Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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Pero ahora, en el paddock , el Profesor estaba menos atento que de costumbre al carrusel de los caballos. Comentaba algo con mucho interés a la persona que le acompañaba, un tipo con gafas y mal afeitado al que el Pinzas no recordaba haber visto antes por el hipódromo. «Nada de nada, como te lo digo. Ni el entrenador ni nadie sabe nada. Todos lo mismo: Kinane no ha venido hoy, Kinane no vino ayer ni anteayer, Kinane falta desde la semana pasada. Y se encogen de hombros. De ahí no hay quien los saque.» Como siguiendo la consigna general, su interlocutor se encogía también de hombros. «Pues, chico, si no te cuentan nada a ti, que conoces a todo el mundo…» Y siguieron dándole vueltas al asunto, fuera el que fuese, pero en cuyo debate volvía una y otra vez un mismo nombre: Kinane, Kinane…

Ese apellido tenía para el Pinzas resonancias especiales, y no sólo ligadas a los éxitos hípicos del jinete (que le interesaban poco, porque el Pinzas era un trabajador del hipódromo y no un aficionado a las carreras). Estaba vinculado a una reciente hazaña, aparentemente menor pero que por su especial riesgo le había hecho sentirse bastante satisfecho de sí mismo: su incursión furtiva en el cuarto de jockeys, por primera vez en tantos años de profesión. Hay jinetes que viven estrictamente al día, pero otros son pudientes, incluso algo más: ricos. Y algunos de ellos llevan encima habitualmente bastante dinero y hasta objetos de valor, porque frecuentemente se apresuran de hipódromo a hipódromo en un mismo día sin tiempo siquiera de regresar a sus casas. ¿Dónde suele quedar ese tesoro cuando sus propietarios salen a competir en una de sus cabalgadas? Pues precisamente en el cuarto de jockeys, el sanctasanctórum que sirve de escenario para el cambio de las ropas talares por las sedas policromas que caracterizan su oficio, como sacerdotes que toman los hábitos antes de una ceremonia. Es un lugar vigilado, desde luego, pero -como tantos otros santuarios- menos de lo que debiera: a los rutinarios feligreses no les es fácil imaginarse la probabilidad del sacrilegio. Colarse en él le exigió al Pinzas más resolución que verdadera habilidad: cuestión de caradura, ni siquiera de arte.

Una vez dentro, mientras todos se concentraban en el drama de la carrera -unos como protagonistas y otros como espectadores-, tuvo ocasión de actuar a sus anchas: las febles taquillas apenas puede decirse que constituyeran un reto para él. Los beneficios logrados fueron bastante menores de lo esperado, seamos sinceros, pero la satisfacción moral obtenida no resultó pequeña. Quizá lo más sustancioso del botín le vino precisamente de las posesiones (que cambiaron inmediatamente de dueño) del tal Kinane. Dinero en efectivo, una estilográfica anticuada y valiosa -él sabía dónde vender con el mejor provecho ese tipo de mercancías- y hasta un amuleto de oro en forma de serpiente que se mordía la cola. Incluso un teléfono móvil de última generación que tenía entre sus prestaciones la de servir como un minúsculo ordenador y que el Pinzas prefirió también vender antes de afrontar el reto de aprender a utilizarlo. Por tanto ese apellido, Kinane, Kinane… sonaba para los oídos del Pinzas como una grata balada irlandesa.

