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Eduardo Mendoza: Riña de Gatos. Madrid 1936

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Eduardo Mendoza Riña de Gatos. Madrid 1936

Riña de Gatos. Madrid 1936: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta 2010 Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2010, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Ángeles Caso, Juan Eslava Galán, Pere Gimferrer, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás. Un inglés llamado Anthony Whitelands llega a bordo de un tren al Madrid convulso de la primavera de 1936. Deberá autenticar un cuadro desconocido, perteneciente a un amigo de José Antonio Primo de Rivera, cuyo valor económico puede resultar determinante para favorecer un cambio político crucial en la Historia de España. Turbulentos amores con mujeres de distintas clases sociales distraen al crítico de arte sin darle tiempo a calibrar cómo se van multiplicando sus perseguidores: policías, diplomáticos, políticos y espías, en una atmósfera de conspiración y de algarada. Las excepcionales dotes narrativas de Eduardo Mendoza combinan a la perfección la gravedad de los sucesos narrados con la presencia, muy sutil, de su conocido sentido del humor, ya que toda tragedia es también parte de la comedia humana.

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– Aguarde aquí -dijo en tono seco, más propio de un conspirador que de un sirviente-, informaré a su excelencia.

Y desapareció por una puerta lateral abandonando a Anthony Whitelands en un vestíbulo amplio de dimensiones, alto de techo, con suelo de mármol y desnudo de mobiliario, a todas luces concebido para servir de tránsito a los amigos y recibir de pie y sin miramientos a los extraños. La estancia habría sido lúgubre de no ser por la luz dorada del exterior que entraba por los altos y estrechos ventanales orientados al jardín.

Ciego para todo cuanto no guardara relación con el reducido campo de sus intereses, al quedarse solo Anthony pasó revista a los cuadros que colgaban de las paredes. La mayoría eran escenas de caza, entre las que una llamó poderosamente su atención. La muerte de Acteón pasa por ser una de las más importantes obras de madurez de Tiziano. El cuadro que ahora contemplaba era una hermosa copia del original, que Anthony nunca había tenido ocasión de contemplar, aunque había visto muchas láminas y había leído lo suficiente como para reconocer la obra de inmediato. El asunto provenía de varias fuentes, aunque la más conocida era Las Metamorfosis de Ovidio. Yendo de caza con unos amigos, Acteón se extravía y vagando por el bosque sorprende a Diana cuando ésta se ha despojado de su ropa para bañarse en un estanque. Irritada, la diosa transforma a Acteón en ciervo y es despedazado por sus propios perros. Sin que parezca relevante, Ovidio da el nombre de todos los perros que integraban la jauría de Acteón, y en varios casos el de sus progenitores, indica su procedencia y enumera sus cualidades. La acumulación de detalles acaba por hacer más angustiosa una matanza en la que todos los participantes se conocen, pero no se reconocen ni se pueden comunicar. Cuenta Ovidio que los primeros en dar alcance a su amo convertido en ciervo son dos perros que iban a la zaga pero habían tomado un atajo. De este suceso luctuoso, dice el poeta, no se debe culpar a nadie, porque no es un crimen haber equivocado el camino. Otras versiones dicen que Acteón había querido seducir a la diosa, de palabra o por la fuerza. Otras minimizan la causa: nadie puede avistar una divinidad, con o sin ropa, y salir indemne. Tiziano representa la escena de un modo incoherente: Diana todavía conserva su ropa y en vez de maldecir a Acteón parece como si se dispusiera a lanzarle una flecha o se la hubiera lanzado ya; la transformación del desdichado cazador no ha hecho más que empezar: todavía conserva su cuerpo de hombre, pero le ha salido una cabeza de ciervo desproporcionadamente pequeña; esto no impide que los perros ya le ataquen con la ferocidad que habrían puesto en una pieza de caza ordinaria, aunque en rigor deberían haber reconocido el olor de su amo. A primera vista, estos fallos podrían atribuirse a la precipitación o la desgana del artista ante una obra de encargo. Tiziano, sin embargo, la pintó al final de su vida y en su ejecución invirtió más de diez años. A su muerte, el cuadro todavía estaba en poder del pintor. Pasó por varias manos y recorrió varios países hasta acabar en una colección privada en Inglaterra. La copia que ahora examinaba Anthony tenía un tamaño algo menor que el original y había sido hecha, según pudo colegir, a finales del siglo XIX, por un copista competente. Cómo había llegado hasta el vestíbulo de aquel palacete madrileño era una incógnita que trataba de resolver cuando le interrumpió una voz a sus espaldas.

– Perdone, señor, ¿es usted el nuevo profesor de inglés?

Al darse la vuelta se enfrentó a una niña de largas trenzas, vestida de colegiala.

– Me temo que no, repuso. ¿Cómo has sabido que era inglés?

– Por la pinta.

