Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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– Venga conmigo -le dijo cogiéndole del brazo con firmeza-; volveremos juntos al hotel.

– ¿Cómo sabe usted en qué hotel me alojo? -preguntó Fábregas dejándose conducir por el desconocido.

– El Gran Hotel del Moro, ¿no es así? -dijo el hombre obeso, y luego, sonriendo afablemente, añadió-: Yo también me alojo allí.

– Pero yo no le conozco a usted.

– Tampoco en eso hay misterio -dijo el hombre obeso-: hemos coincidido en el restaurante del hotel, a la hora del desayuno, en un par de ocasiones. De eso le conozco, aunque usted no me conozca a mí, quizá porque es usted más llamativo que yo, o porque yo soy más observador que usted. ¿Se encuentra bien?

– Perfectamente, muchas gracias. En cuanto a mi vestimenta…

– Todos tenemos un mal día -atajó el hombre obeso con afabilidad.

El portero nocturno del hotel torció el gesto al verlo aparecer en el hall de aquella guisa, pero el hombre obeso le tranquilizó murmurándole unas palabras al oído y deslizándole subrepticiamente un billete en el bolsillo de la casaca. Frente a la puerta de la habitación de Fábregas, éste y el hombre obeso estuvieron un rato intercambiando fórmulas de cortesía hasta que el hombre obeso, aduciendo que a ambos les convenía descansar de la fatiga del día, se alejó en dirección al ascensor. Fábregas entró en la habitación, recorrió la distancia que le separaba de la cama sin encender siquiera la luz y se acostó inmediatamente. Tiene razón el hombre obeso, pensó; estoy verdaderamente exhausto. Y como si la frase rutinaria pronunciada por aquél hubiera sido la auténtica razón de su cansancio, apenas la hubo repetido para sus adentros, se quedó dormido.

III

Creyó estar en la cubierta de un barco, acodado en la barandilla, mirando el mar. Cuando iba a retirarse a su camarote, el hombre obeso que momentos antes había venido a ocupar un lugar contiguo al suyo, le retuvo asiéndole del brazo e instándole encarecidamente a que se quedase, ya que, según le dijo, faltaba poco para avistar la isla y su famoso templo, a lo que él replicó no saber a qué isla ni a qué templo se refería su interlocutor, el cual, con una sonrisa paternal, le reprochó no haber leído atentamente la guía de forasteros y mostró consternación cuando Fábregas le contó que había perdido la suya. Hoy por hoy, le vino a decir, viajar sin una buena guía de forasteros es tanto como viajar desnudo. Fábregas habría querido replicar a esto que precisamente la noche anterior había embarcado en aquel mismo paquebote un grupo bastante numeroso de nudistas, que se había pasado la mañana chapoteando en la piscina y jugando al volley-ball en pernetas, pero se abstuvo de hacerlo porque recordó de pronto que algunos viajeros, a la vista de aquel espectáculo insólito, habían decidido seguir el ejemplo de los nudistas y, despojándose allí donde estaban de todas sus ropas, se habían unido a aquéllos en medio de grandes gritos y risotadas, y que precisamente la esposa del hombre obeso, que acompañaba a éste en su viaje de negocios, en ausencia de su marido, el cual había preferido permanecer durante la mañana en el camarote revisando unos documentos relacionados con su trabajo, había sido una de las partidarias más entusiastas de la idea, si no su promotora. Por lo cual se limitó a pedir a su interlocutor que le dijera qué isla era aquélla, a lo que el otro respondió que la isla donde había vivido y muerto San Bábila el anacoreta. Y eso ¿qué interés tiene?, quiso saber, a lo que el otro replicó que eso dependía de las creencias y devociones de cada cual, y agregó acto seguido que él, personalmente, se tenía por ateo o, cuando menos, por agnóstico y consideraba las historias de milagros y prodigios meras leyendas poéticas en el mejor de los casos y supersticiones deplorables en el peor de ellos, pero que, ello no obstante, tenía conocimientos abundantes de estas cosas a través de su mujer, que era persona muy piadosa y mojigata y lectora ferviente de vidas de santos. Fábregas, que había sor-pendido la víspera a la esposa de su interlocutor, en un rincón oscuro de la cubierta, abrazada a un marinero, al que introducía con fruición la lengua en la oreja mientras le frotaba la entrepierna con el muslo, se abstuvo de manifestar en voz alta el asombro que le producían las palabras del otro, el cual, ajeno a esto, le refirió lo que su esposa le había referido a su vez acerca de cómo San Bábila había sido en su juventud hombre gallardo y de costumbres licenciosas hasta que, enamorado de una muchacha bella y virtuosa y desdeñado por ésta, o arrebatada ésta por la célebre peste en la flor de la edad, había abominado de su vida anterior y decidido hacerse anacoreta. A tal fin, había viajado hasta la costa veneciana, pues era oriundo del interior, y allí había pedido a un marinero que a la sazón estaba aparejando su barca que le condujera a una isla pequeña y árida, situada a varias leguas de la costa. El marinero le había dicho que en aquella isla no crecía ninguna hierba ni había siquiera allí insectos que pudieran servirle de sustento, que en realidad la isla era sólo un peñascal, a lo que el anacoreta había respondido diciendo: Dios proveerá. Al cabo de dos días, una ballena había embarrancado en la isla, donde no había tardado en morir, quedando su corpachón varado en la playa. El anacoreta, que sabía que en el Adriático no había habido nunca ballenas, había visto en aquello la mano del Altísimo. Obtuvo sal evaporando el agua del mar y con ella conservó la ballena en salazón, alimentándose de aquella reserva durante cincuenta años. Con el esqueleto de la ballena, que iba quedando al descubierto a medida que el anacoreta se iba comiendo la carne, empezó a construir un templo. Con un buril de piedra iba labrando en cada hueso escenas de la vida y la pasión de Cristo, de la vida de María, de los hechos de los Apóstoles y del Apocalipsis. Los barcos que pasaban frente a la isla iban viendo crecer aquel templo, que relucía al sol, pero, conociendo su origen, no se atrevían a acercarse a la isla, por no perturbar la soledad del anacoreta. Finalmente un día el templo quedó acabado. Lo remataba una cruz de barbas de ballena. Los marineros y pescadores que frecuentaban aquella ruta, al ver el templo acabado, supieron que también el anacoreta había acabado su misión y desembarcaron para llevar su cuerpo a Venecia, donde todo estaba dispuesto desde hacía mucho para su sepelio. El cuerpo del anacoreta, pese a haberse alimentado durante tantos años de carne de ballena en salazón únicamente, desprendía un aroma exquisito.

