Javier Moro - El sari rojo
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Hoy está afónica, por eso responde con un gesto y una sonrisa al mayordomo cuando éste le avisa de que ya la están esperando para llevarla a votar. Sonia, arreglada y con su bolso colgado del brazo, permanece clavada frente al televisor, cuyo informativo matutino desgrana las noticias del mundo: hoy hace diez años que Mandela, el hombre que ella más admira ya quien conoce personalmente, accedía al poder en Sudáfrica, y en otra campaña electoral, la norteamericana el presidente Bush acumula ventaja frente al candidato demócrata John Kerry, a pesar de que el apoyo popular a la guerra de Irak está en su momento más bajo… No sólo en la India la política está llena de contradicciones y de sorpresas.
Pero lo que espera con ansia es el vaticinio electoral del conocido astrólogo Ajay Bahambi, que se hizo famoso cuando Hillary Clinton le pidió que le leyese la mano. Por fin aparece en pantalla, y con el tono firme y decidido de quien está muy convencido de lo que dice, el oráculo barbudo asegura que el partido actualmente en el poder revalidará su mandato con más de 320 escaños. Eso significa una derrota humillante para el Congress. La precisión del dato y el tono de suficiencia del hombre dejan a Sonia abatida. No teme la derrota, pero sí teme ser barrida y hacer el ridículo. Aprieta enérgicamente el botón del mando a distancia para apagar el televisor y se levanta. Antes de salir, pasa por la cocina para dar instrucciones. Hoy vendrán a comer sus hijos y sus nietecitos. Hubiera preferido reunirse con ellos en La Piazza, el exquisito restaurante italiano del Hotel Hyatt, como suelen hacer los domingos o cuando hay algo que celebrar. Pero como no quiere atizar la controversia sobre su «italianidad», prefiere quedarse en casa. No es el momento de salir en una foto comiendo pasta.
Espera a que sean las nueve para salir. A fuerza de vivir en la India, se le han contagiado un poco las creencias locales y según un diputado del partido que le ha llamado esta mañana desde Kerala, en el sur, el Rahu Kalam cae hoy entre las siete y media y las nueve de la mañana. Éste es un momento del día considerado poco auspicioso para emprender cualquier actividad. Lo calculan meticulosamente los astrólogos y lo publican en los calendarios hindúes. No es que Sonia crea a pies juntillas en esas supersticiones, pero nunca se sabe, tal y como están las cosas mejor poner todo de su parte…
Nada más franquear la puerta que da al jardín, siente una bofetada de aire caliente. Sólo falta un mes para que descarguen las lluvias monzónicas, y hasta entonces la temperatura seguirá subiendo, inexorablemente. Se coloca sus sempiternas y grandes gafas de sol y echa un vistazo a su alrededor: el césped amarillea, los parterres de flores que lo engalanaban en febrero se han marchitado ya. Pero la sombra de los grandes árboles protege el resto de la vegetación. Hoy el mercurio marca 43 grados, lo que no impide que, del otro lado de la tapia de su casa, un grupo de simpatizantes lleve horas aguardando en la acera para tener su darshan. Pero no podrán verla. Con tantas medidas de seguridad, Sonia no puede hacer lo que hacía Indira, que se quedaba a conversar un rato a las puertas de su residencia con los que venían a verla. Eran otros tiempos. Ahora, el Servicio de Inteligencia ha hecho saber que existe una «amenaza permanente» contra ella y su familia por parte de grupos marginales y xenófobos hindúes. Sonia está acostumbrada a convivir con ese miedo en el cuerpo y no ha tenido más remedio que aceptarlo después de tantos años y tantos sustos. Pero lo más duro, a lo que nunca podrá acostumbrarse, es a pensar que podría ocurrirle algo a sus hijos, y ahora también a sus nietos.
