El regreso hasta las tribunas, donde esperaba el ritual establecido del círculo de ganadores y el pesaje que confirmaría lo impecable de la victoria, constituyó un exquisito placer que Johnny Pagal hubiera querido hacer durar horas o, aún mejor, inmovilizar de forma imposible en el tiempo. Detente, momento, porque eres tan hermoso… El caballo trotaba de regreso a través de la anchura afelpada y ahora tranquila de la gran pista. Johnny estaba seguro de que el júbilo triunfal que le esperaba, los parabienes y palmadas en la espalda, los apretones de manos, el reconocimiento de los entendidos y la gratitud de los apostantes que iban a cobrar un buen dividendo… nada sería mejor que el silencio rumoroso que ahora le rodeaba, sólo puntuado por el galope del resto de los caballos que volvían delante de él y por los resoplidos hondos y responsables de Nosoygato , que recobraba pausadamente su aliento con técnicas espontáneas de maestro zen. Al fondo, al final del verde centelleo de la pista barnizada por el sol aún vigoroso de la tarde veraniega, esperaban las gradas rebosantes de figuritas multicolores de las que brotaba un zumbido constante de enjambre, que le llegaba apagado pero nítido como el duradero y tenaz canto de una dinamo.
Al bajar por fin del caballo, entre vítores tan cariñosos como previsibles, Johnny intentó explicar que el mérito era del entrenador, felicitándole públicamente por el acierto de su consejo. Pero el señor Wallace se adelantó, proclamando en voz alta para los reporteros que estiraban el cuello junto a él: «¡Buen trabajo, chico! Excelente idea abrirte en la curva. Cada vez lo haces mejor…» De modo que sólo le correspondió sonreír tímidamente, mientras cargaba con la silla y sus aditamentos engorrosos para dirigirse hacia la báscula. No sin antes haber apoyado un instante su rostro agradecido en el ancho cuello blanqueado por el sudor de Nosoygato , que permanecía imperturbable en la fatiga como antes durante el esfuerzo: «No es nada, chaval. Cuando llegues a mi edad ya te habrás visto en otras buenas y en muchas malas. Relájate y no le concedas demasiada importancia…» Camino del vestuario, el aprendiz disfrutó los amistosos empellones de un par de jockeys veteranos y buscó con la vista al único cuyo reconocimiento hubiera de veras significado mucho para él. Pero no estaba. Como ayer, como todo el resto de la semana, faltaba Pat Kinane. Johnny Pagal echó de menos su gruñido escéptico de aprobación, que nunca le negaba después de cada ganador e incluso cuando solamente lograba colocarse segundo o tercero pero administrando bien un caballo difícil: «¡Bah! Has estado mejor que el primero…» ¿Dónde se habría metido Pat Kinane?
Uno de los primeros que felicitaron al aprendiz victorioso en cuanto desmontó fue el propietario de Nosoygato . A don José Carvajal Ferreira todo el mundo le conocía sencillamente por el Dueño. Sin duda existían en el mundillo hípico muchos otros dueños y propietarios, pero esa condición de poseedores era un complemento -por destacada que fuese su fortuna- del resto de su personalidad social. En cambio la apropiación era la esencia misma de Carvajal, su forma de relacionarse con las cosas y con las personas. Sobre todo con las personas. Ante él, nadie dejaba de sentirse a la venta, en oferta voluntaria o involuntaria… y cuando estrechaba una mano con puño firme y sonrisa breve, el afectado sentía como si acabasen de colgarle un rótulo: «Adquirido.» Con la imparcialidad del buen amo, el Dueño palmeó el dorso de Johnny y el musculoso flanco de su caballo. Luego retrocedió un paso y se cruzó de brazos, como si temiera haberse excedido en sus efusiones. En ese momento se le acercó un joven pelirrojo, bajo pero ancho de espaldas, cargado con una gran funda de prismáticos que parecía casi desaforada para él. Le comentó algo en tono discreto y ambos se retiraron juntos, camino a las instalaciones del Jockey Club.
