Eduardo Mendoza - Tres Vidas de Santos

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Tres magníficos relatos de Eduardo Mendoza, narrados con el inconfundible y personalísimo estilo del autor. Una combinación perfecta de seriedad e ironía. Los tres relatos que comprenden este volumen guardan un rasgo común. En ellos hay personajes que podrían califi carse de santos: no son mártires ni anacoretas, pero son santos en la medida en que están dispuestos a renunciar a todo por una idea, que cultivan sus obsesiones en su relación con los demás.
La ballena es el relato más cercano a las crónicas barcelonesas que han hecho célebre a Eduardo Mendoza, y se inicia en el Congreso Eucarístico de 1952; El final de Dubslav, ambientado en África, es una intensa narración con un final impresionante; y por último, El malentendido es una profunda reflexión sobre la creación literaria y el difícil diálogo entre clases sociales, además de una variación seria del personaje del lumpen que inspira al detective sin nombre de El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras.
Hay en Eduardo Mendoza dos facetas como narrador: una paródica, y una perfectamente seria, siempre con detalles irónicos o claramente humorísticos. Tres vidas de santos Mendoza se expresa con voz parecida a la de sus relatos paródicos, pero invirtiendo la proporción entre broma y gravedad.

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Mientras yo digería mi decepción, mi madre y Manifiesta se pusieron manos a la obra y en dos tardes dieron vuelta a los puños y los cuellos de tres camisas y le ajustaron dos americanas y dos pantalones, de lo que resultaron dos trajes de verano, uno beige y otro de rayadillo. Las dos mujeres eran muy trabajadoras y apañadas, pero no grandes modistas. Como además no consideraron decoroso tomar medidas al señor obispo, el resultado dejaba bastante que desear. Y si despojado de los ornamentos ceremoniales perdía buena parte de su dignidad, con la ropa de paisano que le habían adaptado el bueno de Fulgencio acabó de perderla totalmente. Ellas, que sólo estaban preocupadas por el resultado, lo encontraron la mar de bien, pero cuando aquella tarde entró mi padre en casa y se encontró con el señor obispo, lanzó una carcajada y se curó de golpe de la depresión. En cuanto al propio interesado, la transformación pareció quitarle un gran peso de encima, como si al perder la dignidad hubiera recuperado su auténtica personalidad. Este cambio se manifestó de inmediato en su conducta y, por reflejo, en la nuestra. Ya no trataba de componer una figura distinguida, se movía con más soltura, y aunque no dejó de ser un pelma, su manera de hablar se volvió menos engolada y más natural, lo cual, por otra parte, tuvo poco efecto sobre nosotros, que habíamos dejado de prestar atención a sus soliloquios, le interrumpíamos sin el menor reparo y nos reíamos en su cara si decía alguna simpleza. Nuestra nueva actitud hacia él no le molestó: tratado como se merecía, se sintió integrado en la familia, como un pariente engorroso pero inofensivo, y se unía a nuestras risas de buena gana. También empezó a ayudar en las tareas del hogar, primero con torpeza y luego, siguiendo las enseñanzas de mi madre y de Manifiesta, que lo reprendían sin miramientos cuando hacía algo mal, con bastante eficiencia. Empezó haciéndose la cama por la mañana y al cabo de poco, por iniciativa propia, hacía también la cama de mis padres y la mía. Quitaba el polvo y barría, pero el recuerdo no del todo disipado de su condición episcopal hizo que no le dejaran fregar los suelos. Aprendió a usar la lavadora eléctrica que mi padre había comprado a plazos y tendía la ropa una vez acabado el programa de lavado; en cambió no aprendió a planchar. Tampoco cocinaba, pero acompañaba a mi madre a la compra y cargaba el pesado capazo; más tarde, cuando ya conocía las tiendas y los puestos del mercado y allí lo conocían a él, hacía de vez en cuando la compra si mi madre tenía trabajo o estaba cansada. De resultas de todo aquello dejó de venir a casa Manifiesta, porque a nosotros ya no nos hacía falta, y la tía Conchita fruncía el ceño cada mañana cuando la veía salir de la casa donde se la retribuía para ir a trabajar a otra sin más razón que un leve compromiso prescrito hacía tiempo y olvidado de todos. Su ausencia no se hizo notar, gracias a la actividad desplegada por Fulgencio. Mis padres le trataban de usted y yo le tuteaba y nos parecía mentira habernos dirigido a él alguna vez con el tratamiento de ilustrísima o de monseñor. Ahora era frecuente oír a mi madre gritar desde la cocina: ¡Fulgencio, vaya al colmado antes de que cierren, que se está acabando el aceite!, y ver al obispo salir corriendo con el capazo para regresar poco después, sofocado por la carrera y anhelante de recibir el beneplácito de mi madre por la celeridad y exactitud con que había cumplido el encargo. Pero cuando más útil resultaba era los sábados por la mañana, día que mi madre, como era costumbre entonces, hacía limpieza a fondo de la casa. En estas ocasiones Fulgencio se encargaba de correr los muebles de un lado para otro, porque era muy fuerte y, a pesar de su aspecto abúlico, podía desplegar una gran energía en un momento determinado. Entonces sus facciones se contraían, mostraba la dentadura, emitía un gruñido profundo y quien no lo conociera habría podido sentir miedo de aquel individuo de aspecto montaraz.

