María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Las Mujeres Que Hay En Mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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– Han pasado muchos años, hija. Seguro que él debía de ser otro hombre. Un hombre que formaba parte de la casa, un hombre de confianza de la familia. Los años lo han vuelto arisco y lejano. Entonces todo sería diferente. Además, tu madre era una muchacha encantadora. Tenía un carácter abierto y decidido. Muy parecido al tuyo, por cierto.

– No le veo ningún sentido. ¿Irse de excursión con el jardinero de la casa? Sinceramente, no lo comprendo.

– Ni falta que hace. Ya te he dicho que iban un grupo de gente. Ahora no me acuerdo del nombre de los demás. De todas formas, hay cosas que es mejor no obsesionarse en descifrar. El tiempo o la vida misma se encargan de ello. Lo aprendí hace mucho.

– Creo que, a veces, debemos poner algo de nuestra parte. Tenemos que ayudar al tiempo y a la vida. No nos podemos quedar quietos y esperando.

– Tienes la impaciencia de la juventud. Es inevitable. Todos hemos tenido esta curiosidad que no nos deja seguir el curso natural de lo que sucede.

– No es simple curiosidad. Te recuerdo que estamos hablando de la muerte de mi madre. Me gustaría saber los detalles. Nunca conseguí que el abuelo me los contara.

– Es natural. Para él fue muy doloroso. Ya había perdido a tu abuela en plena juventud. A la misma edad, muere su hija. Se le cayó el mundo encima.

– Sí, vivía con añoranza.

– Tuve que acostumbrarme. En el fondo, no me resultaba nada difícil entenderle. Sólo tenía que imaginarme lo que habría supuesto para mí perderlo a él. Antes sólo lo imaginaba. Ahora ya lo sé.

– Yo no tuve la oportunidad de añorar a mi madre. Al menos, a una madre real. Tenía que inventarla.

– Fue difícil para los dos: para él y para ti.

– No podía entender que nunca me hablase de ella. Como si fuese su secreto. Siempre me he hecho preguntas.

A partir de aquella conversación mi grado de curiosidad aumentó. El interés se había convertido en una quimera obsesiva, enfermiza, que no me abandonaba. Es difícil explicar cómo te sientes cuando un único pensamiento se fija en tu cerebro. Tienes la sensación de que lo ocupa por entero y que no queda espacio para otras ideas. Todo lo que antes me llenaba de curiosidad o de preocupación fue perdiendo importancia. Me costaba seguir el hilo de las clases de la facultad. En un instante, mi cabeza volaba y perdía el ritmo de la lección. Había enormes espacios en blanco en mi cuaderno de apuntes. Tampoco obtenía mejores resultados en las conversaciones con mis amigos. Pronto se dieron cuenta de que, a pesar de que me esforzaba en aparentar que escuchaba, estaba muy lejos de lo que me contaban. No había ningún interés por mi parte. Constantemente pensaba en Ramón. No sólo me preocupaba el pasado, cuestiones como qué papel había tenido en la vida de mi madre, sino el presente. A media mañana, me preguntaba qué estaría haciendo. Miraba a través de la ventana, en el aula, mientras me imaginaba el jardín. Entonces habría querido saber si se había percatado de mi existencia. Intuía que la respuesta sería negativa. Él vivía a su aire, sin preocuparse mucho de lo que sucedía a su alrededor.

