciones y de que, por alergia a las cremas u otras causas, le salieran unas manchas oscuras en la cara a las que ella no daba ninguna importancia. Pese a su carácter fuerte y una excentricidad limitada a su identidad social, la tía Conchita era bastante tratable. Yo la tenía por un ser formidable y me inspiraba un cierto temor, pero me tranquilizaba ver que ni su marido, ni sus hermanos, ni sus hijos, ni sus amigos, ni siquiera el servicio la tomaban en serio. Ella, a su vez, no se metía con nadie, y menos aún con sus hijos, porque en aquella época, tan represiva en muchos sentidos, los niños todavía no se habían convertido en objeto de análisis y en receptáculo de las proyecciones de los adultos, que se limitaban a fiscalizar la marcha de sus estudios y la estricta rectitud de su comportamiento, dejando el resto de su formación a los curas, a los amigos, a las putas o a quien se la quisiera dar.
Los primeros días, mis vacaciones transcurrieron como en años anteriores: el cielo estaba limpio y el mar sereno y transparente; donde las olas rompían sin fuerza contra la arena se podían ver bancos de peces pequeños salir huyendo al paso de los bañistas. En la casa reinaba la agitación habitual, lo que me permitía pasar casi inadvertido de mis anfitriones y sus invitados. Más que otra cosa temía que mis tíos me hicieran alguna pregunta acerca de Fulgencio, o de monseñor Putucás, como ellos le seguían llamando, porque intuía que el relato de la realidad les habría parecido irreverente y, aún peor, que nuestra familiaridad con el huésped habría ridiculizado la solemnidad inicial desplegada por mis tíos en las jornadas memorables del Congreso Eucarístico, no muy lejanas, pero ya debidamente almacenadas en un rincón de la memoria colectiva. Esto, sin embargo, era una minucia, porque otro suceso de mayor trascendencia para mí estaba a punto de producirse.
Cuando sólo faltaban tres días para mi regreso a Barcelona, apareció en el grupo de mis primos una chica de mi edad, o quizá algo mayor, de la que me enamoré al instante. Se trataba, por supuesto, de una simple y efímera pasión infantil, pero para mí fue una experiencia demoledora, porque me hizo adquirir conciencia del abismo que mediaba entre los restantes miembros de la colonia veraniega y yo. Consciente de ser un intruso en aquel mundo, hice todo lo posible por ocultar mis sentimientos hasta el momento de abandonar el pueblo y no regresar jamás, pero en el último momento, como si mis actos no dependieran de mi voluntad y con el valor que da el amor a quien lo experimenta, fui a buscar a mi tía y le pedí permiso para prorrogar la estancia en su casa. Acostumbrada al caprichoso calendario de sus huéspedes, mi tía accedió sin preguntar la causa de aquel repentino interés. Dando por supuesta la conformidad de mis padres, se limitó a llamarles por teléfono y a decirles que no me fueran a buscar a la estación en la fecha prevista, sino cuando ella se lo indicara. Mi madre dio su conformidad con una rapidez y una gratitud que yo, que no sabía lo que estaba sucediendo en Barcelona, experimenté como una muestra de desapego materno y un motivo para ahondar la irremediable soledad en que me encontraba.
Estuve en la casa de veraneo de mis tíos hasta mediados de septiembre, cuando ellos mismos se disponían a regresar a la ciudad. A finales de agosto el cielo se cubrió de nubarrones y hubo fuertes tormentas que duraron varios días. El mar adquirió un aspecto negro y turbulento y se convirtió en un ser poderoso y terrible de cuyas profundidades podía surgir en cualquier momento un monstruo enorme y despiadado. Este clima se correspondía exactamente con mi estado de ánimo. El grupo, privado de la playa y de las diversiones al aire libre, se refugiaba en los amplios salones de las residencias veraniegas, donde las horas transcurrían lentamente charlando y escuchando discos o jugando a insípidos juegos de salón mientras la lluvia golpeaba los cristales. A veces las descargas eléctricas alcanzaban un transformador y se iba la electricidad durante varias horas. Entonces las reuniones continuaban a la luz de velas y quinqués, convertidas en lúgubres veladas. Durante todo este tiempo yo callaba y sufría. Procuraba colocarme al lado de mi amada para sentir su proximidad o enfrente para disfrutar de su contemplación; si la veía sonreír, lágrimas de felicidad acudían a mis ojos; si hablaba con otro, me consumían los celos; si se ausentaba, experimentaba un dolor físico insoportable. No recuerdo haber cruzado con ella una palabra.
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