Aparte de las compras, salía poco. Seguía yendo a misa todos los días pero a horas irregulares, siempre de incógnito y sin trabar conocimiento con el párroco ni con el coadjutor ni con los feligreses. Luego regresaba a casa y no volvía a salir, en parte por abulia y en parte porque todavía le intimidaba el tráfico y el gentío de la ciudad. A causa de este aislamiento, cuando yo volvía del colegio él llevaba ya muchas horas sumido en su habitual estupor y mi llegada le proporcionaba una gran alegría que a veces conseguía manifestar a través de su hieratismo. Era evidente que me había tomado cariño y probablemente mi compañía era lo único que le permitía mantener un contacto afectivo con el resto del género humano. Como no teníamos nada de qué hablar, una vez comentados los pequeños incidentes de la jornada, Fulgencio se ofreció a ayudarme a hacer los deberes. Al principio su ofrecimiento me colmó de esperanzas, porque daba por sentado, no obstante las incontestables pruebas en contrario, que un obispo debía ser una persona muy instruida y poco menos que infalible. Por culpa de este convencimiento saqué varios suspensos y fui severamente amonestado. Como se acercaban los exámenes de fin de curso, decidí prescindir de su asesoramiento, porque hasta yo me di cuenta de su ignorancia abismal en todas las materias. pero lo utilicé para que me tomara las lecciones y me ayudara a repasar cosas aprendidas de memoria y olvidadas de inmediato. Con su paciencia inagotable, cumplió este cometido a las mil maravillas y la preparación de los exámenes, siempre agobiante y aburrida, me resultó aquel curso más ligera y provechosa.

Al acabar el curso, y como no había suspendido ninguna asignatura, mis padres se mostraron satisfechos y me dieron una pequeña asignación que compensaba en parte la desgracia de no poder abandonar la ciudad para ir de veraneo como hacían las familias de nuestro medio social. A mí esta eventualidad no me importaba, en parte porque como nunca habíamos veraneado, no añoraba sus encantos, y en parte porque me gustaba estar en aquella Barcelona asfixiante, medio vacía, frondosa, con las calles ocupadas por hombres y mujeres de aspecto ordinario, vestidos de cualquier manera, que al anochecer sacaban a las aceras sillas de anea y tomaban el fresco hablando a gritos. Reinaba una atmósfera permisiva y sensual, impregnada de olor a puerto y a fritos caseros, que convertía los actos más triviales, como pasear, cantar o sorber una horchata, en algo licencioso. Yo aprovechaba esta época de holgazanería y mi exiguo capital para realizar algunos sueños infantiles: comprar tebeos, tomar helados y, sobre todo, ir al cine.

Aquel año Fulgencio se convirtió en mi compañero de correrías. Mis padres todavía no consideraban prudente que yo anduviera solo por las calles, lejos de casa, especialmente al anochecer, pero como a mi madre tampoco le seducía la idea de consagrar a mi entretenimiento su escaso tiempo libre, Fulgencio resultó ser la persona idónea para suplirla: para quienes lo conocíamos, poseía rectitud moral, discreción y lealtad, y para quienes no lo conocían, tenía una pinta de guardaespaldas que asustaba al más templado. Con él yo lo pasaba bien, porque compartíamos los mismos placeres: le gustaban con locura los helados y sentía una verdadera pasión por el cine, especialmente por el cine de aventuras. A diferencia de mi madre, que sentía en sus carnes la pérdida de tiempo y no lo disimulaba, Fulgencio asistía sin protestas e incluso con alborozo a un programa doble, o a ver dos veces seguidas la misma película, cosa posible en los cines de barrio de sesión continua, donde los espectadores entraban y salían cuando les daba la gana, sin preocuparse por el horario de las proyecciones y podían ver la segunda mitad de una película y más tarde la primera mitad como la cosa más normal. Lo que ocurría en la pantalla fasciaba de tal modo a Fulgencio que a menudo me abochornaba con sus intervenciones, reprobando o alabando en voz alta las acciones de los protagonistas, advirtiendo a los héroes de los peligros que les acechaban y aconsejando a las heroínas sobre cuál de sus pretendientes debían elegir y de cuál debían desconfiar. Luego, a la salida, comentábamos la película acaloradamente durante horas y no era raro que él me pidiera explicaciones sobre algún giro argumental que no había entendido bien, sobre todo en las películas de intriga o si en la narración se había producido alguna elipsis. Para un muchacho de mi edad era el compañero ideal, por su entusiasmo y porque nunca le oí una observación ajena a lo que había visto en la pantalla, un mundo cerrado y perfecto, sobre el que él no tenía jurisdicción moral. Ni censuraba los excesos ni usaba de ejemplo las proezas, y de las malas mujeres de melenas rubias embutidas en largos vestidos negros de satén, sólo parecía preocuparle el peinado. En su país, según me dijo un día, jamás había visto una película.

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