En aquella época nos comunicaron que la tía del pueblo estaba enferma. Tía Ricarda llevaba tiempo delicada de salud. Era muy mayor y ya no nos visitaba. Vivía retirada del mundo, con sus manías, como un pajarillo que no se atreve a abandonar su nido. No había superado todavía la muerte de tía Antonia, acaecida inesperadamente el último invierno. Ni aun la de tía Magdalena, que se fue después de una larga enfermedad que duró dos primaveras. De pequeña, había tenido mucha relación con ellas. Mecieron mis juegos infantiles, acompañaron mis primeros años de vida, cuando la ausencia de mi madre era un vacío demasiado grande. La mala salud y los avatares de la existencia fueron espaciando sus visitas, hasta que no pudieron volver. Sufrían un cúmulo de enfermedades. Se repartían, según el humor y la temporada, los ataques de migraña y de reuma, las taquicardias y las cataratas. Cuando era una adolescente, me gustaba ir al pueblo a visitarlas. Aunque casi no pudieran moverse, se alegraban mucho cuando me veían llegar. Cada una me había contado los sufrimientos de su vida como si fueran un secreto inconfesado. Con el rostro colorado -parecían jovencitas confesando males de amor-, me hablaban del novio muerto en la guerra, de los tres pretendientes que desaparecieron por arte de magia, del cura del pueblo, que vivía retirado en la aldea donde nació. Narraron para mí las historias que habían llegado a emocionarlas, que les llenaron las horas, que les regalaron ratos felices.

Las tías también me hablaron de Sofía y de Elisa. Lo hacían a menudo y, aunque me gustaba escucharlas, intuía que sus relatos mezclaban la realidad con la ficción. A veces, era como si aún estuvieran vivas. Se referían a ellas en un tono de proximidad cotidiana, que me desconcertaba. Me preguntaban, por ejemplo, si a Sofía, la confitura le había salido buena. Se interesaban por el menú que había programado para las fiestas de Navidad. Querían saber detalles sobre el vestido que llevaba Elisa en determinada celebración. Se extrañaban de que yo llegara sola y me preguntaban si mis madres tenían problemas de salud. Nunca intenté contradecirlas. ¿De qué habría servido que me hubiera esforzado en que recordaran las muertes de ambas? ¿Qué sentido tenía devolverlas a una realidad que ellas mismas habían aprendido a negar? Curiosamente, no me costó acostumbrarme. Hallaba un placer cada vez mayor, cuando mantenía la ficción. Representaban mi paréntesis de mentira grata y consoladora. Se referían a situaciones que eran falsas, pero que me confortaban. Yo también habría querido eludir la evidencia, pero no me era posible. A su lado, jugaba a convertir el deseo en realidad. Con una sonrisa en los labios, les seguía la conversación. Me inventaba detalles sobre comidas que no habían existido, confituras espléndidas, músicas de piano y vestidos nuevos. Durante un rato, me imaginaba en la piel de Sofía o de Elisa. Ellas estaban contentas y yo también.

Cuando nos avisaron de que tía Ricarda estaba muy grave, yo llevaba tiempo sin haberla visitado. Los años me habían alejado de aquel paraíso infantil. De vez en cuando, las llamaba. Durante los últimos años, sus voces me llegaban debilitadas a través del hilo telefónico. Aun así, podía distinguirlas sin dificultad. Siempre me decían lo mismo. Me preguntaban cuándo iría al pueblo, cómo estaban mis madres, si me había comprometido. Les respondía con evasivas y ni se daban cuenta. El tiempo prácticamente había anulado su capacidad de discernimiento. Aquel día, la abuela Margarita esperaba que volviese de clase para darme la noticia. Reaccioné con sorpresa:

– ¿Muy enferma?

– Sí, parece que es grave.

– Pero aún no se ha muerto.

– Tendríamos que ir.

– Cuéntame qué le ocurre.

– Ya sabes que apenas sale de casa. Tiene dificultades para andar, pero se empeñó en ir hasta la ermita del pueblo.

– ¿A la ermita? Llevaría años sin ir.

– Le invadió la añoranza de repente. No hablaba de otra cosa.

– ¿Quién la acompañó?

– Una vecina que la conoce de toda la vida. Debió de insistir tanto que la mujer quiso cumplir su deseo. Cuenta que fue un calvario bajarla del coche. Cuando consiguió sentarla en un banco, cerca de la iglesia, empezó a llover.

– ¿A llover?

– Nada, cuatro gotas. Una llovizna que la asustó de veras.

– La lluvia la puso enferma.

– El médico ha diagnosticado pulmonía. Dice que no vivirá mucho.

– Lo siento mucho, de verdad. Últimamente se sentiría abandonada. No la he llamado apenas.

– Perdía la cabeza. ¿Cómo iba a imaginárselo?

– Sí, claro.

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