‘ calumnias’, contestó, ‘no me lo creeré hasta que vea la espada dentro de la vaina’“.
yantes de terminar la copla con la que pretendía adormecerme, ya comenzaba a soltar una carcajada que me despabilaba. sus carcajadas le salían del ombligo, y se le repartían por el cuerpo entero con una resonancia de cántaro vaciándose.
– un mediodía vino una vecina, niñito mío, allá en lacalahorra, cuando todavía no había sucedido nada de lo que iba a suceder y yo creía en dios, y me dijo: ‘ atu marido lo traen uncido a un carro.
por la calle abajo viene; no cabrá por la puerta’. ‘ ay, gran puta’, le respondí, ‘esta mañana mi marido no quería salir al campo a trabajar porque, cada vez que ve los cuernos del tuyo, se caga en los calzones’.
recitaba ensalmos, tomaba bebedizos y manejaba aliños para conseguir unos novios, que luego despreciaba sin probarlos. le divertía la conquista, pero no aprovecharla. ‘ soy como la batalla de la higueruela’. ponía los ojos en algún sirviente, dejaba caer aleteando los párpados, se atusaba el pelo bajo la capucha, se sacudía bien la ropa, murmuraba dos o tres jaculatorias, sobaba de pasada sus propios talismanes, y se lanzaba al abordaje.
– ése me va a seguir hasta la muerte. no resollará más que a mi alrededor. hasta que no le corte yo los lazos, no querrá ver a nadie más que a mí.
alos dos o tres días, me decía:
– he tenido que cortarle yo los lazos, porque se ha puesto insoportable: ni a sol ni a sombra me dejaba. los hombres son lo mismo que las moscas. peor: a ellos no hay mosqueador que los espante.
aveces yo no comprendía alguno de sus comentarios, y le pedía que me lo aclarara con una pregunta y otra y otra.
– eres tonto, boabdil. mentira parece que me hayas mamado tanta leche y que con ella no hayas aprendido nada. tontito de remate -repetía.
una tarde -no sé por qué recuerdo ésa y no otras- me bañaba en una pila con agua muy caliente.
– para que te enseñes. para que te vayas enseñando. los mayores, si son ricos, se bañan en agua fría y en tibia y en caliente, y se tumban, y se tocan las partes entre el vapor de las habitaciones, y descansan luego un ratito antes de volverse a tocar. así, así -me restregaba con sus manos duras y delicadas-. yen los baños hay barberos, para cortarle el pelo a quien se deje (hombres y mujeres, no te creas), y masajistas que te dan palizas y patadas, y gente lavando su ropa y estrujándola, así, así, y niños como tú, que ya se alegran de haber nacido, porque este niñito mío es que está retrasado, muy retrasado el desventuradillo…
á fue aquélla la primera vez que alguien me llamó con el mote que luego iba a seguirme de por vida, y aun más allá: “el zogoibi”, el pobrecito infeliz.
– este niño es igualito, igualito a faiz, el jardinero.
faiz era otro de mis amigos más queridos.
– ¿ en qué me parezco a faiz? -pregunté muy ufano.
– en que él tiene la muleta siempre tiesa, pero lo demás lo tiene siempre lacio.
– ¿ qué es lo demás?
– lo que a ti no te importa -y se ponía a canturrear-.
“¿ qué ha sido de mi cosa? ¿ qué ha sido de mi cosa?
desde abajito se me ha caído, igual que un muro al que le faltan los cimientos.
si volviera jesús, el profeta, quizá podría curarte; pero el sitio en el que tienes la enfermedad es difícil que al profeta le gustara tocarlo”.
‘ ese jardinero no tiene ningún porvenir: para cavar hoyos, un azadón requiere un buen mango duro -y soltaba una risotada-. mi mohamed y yo -agregaba con los ojos rebosantes de repentinas lágrimas-, ay, niño, boabdil, mi mohamed y yo, entre nuestros tres hijos, éramos como una tijeritas: uno encima del otro, siempre uno encima de otro con un clavito en medio…
dios no puede ser bueno. no lo es; si lo fuese, no haría lo que hace. porque, ¿qué le hemos hecho nosotros, los infelices, niño, los zogoibis? ¿ quieres decírmelo tú, que tienes buenos maestros y alfaquíes, y que te sabes de memoria ya medio corán? dímelo tú, mi vida, ¿qué le hemos hecho a dios para que se porte tan malísimamente con nosotros?
– ¿ es que tú eres cristiana?
– le pregunté.
– ¿ cristiana yo? ésa es una gente que sólo tiene fe en tesoros enterrados, o en ídolos aparecidos a los que pedir tesoros enterrados.
un día, después de bañarme, dentro de la misma agua, bañamos unos perrillos chicos que había dejado una perra, a la que atropelló y mató un carro de los que se emplean para subir la leña a los baños desde el exterior. era una perra muy cariñosa. subh y yo la llamábamos “ nuba” -es decir, “ suerte”-, porque un día nos trajo en la boca una piedra negra que subh afirmó que venía de la luna y que era el más valioso de los talismanes. la pobre “ nuba” no la tuvo: una mañana la vimos con la cabeza aplastada por una rueda y con sus tres cachorros lloriqueando alrededor.
subh lavaba a los perrillos, y ellos se sacudían al sol y jugaban a montarse unos a otros. yo no distinguía si eran machos o hembras, pero subh sí:
– mira este bujarroncete -me decía-, ¿pues no quiere montarse encima de su hermano? yla machirulilla, mírala, mírala: en vez de recogerse la faldita, mírala, empinada de una manera que ya la quisiera para sí el jardinero. yvan los dos contra el más chico.
acuérdate, boabdil: siempre sucede igual.
y, de pronto, los cachorros comenzaban a morderse y a pelearse desesperadamente entre los pies de subh, que yo creo que los amamantaba también, y ella reía y palmeaba. yo estaba muy asustado al verlos tan emberrenchinados y llenos de odio entre sí.
– si no es la guerra, bobo. no es la guerra -decía-: son cosas de chiquillos.
yles volcaba jofainas de agua para separarlos, y los perrillos se quedaban reducidos, con el pelo mojado, a casi nada.
subh acostumbraba contravenir casi todas las reglas. yo creo que gozaba haciéndolo a hurtadillas.
si, por ejemplo, estaba prohibido darnos dulces, ella (no sé de dónde los sacaba, ni a qué concubina complacía para conseguirlos) venía con un pañizuelo atado por las puntas, lleno de golosinas duras y crujientes.
– para mi vida -decía, y me las iba dando de una en una.
un día apareció inesperadamente mi madre y nos sorprendió en flagrante delito. sin inmutarse, mandó que le propinasen diez latigazos a subh. le bajaron allí mismo la ropa hasta la cintura y, delante de mí, cumplieron el castigo. yo veía al principio cómo le temblaba la barbilla, cómo se le fruncía la cara de dolor, y cómo se iba viniendo abajo su cuerpo tan grande y tan querido. luego, los ojos se me enturbiaron y ya no veía nada.
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