*** ESPÍRITU GENTIL, caballo alazán, hijo de Gran Caruso y La Favorita . Edad: 4 años. Propiedad del Dueño, que lo adquirió en Chantilly por consejo del entrenador de su cuadra, pujando contra el Sultán. Debutó a dos años, perdiendo por un cuello en el Curragh. Después ganó fácilmente el Grand Critérium de Longchamp y el Dewhurst de Newmarket. A tres años venció en el Derby de Epsom (por dos cuerpos) y en el Irish Derby (cinco cuerpos). A final de temporada disputó la Gran Copa, quedando tercero a un cuerpo y medio cuerpo de dos caballos del Sultán. Alejado de las pistas desde entonces, se rumoreó que estaba lesionado y no volvería a correr. Preferencias: la milla y media es su distancia ideal, en terreno bueno o ligeramente blando. Características: en contra de lo que puede sugerir su nombre, es arisco -incluso violento a veces con los cuidadores- y difícil de montar: tiene «mucha cabeza», según dicen los entendidos.
CERCA DE LAS PISTAS
No nos engañemos, la profesión más antigua
del mundo es la de ladrón.
R. EDER, Ironías
– Por favor, el seis ganador, cinco veces. Y la gemela seis-ocho, tres veces. También otras tres veces el seis con… con el cinco, con el cuatro y con el nueve. Y también…
El hombre gordo comprobó cuidadosamente que le habían vendido las apuestas solicitadas. Después, satisfecho, se retiró de la ventanilla guardándose la cartera en el bolsillo del pantalón, mientras volvía a consultar el programa. Fue en ese momento cuando actuó el Pinzas, que aguardaba pacientemente tras él en la cola. Ninguna cámara de seguridad habría podido captar su gesto, oculto por la posición de su propio cuerpo. No, para ver el fugaz y elegante juego de manos hubiéramos necesitado a un observador de agudeza sobrenatural, quizá el Dios del obispo Berkeley o un vigía de rango semejante. Y sólo tan elevada como improbable criatura podría zanjar la duda básica que suscita este caso: ¿llegó a entrar realmente la cartera en el bolsillo, para ser extraída de allí con celeridad prodigiosa, o nunca alcanzó puerto sino que pasó de una mano a otra mientras una presión a la altura debida en la tela que cubre el muslo fingía en el bolsillo el peso que nunca fue? En cualquier caso la perplejidad resulta ya meramente bizantina porque lo que cuenta es el resultado técnico: el hombre gordo se fue sin la cartera y el Pinzas se anotó su primer tanto del día.
Ya era hora, desde luego. Hasta ese momento, el Pinzas estaba francamente descontento de sí mismo. ¡Un sábado soleado, el hipódromo alegremente lleno de candidatos al expolio de la más variada condición y habían transcurrido ya dos carreras sin pescar absolutamente nada! No es que el Pinzas fuese apresurado ni ambicioso, tenía para eso demasiados años de práctica a sus espaldas. El primer mandamiento de su decálogo profesional ordenaba la paciencia por encima de todo. Siempre que lo había transgredido, acabó en comisaría. ¿Otros mandamientos? Fijar bien el objetivo y familiarizarse con él (hacerse su sombra, en la jerga del Pinzas, hasta el punto de que la cartera del prójimo vigilado llegase a parecerle suya incluso antes de apoderarse de ella); anticipar la ocasión favorable un minuto antes de que efectivamente se presentara, de tal modo que la mente iniciaba el gesto definitivo anticipándose con visión de futuro al instante de ponerlo en práctica; llegado el momento, actuar con decisión, sin vacilación ni enmienda, siempre una sola vez y no más; si el gesto fracasaba a la primera, renunciar de inmediato, nunca insistir, alejarse discretamente y buscar otro objetivo. Y aguardar, siempre aguardar: cuanto hiciese falta y hasta un poco más todavía.
