María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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Una ola de calidez y de vértigo me invadió. Sentía el cuerpo despierto, a punto de capturar la explosión de gozo. Me concentré en ello, como me había concentrado antes en los labios. Círculos de aquel pequeño fuego se dibujaban en mi piel. Ramón se movía dentro de mí con la habilidad del buzo que nada en el mar. Eran movimientos rítmicos, acompasados. El placer me invadió de pronto y fue creciendo, hasta que toda yo era placer. Él también vino conmigo: fuimos la espuma y la ola que rompen en el arrecife. Volvió a besarme. Había una ternura extraña, en aquel beso. Yo me sentía como si hubiera tocado el cielo con un dedo; él parecía haber recuperado un paraíso perdido.

A partir de aquella noche, le seguí visitando durante muchas otras noches. No se convirtió en una costumbre, sino en una necesidad. Me urgía recorrer la distancia de jardín que nos separaba. Esperaba con afán que pasasen las horas, que llegara la noche. A la hora de cenar, la abuela Margarita me notaba distraída. Se daba cuenta de que tenía el pensamiento en otra parte. Veía el aire de ausencia que había en mi rostro, cada vez que me hacía una pregunta o un comentario. Me costaba centrarme en lo que decía, escucharla. Advertiría un cambio en mi actitud. Se extrañaba cuando me veía llegar cargada de bolsas, porque había decidido renovar el vestuario. Yo nunca había sido una persona muy preocupada por la ropa. De repente, empecé a comprarme vestidos seductores. Llenaba la habitación de faldas vaporosas, de blusas de tejidos delicados, de zapatos de tacón. En una visita a la peluquería, me ricé el pelo. Lo llevaba recogido bajo la nuca, con unos mechones sueltos, rizos que se escapaban a su aire. Me maquillaba poco, pero me gustaba perfilarme la línea de los ojos, el contorno de los labios. No abandoné los estudios, aunque los llevaba con una desidia que no era propia de mi carácter. A medida que Ramón tomaba protagonismo, todo el resto quedaba reducido a casi nada.

Pasaron las semanas. Eran tiempos de impaciencia. Nohabía espacios para otras historias: sólo aquel hombre abrazándome, al caer la tarde. Los compañeros de la facultad, los amigos de siempre, se convirtieron en presencias diminutas que no me alteraban en absoluto. Era como si no existiesen. Podía pasar muchos días sin apenas hablar con ellos. Fui espaciando, sin darme cuenta, las llamadas, los encuentros. Una enorme pereza me ganaba por entero, cada vez que debía encontrarme con alguien. Me inventaba excusas en el último segundo. Les decía que tenía trabajo, que tenía que hacer un encargo, que me sentía mal. Insistieron en muchas ocasiones, pero yo siempre tenía alguna justificación a punto. Aprendí a modular la voz para hacer más creíbles mis palabras. Dejaron de llamarme. Ya no me invitaban a las juergas que montaban, lo que para mí suponía un descanso. Por fin, no debía continuar inventando mentiras. Podía respirar tranquila, refugiarme en mi casa, y esperar a que oscureciera.

Una noche, mientras cenábamos, la abuela me habló de aquellos cambios:

– Te veo la mirada perdida, Carlota. Tengo la sensación de que estás ausente.

– Mi vida ha cambiado. Será una cuestión de prioridades, pero las cosas que antes me importaban ahora son insignificantes.

– Cuando esto sucede es porque otra cosa ocupa su lugar.

– Será lo que tú dices. -Me costaba dar explicaciones sobre el estado de confusión mental en el que vivía.

– Anoche te vi salir al jardín.

– A veces, no me puedo dormir y salgo a dar una vuelta. El jardín es un buen lugar.

– Ibas vestida de fiesta. Caminabas de prisa, inquieta.

– No lo recuerdo, abuela.

– Me pareció que ibas a una cita.

– ¿A una cita? No seas ridicula. ¿Con quién iba a encontrarme, de noche?

– He pensado en ello. Llevo muchas noches pensando en ello.

– No me alegra estorbarte el sueño con manías extrañas. Ya te he dicho que me gusta dar una vuelta, antes de ir a la cama.

– Vas a ver a Ramón, el jardinero -lo dijo sin alzar mucho la voz, con su misma actitud de siempre.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tú me lo has dicho. Es sencillo leer en tus ojos, Carlota.

– Somos amigos. Me invita a tomar café, hablamos de libros y de música. Tú misma me dijiste que era una persona que merecía la pena.

