Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Pero si sus adversarios la hubieran seguido de cerca durante estas semanas de campaña, quizás no se mostrarían tan prepotentes. Hubieran sido testigos del apoteósico recibimiento que hordas de mujeres y hombres dispensaron a Sonia y a sus hijos, cubriéndoles de rosas y claveles, coreando sus nombres en una especie de frenesí. «Esto no es político, es emocional», comentó un día un periodista europeo a Rahul, que a sus treinta y tres años se presenta por primera vez como candidato por la circunscripción de Amethi, la de su padre. Si Sonia pierde, ya está su hijo en la línea de salida. Nadie escapa al destino del apellido.

«¿Para quién brilla la India? -preguntaba Sonia en sus discursos-. ¿Para los campesinos que se suicidan bebiendo raticida porque no pueden pagar sus deudas?» La multitud recibía sus palabras con rugidos de aprobación.

Al eslogan «India brilla», dirigido sobre todo a una clase media urbana compuesta por unos trescientos millones de electores, Sonia ha opuesto uno menos lustroso, pero destinado a esos setecientos millones que todavía no han catado los frutos de la prosperidad económica: «Elegid un gobierno que os funcione», les repite. Es un eslogan de Indira, que utilizó en varias campañas. A la manera moderna de hacer campaña del partido en el poder, que ha mandado un mensaje de voz del primer ministro a ciento diez millones de teléfonos fijos y móviles en todo el país (llegando a trescientos cincuenta y cinco millones de votantes menores de veinticinco años, una auténtica proeza tecnológica), Sonia ha opuesto el estilo tradicional de recorrer la India estrechando manos, dando abrazos, conectando con la gente, sumergiéndose en la adoración sentimental de las masas.

Muy a menudo, el Tata Safari en el que viajaban tuvo que detenerse hasta diez veces en una hora al hallarse totalmente rodeado de campesinos, los rostros enjutos y los cuerpos delgados pegados a las ventanillas. Sonia tuvo que hacer fuerza para abrir la puerta delantera y ponerse de pie sin bajar del coche, mientras la muchedumbre se apelotonaba aún más, lanzando gritos de júbilo, estirando los brazos con la esperanza loca de poder tocarla.

En esta campaña se ha visto que sus hijos despiertan las mismas pasiones, sobre todo Priyanka, que ya tiene treinta y dos años. Ha sido una revelación comprobar hasta qué punto cautiva a las multitudes, que han acudido en masa a oírla hablar. Y eso que ella no se ha presentado a ningún escaño… Acaba de tener una hija, Miraya, que junto al mayor, Rehan, la tienen muy ocupada. Por eso sólo ha ayudado a su madre y a su hermano esporádicamente. Pero bastaba que hiciese un saludo para que inmediatamente cientos de manos se lo devolviesen entre aclamaciones de júbilo. Rahul también despertaba el ardor de las masas: nada más abrir la ventanilla, le llenaban el coche de pétalos de rosa. Un día, el motor se caló, y el chófer no conseguía arrancarlo de nuevo. El hombre salió y abrió el capó, mientras Sonia repetía: «¡Qué caos, qué caos!», intentando ver a través del parabrisas sucio de sudor y de pétalos aplastados si el conductor era capaz de localizar la avería. «Mamá, quédate en el coche», repetía su hijo dándole una palmadita en el hombro, asustado de que su madre tuviera la ocurrencia de salir en ese momento, ignorando los protocolos de seguridad. Al final el conductor volvió y consiguió que de nuevo rugiese el motor.

– ¿Qué pasaba? -preguntó Sonia.

– Las flores, Madam -respondió el hombre-. ¡Las margaritas habían bloqueado la correa del ventilador!

Ésa no parece la imagen de una dinastía política que va de cabeza hacia el fracaso, como pronostican sus adversarios, y hasta ciertos compañeros de partido. Es más bien la imagen de una mujer y una familia que consiguen sintonizar con el pueblo, aunque pocos lo quieran reconocer. Lo cierto es que Sonia se ha ganado el respeto y el afecto de su país de adopción por haber aceptado vivir la misma vida que mató a su cuñado, a su marido y a su suegra. El pueblo, acunado desde hace miles de años por las grandes epopeyas del Ramayana y del Mahabharata donde las hazañas de los hombres rivalizan con las de los dioses, parece reconocerle ese sacrificio y se lo demuestra cada vez que se presenta la ocasión. Y ella no pierde oportunidad de devolverle las muestras de afecto. Durante la campaña, después de cuatro días largos y calurosos, se la vio relajada en una sola ocasión cuando, en medio de una llanura polvorienta, mandó detener la comitiva electoral y se dirigió caminando sola hacia donde había visto un grupo de mujeres nómadas bajo un cobertizo de palos y plásticos negros. Esas mujeres no tenían la más mínima idea de quién era ella. Sonia no entendía su dialecto. Los fotógrafos se habían quedado atrás y nadie iba a capturar ese encuentro. Pero allí, lejos de la muchedumbre, de la prensa y de las reuniones del partido, Sonia Gandhi disfrutó abrazando a los más pobres de la India.