Concluida la historia, el hombre obeso dijo habérsele hecho un nudo en la garganta, como siempre que tenía ocasión de referírsela a alguien; sin que supiera explicar por qué, dijo, aquella historia de abnegación y constancia siempre le había emocionado. Hoy ya no existían hombres así, agregó a modo de colofón. Fábregas dio su asentimiento a ello con más cortesía que convicción. Hacía rato que su atención había sido atraída por la llegada de la mujer del hombre obeso, la cual, dando muestras de extrema discreción y respeto, no había osado interrumpir el relato de aquél y se había quedado algo apartada de ambos, callada y quieta, en una actitud modesta que al principio impresionó favorablemente a Fábregas, quien, sin embargo, creyó advertir, aunque sin adquirir certeza al respecto, cada vez que una ráfaga de viento arremolinaba el vestido veraniego de la mujer, que ella no llevaba debajo ninguna prenda interior. Estos atisbos precarios y la sospecha de que ella, no obstante el recato de su aspecto, propiciaba con su colocación y sus posturas la complicidad del viento, le produjeron una excitación que no sabía de qué modo ocultar a los ojos del hombre obeso, quien, por fortuna, parecía del todo ajeno al devaneo que se desarrollaba en sus propias barbas. Desde el primer momento en que la había visto se había encendido en Fábregas una pasión por aquella mujer de la que nada parecía poder apartarle. Aquella pasión le dominaba. Él se preguntaba qué había hecho aquella mujer para alterarle de aquel modo insólito, qué había en ella y quién sería en realidad, pues, a pesar de que apenas había tenido ocasión de examinar su rostro con detenimiento, unas veces debido a los efectos de la luminosidad cegadora del cielo, otras, al contraste entre esa misma luminosidad y la sombra de la toldilla, y otras, por último, a su cabellera rojiza, que, al juguetear con la brisa, se lo cubría parcialmente, aquél no le resultaba desconocido. Ahora esta suma de rasgos entrevistos, pero nunca ofrecidos verdaderamente a su contemplación, le trastornaba hasta el delirio.

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