Diez minutos más tarde compartían un discreto rincón en el bar de esta institución patricia, con sendos whiskies de malta servicialmente próximos. Y hablaban de negocios, claro. A fin de cuentas, nadie podía hablar de otra cosa con el Dueño, fuera el que fuese el tema oficialmente tratado.
– Samuel, le necesito.
– Naturalmente, don José. Siempre es un placer poder echarle una mano para… en lo que sea.
– Samuel, ni usted ni yo somos imbéciles, permítame decirlo así. O sea que tenemos la misma opinión sobre el romanticismo. ¿Me equivoco?
– Seguramente no, don José.
– Mi opinión sobre el romanticismo es muy mala. Malísima, fatal.
– La mía no es mucho mejor, aunque soy un poco más indulgente.
– Será porque es usted más joven y espera beneficios de tan simpática condescendencia. Las mujeres…
– Tampoco soy un romántico, si es a eso a lo que vamos.
– De acuerdo, entonces. Ya sabía yo que hasta aquí no íbamos a discrepar. Voy al grano. Escuche: quiero que Espíritu Gentil gane la Gran Copa este año.
– ¡Un campeón inolvidable! En veinte años de afición, desde el más corto de mis pantalones cortos, no recuerdo otro igual. Merece su revancha… pura justicia poética.
– Veo que no aborrece usted el romanticismo tanto como yo. Para mí cualquier caballo es una forma aristocrática y a veces demasiado cara de mueble, nada más. Una herramienta menos fiable que otras. Una cosa bonita que corre y caga en lugar de estarse quieta en el salón cogiendo polvo, como los aparadores estilo Imperio. No hago excepciones. Espíritu Gentil tiene a mi juicio idéntica consideración que el resto.
– Ha ganado mucho dinero en premios.
– ¡Venga, que soy un hombre de negocios! Sumando lo que me costó comprarlo con los gastos de mantenerlo, entrenarlo, matricularlo en grandes premios y llevarlo de aquí para allá, por no hablar del seguro millonario, cualquier otra inversión me hubiera producido más rendimiento. Como a mí la cría caballar no me interesa, el día que me deshaga de él y lo venda como semental será el único que realmente me produzca beneficios. Y ya no tendré que preocuparme de si amanece sano, enfermo o cojo. No veo la hora de librarme de él.
– Creí entender…
– Déjelo, pienso en voz alta sólo para que vea que no acabo de caerme del nido. Lo único que debe entender es esto: dentro de mes y medio mi jodido caballo tiene que humillar de una vez por todas a los del Sultán. Después lo retiraré de las pistas, lo dedicaré a la cría o lo castraré para que aprenda, me lo comeré estofado o lo nombraré mi heredero universal. Calígula, ¿recuerda? Algo así. Ya lo pensaré. Lo importante es que gane la Copa… aunque luego reviente.
Se miraron en silencio y, casi al unísono, bebieron un trago de licor. El Dueño sintió un leve escalofrío como si tomase algo helado, su interlocutor enrojeció como si acabara de ingerir de golpe algo muy caliente. Luego recurrieron a sus respectivas servilletas de papel para secarse los labios. Ninguno de los dos se sentía plenamente a gusto en compañía del otro.
– No me dirá, Samuel, que no tiene usted también cuentas que ajustar con el Sultán.
– Puede que sí. Pero en cualquier caso no son de las que se resuelven con una carrera de caballos.
El Dueño descartó la objeción con un gesto brusco de su manaza peluda.
– ¡Vamos, vamos! Nadie ha olvidado lo que le ocurrió a su padre y desde luego usted menos que nadie. Ya sé que una carrera de caballos no resuelve nada, pero le aseguro que para alguien como el Sultán o… o como yo, es un puñal, la espada de la revancha. Una ordalía, como decían los medievales: ¡el juicio de Dios! Por alguna parte debe empezar la venganza…
– ¿No habíamos liquidado ya el romanticismo? «Venganza» es un término romántico, don José. Y ordalía, ni le cuento.
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