– Tanto se me nota, ¿eh?

La niña se acercó un poco más al recién llegado como si quisiera cerciorarse de la veracidad de su deducción o de la sinceridad de su interlocutor. Vista de cerca parecía mayor de lo que indicaban su atuendo y su actitud infantil; era delgada, de facciones menudas y ojos grandes, inquisitivos.

– Mi padre quiere que aprenda inglés por si hemos de irnos de Madrid. Hace más de un mes que ya no voy al colegio. Pero estudiar idiomas no me gusta. Los ingleses son protestantes, ¿verdad?

– La mayoría.

– El padre Rodrigo dice que los protestantes se irán al infierno sin contemplaciones. Los negros, aunque sean paganos, si son buenos van al limbo. En cambio los protestantes, aunque sean buenos, van al infierno, porque, pudiendo ser católicos, perseveran en el error.

– Pues no seré yo quien le lleve la contraria al padre Rodrigo. ¿Cómo te llamas?

– Alba María, pero todos me llaman Lilí.

– Lilí, para servirle -corrigió una voz recia a sus espaldas.

Entró un hombre alto, cetrino, de frente despejada y pelo cano. De una ojeada abarcó la escena, pasó junto a la niña esbozando una caricia y tendió la misma mano al inglés sin variar el gesto.

– Disculpe la espera. Soy Álvaro del Valle y Salamero, duque de la Igualada. Usted es el enviado de Pedro Teacher. Espero que este terremoto no le haya importunado con su atrevimiento.

Lilí se había colocado a espaldas de su padre. Se puso de puntillas y le susurró algo al oído, hecho lo cual salió corriendo del vestíbulo.

– De ningún modo -dijo el inglés-, su hija de usted se ha comportado como una perfecta anfitriona y me ha augurado la condena eterna de un modo encantador.

– No le haga caso -repuso el duque-, y no crea que le preocupa mucho la salvación de su alma. Me acaba de decir que usted se parece a Leslie Howard. Pero no nos quedemos aquí. Pase a mi despacho, tenga la bondad.

Atravesaron dos cuartos sin encontrar a nadie y entraron en un despacho muy acogedor. En lugar de los recios muebles castellanos, la biblioteca estaba decorada al estilo inglés, con estanterías de madera clara atestadas de libros antiguos encuadernados en piel con cantos dorados. En una pared había una marina de Sorolla y en otra, varios dibujos cuya autoría no pudo precisar el inglés. Junto a los cuadros había fotografías personales en discretos marcos de plata. Sólo en un rincón había el inevitable bargueño, probablemente una herencia familiar. Todo destilaba recogimiento en aquel lugar. Un ventanal de tres hojas daba a un sector del jardín en el que esbeltos cipreses y setos recortados enmarcaban un exquisito rincón con estatuas, surtidor y banco de mármol. Al asomarse para contemplar ese delicioso panorama Anthony advirtió la presencia de una pareja de pie junto al surtidor. La distancia y la sombra de los árboles sólo le permitieron identificar a un hombre alto, con un abrigo largo, azul marino, y a una mujer de cabellera rubia vestida de verde. Aunque estaban solos y únicamente podían ser vistos desde el palacete, porque un muro separaba el jardín de la calle, creyó percibir en la actitud de ambos algo furtivo. Consciente de estar observando a quienes no deseaban ser vistos, desvió los ojos de la ventana y los dirigió hacia su anfitrión, cuyo semblante se había nublado, bien por lo que en aquel momento sucedía en el jardín, bien por el hecho de que alguien ajeno a la casa lo hubiera presenciado. Sin embargo, ninguno de los dos dijo nada al respecto. El rostro del duque recobró su serena afabilidad y con la mano señaló un tresillo de cuero. Obedeciendo a esta indicación, Anthony se sentó en el sofá y el duque hizo lo mismo en una de las butacas. Tomó una caja de plata de una mesita, abrió la tapa, ofreció un cigarrillo al visitante y, ante la negativa de éste, tomó uno, lo encendió, cruzó las piernas y fumó un rato para dar a entender que el asunto que los había reunido no iba a ser despachado con celeridad.

– No es fácil -dijo finalmente- abordar un tema tan delicado con alguien a quien sólo se conoce de referencias. Pedro Teacher me ha hablado de usted en términos encomiásticos, referidos tanto a su competencia como a sus cualidades personales. Conozco a Pedro Teacher desde hace lustros y, aunque nuestro trato ha sido comercial antes que amistoso, nada me hace dudar de la rectitud de sus juicios y sus intenciones. Es una muestra de la delicadeza de la situación a la que me acabo de referir, el que sólo pueda depositar mi confianza poco menos que en desconocidos. Usted es un caballero: juzgue hasta qué punto es afrentoso para un hombre como yo tener que recurrir a la ayuda de extranjeros.

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