Ella no piensa que vaya a ganar; casi nadie lo cree en el partido, y aún menos fuera del partido. Los sondeos coinciden: el Congress no está entre los favoritos. «She has no chance», reza la prensa. No tiene posibilidades. Pero no puede evitar que la gente le pregunte si llegará a ser la primera india de origen extranjero en convertirse en primera ministra. En teoría sí puede, si el Partido del Congreso y sus aliados consiguen la mayoría de escaños necesaria y luego la designan como máxima mandataria. Legalmente también, porque la Constitución no estipula que sólo los individuos nacidos en la India puedan aspirar a los más altos puestos de gobierno. Conscientes de que el mundo de la India es mayor que la propia nación india, los que redactaron la Carta Magna dos años después de la Partición dejaron la posibilidad abierta a todos; y lo hicieron porque la tragedia de la Partición había provocado tanto flujo de refugiados de Pakistán y Bangladesh que prefirieron no poner limitaciones, no añadir nada que pudiera incitar a más división.

De momento, con estas elecciones, Sonia sólo pretende pararles los pies a los nacionalistas hindúes y aupar al Congress, sacarlo del marasmo en el que está sumido. Eso le bastaría para darse por satisfecha. Habría cumplido con su deber hacia su familia y hacia los ideales que siempre defendieron sus miembros, y que hoy se ven tan amenazados. Se quitaría un poco el peso de esa inmensa herencia que lleva a sus espaldas. Y quizás podría descansar un poco.

También, aunque no lo confiese, unos buenos resultados tendrían un agradable sabor de revancha contra todos los que la calumnian, los que la humillan sin tregua desde que en 1998 decidió aceptar la presidencia del Partido. A medida que se ha ido acercando la fecha de la votación, los ataques se han recrudecido. Sus detractores le han propinado un golpe bajo: han sacado a la luz que Sonia optó por la nacionalidad india en 1983, es decir un año antes de que su marido se convirtiese en primer ministro. «¿Por qué no lo hizo antes, si llevaba casada desde 1968 y dice sentirse tan india?… Lo hizo para ayudar a su marido a ganar las elecciones, apuntan pérfidamente. Su pretendida "indianidad" es pura sed de poder», añaden. Es un argumento falaz que busca ensuciar su imagen mostrándola como una ambiciosa. En realidad lo hizo para contrarrestar los ataques de Maneka, que fue la primera en agitar el espectro de su «italianidad». Además, quizás en 1983 Sonia no se sentía india del todo, quizás su proceso de indianización ha sido lento y ha crecido a la sombra de los años, y de las tragedias familiares… pero ¿a quién le importa la verdad? Sus orígenes se han convertido en caballo de batalla electoral.

Los ataques son tan bajos que la Corte Suprema, a principios de abril, intervino con una propuesta de ley para prohibir las «calumnias» en tiempos electorales. Pero ya era tarde; los ánimos estaban demasiado caldeados. La paz de las urnas seguirá siendo un sueño inalcanzable. Hace dos días, Sonia ha intentado por última vez zanjar las críticas sobre sus orígenes. En un mitin multitudinario de fin de campaña, se ha dirigido a sus miles de seguidores en Sriperumbudur, la ciudad donde Rajiv fue asesinado: «Aquí estoy, pisando esta tierra mezclada con la sangre de mi marido. Os aseguro que no me cabe mayor honor que compartir su destino por el bien de la India.» El pueblo no parece dudar de la sinceridad de sus palabras, sabedor de que en Sonia Gandhi lo político y lo personal están íntimamente imbricados. Al final, lo comedido de sus reacciones y la inmensa dignidad que ha mostrado frente a los ataques más sucios le hacen parecer aún más india, más digna de su confianza.

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