Los soldados de guardia en la garita de su residencia apenas tienen tiempo de saludarla cuando su Ambassador blindado color crema sale a toda velocidad con un rechinar de neumáticos, seguido por sus escoltas en otro automóvil con una luz giratoria en el techo. Sonia ha bajado la ventanilla de cristal ahumado y hace un gesto rápido con la mano desde el interior del vehículo, pero va tan deprisa que no está segura de que sus admiradores la hayan visto. El trayecto desde su casa hasta Nirman Bhawan, un complejo de edificios del gobierno donde está la oficina en la que tiene que depositar el voto, es corto. No se tarda más de diez minutos, sobre todo hoy, día festivo por ser jornada electoral. Y es agradable porque las anchas avenidas están bordeadas de grandes árboles siempre verdes, muchos de ellos en flor. La ciudad ha cambiado mucho, ha pasado de tres millones de habitantes cuando llegó Sonia a más de quince ahora. Hay gasolineras coloridas con tienda anexa como en Europa, grandes almacenes, centros comerciales, cafeterías, restaurantes de todo tipo, una plétora de hoteles de lujo, supermercados donde se encuentra de todo, desde salmón ahumado de Escocia hasta vino de Rioja. Pero el núcleo central sigue igual, sobre todo cuando no hay tráfico. Todo son recuerdos para Sonia. Cada esquina, cada calle, cada comercio: en esa confitería le compraba a Rajiv su postre favorito; en esta plaza vivía su amiga Sunita; en aquella bocacalle, que da a la avenida Akbar, llevaba los niños a la guardería; en ese terraplén se estrelló la avioneta de su cuñado… Y por estas mismas avenidas circulaba en un Ambassador similar a éste el día que les cambió la vida. Le parecía que aquel coche no llegaba nunca. La sangre de Indira empapaba los asientos tapizados de terciopelo, formando una enorme mancha negra.
Por eso siente que su corazón pertenece a estas calles, a esta ciudad, a este país. Para defenderse de tanta calumnia, ha mandado pegar unos carteles en la circunscripción de su marido que muestran distintas fotos de su vida en la India, empezando por su llegada cuando era novia de Rajiv. «¿Qué tradición india he incumplido? -pregunta el texto-. ¿Como nuera, esposa, viuda o miembro del Congress, qué tradición he dejado de observar?» Sonia sigue traumatizada por la virulencia de los ataques contra ella.
Los accesos a Nirman Bhawan están fuertemente custodiados por policías y soldados en previsión de su llegada. Los guardias en la verja de entrada la saludan juntando las manos y llevándolas al pecho musitando el tradicional namasté. Todo son sonrisas. El suyo es el único vehículo autorizado a entrar en el recinto. Frente a su oficina electoral, la número 84, la están esperando caras conocidas y una nube de periodistas, fotógrafos y simpatizantes. «¿Cómo se siente una italiana votando en la India?», le pregunta un viejo periodista malicioso que no disimula sus tendencias políticas. «Me siento india. No me siento italiana, ni siquiera un poco», le suelta Sonia con la voz ronca.
El apoderado de su mesa electoral la saluda con una ancha sonrisa y le cuelga una guirnalda de clavelinas alrededor del cuello:
– Unos compañeros del Congress nos dijeron que vendría a las siete de la mañana -le dice.
– Siento haberme retrasado. Me disculpo.
– No hay de qué, por favor… -responde el hombre, ruborizado-. Es usted la decimosexta votante de esta mesa… Es un buen número, señora, le traerá suerte -añade mientras muestra a Sonia el funcionamiento de la flamante máquina de votar electrónica, orgullo de la tecnología india. Más de un millón de estas cajas de plástico, del tamaño de una pequeña maleta y que funcionan a pilas, se han repartido por primera vez a lo largo y a lo ancho de todo el territorio -en los lugares más remotos, a lomos de elefante-, con la esperanza de acelerar el recuento y de luchar contra el fraude. Ya no habrá más muertos ni heridos durante las peleas entre facciones políticas rivales que se acusaban mutuamente de traficar con el contenido de las urnas. Ahora un simple bip después de pulsar la tecla adyacente al nombre y al símbolo del candidato elegido indica que el voto ha sido registrado en una unidad de control. De esta manera novedosa Sonia emite su voto, como una más entre los millones de indios que hoy escucharán el mismo sonido durante la última jornada de las elecciones generales. La prensa de pronto se vuelve hacia una anciana que acude a votar, sentada en una silla que unos parientes llevan en volandas. Tiene ciento ocho años, es una refugiada birmana que responde a los periodistas con voz temblorosa: «Siempre he votado por el Congress porque nos ayudó a emigrar a la India cuando China declaró la guerra a Birmania.» Aprieta la tecla y… ¡bip!
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