Pero incluso siguiendo estas sanas reglas de conducta -así reflexionaba el Pinzas, que siempre mostró inclinación por la consideración general, incluso filosófica, del empeño humano en este mundo hostil-, lo cierto es que solían detenerle a uno. Veamos: él se consideraba sin vanagloria ni falsa humildad entre la gama alta de su gremio. Pues, bueno, aun así lo normal era que le pillasen al menos una vez cada tres meses. Su récord, establecido precisamente el pasado año, estaba en doscientos quince días operativos sin interrupción legal. Una racha de suerte, para qué engañarse. El período de bonanza normal oscilaba entre noventa y ciento diez. Después, el manido fastidio del calabozo, la inane charla con el juez, el breve paso por algún establecimiento público cuyo funcionamiento conocía desde luego mejor que sus administradores. ¿Merecía la pena ese trasiego? El Pinzas suspiró (aunque sólo mentalmente, porque mientras tanto se desplazaba con diligencia desde las taquillas de apuestas hacia el paddock , así que no era cosa de derrochar aliento) y se dijo que la pregunta adecuada no era ésa, sino más bien esta otra: ¿tengo alguna otra alternativa fiable, rentable y alcanzable, aquí, ahora y a mi edad? Como tantísimos otros antes que él -profesores de metafísica, banqueros, políticos, grandes generales, esposos y esposas sin alivio, vendedores de electrodomésticos, el mismísimo Héctor dubitativo antes de enfrentarse a su asesino Aquiles-, la respuesta que se volvió a dar el Pinzas fue la misma de siempre, la previsible, la irremediable, la que a fin de cuentas mejor nos arropa: no.
En torno al paddock , por cuyo circuito discurrían ya ensillados algunos de los participantes de la próxima carrera a fin de someterse al escrutinio de los aficionados, se concentraba un moderado grupo de expertos y simples curiosos. La mayoría de ellos -pensó el Pinzas, que seguía de talante amargo pese a su reciente éxito- no eran capaces de distinguir un caballo inválido de un campeón ni aunque llevara muletas. Asistían al carrusel equino con cabeceos de entendidos pero en el fondo por mera rutina, a la espera de algún soplo llegado «de la boca misma del caballo» (como suele decirse) que los sacara de su ignorancia y les permitiera después alardear de dotes adivinatorias. Pero el carterista no estaba allí para descubrir al ganador sorpresa de la prueba, sino para efectuar otro sustancioso ejercicio de pericia en algún bolsillo descuidado. Y desde tal perspectiva, el panorama no resultaba demasiado prometedor: la gente era numerosa pero no estaba apretujada, de modo que cualquiera podía intercalarse entre los mirones sin dar codazos aparentemente justificados ni fingir empujones circunstanciales que permitiesen el culpable milagro de la sustracción. Con otro suspiro moral de los suyos, el Pinzas añoró la cerveza despreocupada paladeada a sorbitos en el rincón de un pub lleno de humo, en compañía de buenos amigos. Se regodeó en la imagen nítida de su sueño nostálgico, dolorosamente clara y seductora. Imposible, sin embargo: porque ya no dejaban fumar en los pubs , maldita sea; y además él no tenía verdaderamente amigos.
Algunos conocidos, todo lo más. Por ejemplo, el tipo atildado que estaba prácticamente al lado suyo. Sabía que le llamaban el Profesor y que era un auténtico entusiasta de las carreras. Por lo general, los hípicos arrebatados -esos que aúllan durante toda la recta final tratando de propulsar con ultrasonidos a su favorito y luego se arrancan el pelo desesperados maldiciendo «¡Por una cabeza!» o agitan felices su boleto ganador ante las narices de todos los circundantes- solían ser los mejores «pacientes» del Pinzas porque llevados por el arrobo del momento es fácil que presten menos atención de la debida a sus carteras. Precisamente por eso, en una memorable tarde hace menos de un año, el Pinzas se arrimó con disimulo profesional a la retaguardia del Profesor cuando éste gritaba hasta enronquecer y trataba de mantener ante sus ojos los prismáticos que bailoteaban de emoción: «¡Venga, Espíritu , vamos, campeón!» La situación era propicia y ya la mano hábil levantaba con suavidad el faldón de la chaqueta para acceder al prometedoramente abultado bolsillo posterior del pantalón. En ese momento los caballos cruzaron la meta y de pronto el Profesor se volvió bruscamente, como si no pudiera seguir soportando el espectáculo de la pista. Pero no fue ese sobresalto lo que conmocionó al Pinzas, que de inmediato había resguardado la mano en su propio bolsillo con plena naturalidad. No, lo que le dejó atónito fue que el Profesor estaba llorando: dos regueros húmedos le surcaban las arrugas de la cara y sollozaba. Coño, sollozaba de verdad, en plena tribuna, entre la gente que aplaudía o comentaba el resultado de la carrera. «¡Como un niño!», pensó el Pinzas, con un sentimiento raro que tenía algo de desdén, claro, porque él era un hombre de mundo, pero también mucho de inesperado afecto. A partir de ese momento, sin reflexión precisa ni más argumentos, el Pinzas borró al Profesor de su lista de objetivos potenciales.
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