– Te he visto volver de madrugada.

– ¿Me espías?

– No. Ya sé que no tengo ningún derecho. Quizá no debería haberte hablado de ello.

– Seguramente. Me extraña de ti, que eres la discreción personificada.

– Estoy preocupada.

– No hay motivos de preocupación. Tranquilízate.

– Sigues el camino de tu madre. Elisa hacía lo mismo que tú.

– ¿Cómo lo sabes? -salté-. ¿Por qué no me lo quisiste contar?

– No quería crearte preocupaciones inútiles sobre el pasado. Pienso que no vale la pena removerlo. Pero ahora…

– Ahora pretendes avisarme. No hace falta.

No sé si era necesario. La verdad es que aparqué aquella información en un rincón de mi cerebro. Procuraba actuar como si no la tuviese, como si me hubiera olvidado por completo, convencida de que el tiempo la iría pulverizando. Creía que los días la empequeñecerían, hasta que no quedase ni una sombra. Pero no sucedió como lo había previsto: todo se complicó aún más. Sin quererlo, pensaba en ello. Volvía a preguntarme qué relación había tenido mi madre con Ramón. Me asaltaban las dudas antes de verlo y después de estar con él. Los encuentros eran paréntesis que conseguían alejar las incógnitas. Su personalidad adquiría fuerza suficiente para hacer desaparecer cualquier pensamiento. Cuando él estaba, no me importaba nada.

Era un hombre callado, que imponía el silencio como una consigna. A su lado, las palabras sobraban. Cuando se iba, todo volvía a ocupar su sitio. Entonces surgían los interrogantes. Durante semanas, fui incapaz de formularle preguntas relacionadas con el pasado. Él aprendió a llamarme Carlota y me gustaba oír mi nombre en sus labios. Sin embargo, descubrí que procuraba no pronunciarlo. Lo eludía de la misma manera que se evita una realidad molesta. Intuía que habría preferido llamarme Elisa, pero nunca lo acepté. Conscientemente, quería liberarme de una confusión de identidades. Le conté que la noche de nuestro encuentro vivió un espejismo, que debíamos olvidarlo y poner las cosas en su sitio. En otro nivel, que me costaba dominar y admitir, inicié un proceso de aproximación a mi madre. Me sorprendía ante el espejo, insistiendo en acentuar nuestro parecido. Además de peinarme como ella, procuraba vestirme imitando su estilo. Buscaba los colores que ella habría escogido, las telas que le gustaron. Nunca lo habría reconocido, pero vivía dividida entre la realidad y una extraña ficción.

La realidad eran sus brazos, recorriéndome entera. Era el beso que me hacía creer que el mundo gira y da vueltas. Era el movimiento de Ramón al abrirme la puerta de su casa. Su mirada tranquila, su sonrisa, sus pasos, que intuía antes de verlo. Era contar las horas que duraba la ausencia, imaginarlo en el jardín, entre los árboles y las flores. La ficción era el silencio que nos tocaba protagonizar, las suposiciones que se ocultan, las dudas que no se dicen. Era simular que las cosas habían sucedido de otra forma, que nadie se interponía entre nosotros, que los fantasmas dormían. Los fantasmas tienen horas de reposo y horas de vida. Saben invadir los espacios que fueron suyos, los cuerpos que aprendieron a amar, las existencias que vivieron.

XXIV

Se puede vivir entre el cielo y el infierno. Yo malvivía en una marea de dudas. Fueron tiempos extraños, que recuerdo con el corazón encogido, ya que toda mi vida giraba en torno a una persona. De la concentración en una historia única, pasaba a dudar de todo. De la felicidad que dura un instante, iba a la tristeza. Había descubierto que Ramón me hacía feliz. Momentáneamente feliz. Era feliz cuando tocaba su piel, cuando me abrazaba, cuando escuchaba su voz. Las primeras noches, habría querido imaginar que se puede recortar el tiempo: el tiempo como un rompecabezas enorme que está formado por muchas piezas. Cada una de las piezas encaja con las otras. Se produce una sincronía absoluta. Tenemos que procurar que no se pierda alguna, porque podría desaparecer un trozo de cielo o la forma de las nubes. No existen figuras extrañas, que estorben al conjunto de un paisaje perfecto. Me esforzaba por creerlo, pero sabía que no era cierto. Mi historia estaba incompleta. El pasado de aquella casa tenía demasiadas sombras.

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