Andando o mejor trotando con premura, el Pinzas se dirigió al bar principal. Tenía que darse prisa si no quería perder la tarde por completo. A esas alturas de la jornada, como bien había supuesto, el local estaba ya agobiante y hasta pavorosamente concurrido. Para qué engañarse, aproximadamente un buen treinta por ciento del público no venía propiamente al hipódromo, sino, para ser precisos, al bar del hipódromo. En líneas generales, su idea de pasar jubilosamente la tarde hípica no incluía por obligación cobrar un buen dividendo en alguna carrera ni ver una monta extraordinaria, pero implicaba sin rodeos cogerse una buena cogorza. Hombre de mentalidad escépticamente abierta, tolerante siempre e incluso ocasionalmente volteriana, el Pinzas no tenía nada que objetar a este proyecto festivo. Si acaso, le extrañaba que para emborracharse tanta gente necesitara desplazarse hasta un hipódromo, dado que el sin duda gratificante paraíso etílico es de los mas portátiles y de más fácil acceso doméstico que hay. Pero la sencilla verdad es que todos los seres humanos estamos un poco chalados y hasta no estarlo es una forma especial de chaladura también (el dictamen es de Pascal, pero el Pinzas -que no tenía el gusto ni el disgusto de conocer a Pascal- había vuelto a descubrirlo por su cuenta, sin vanagloriarse de ello). Filosofías aparte, la embriaguez tiene efectos mejores o peores según las personas, aunque es una constante que disminuye la desconfianza instintiva propia de cada ser humano hacia su prójimo y la capacidad de salvaguardar los propios bienes. De modo que el Pinzas la tenía por una aliada fiel cuando afectaba a los demás y un peligro atroz si la disfrutaba él. Desde luego en el hipódromo estaba a salvo de este último delicioso riesgo porque jamás bebía en su jornada laboral.

En el bar no había humo, como solía ser asfixiantemente habitual hasta hace poco, porque como ya queda dicho estaba prohibido fumar. ¡También allí, donde fumar había sido la mitad del placer de beber! Lo cual tenía como principal efecto que los frustrados fumadores bebieran ración doble para olvidar que no fumaban. De tal modo que la ruidosa bruma de la embriaguez, audible pero no visible aunque casi palpable, saturaba el recinto, empequeñecido por el griterío de quienes ya no podían articular la palabra humana con precisión pero aún eran capaces de berrear con denuedo. Cuando entró el Pinzas, el estruendo orgiástico le rodeó como una especie de apremiante compromiso colectivo que afeara su sobriedad. La barra, donde se afanaban un par de matronas serviciales, estaba amurallada por un cerco de suplicantes que intentaban hacer oír sus pedidos de euforia bebible por encima de la barahúnda montada por sus rivales en idéntico empeño. Los televisores del local -inaudibles, claro está, por las razones antedichas- informaban gráficamente de las cotizaciones de las apuestas y de los preparativos de la carrera, pero allí el interés general se centraba en otra liquidez menos monetaria.

En el rincón de la derecha, en torno a una mesa inverosímilmente llena de jarras, vasos y botellas de todos los formatos, habían plantado sus reales un nutrido grupo de bacantes. La mayoría eran de mediana edad, aunque un par de ellas pertenecían al agradable gremio de las adolescentes prematuramente desarrolladas. Se sentaban en las sillas en torno de la mesa, en las rodillas de las que ocupaban las sillas y algunas estaban despatarradas en el suelo, resbalando en ángulo bastante obtuso con la espalda apoyada en la pared. Se uniformaban con la misma moda (vestidos chillones, ceñidísimos, mostrando la mayor cantidad posible de carne blanquecina y moteada, zapatos con tacones de aguja que pocas calzaban aún y rodaban punta arriba por el suelo en torno suyo, en conjunto bastante apetecibles contra toda estética como sólo pueden serlo el ansia y el descaro) y exhibían todos los grados de la borrachera, desde la euforia de carcajadas gritonas o gritos carcajeantes hasta la semiconsciencia de las que yacían privadas de la palabra y la posición erguida pero sin embargo mantenían una copa valientemente alzada en espera de verla de nuevo llena, mientras rumiaban indescifrables obscenidades en el secreto de sus úteros. El Pinzas las consideró, valoró y descartó laboralmente con su mirada experta. Luego, mientras progresaba hacia la barra con paso furtivo y los ojos aparentemente fijos en el televisor, casi fue atropellado por una de ellas -de las más altas y voluminosas- que marchaba en la misma dirección con orondo bamboleo coloidal, encargada por las demás de la misión casi imposible de conseguir un último trago. La miró de reojo con cierta desaprobación porque, pese a su probada anchura de criterio moral, el Pinzas era más bien pudoroso y casi ascético en sus relaciones con el sexo enemigo.

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