María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Las Mujeres Que Hay En Mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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Fui a la cocina. Había envuelto todo mi cuerpo con la manta. Había hecho un nudo sobre mi pecho para que me quedaran los brazos libres. En una bandeja, había manzanas rojas de piel gruesa. Eran brillantes, tersas, jugosas. Me senté en una silla de cuerda trenzada y cogí una. No me fue difícil encontrar un cuchillo. No era muy grande, pero tenía la punta afilada. Sin prisa, empecé a pelar la fruta. La piel formaba una espiral que iba cayendo al suelo. Me entretuve en ello porque me gustaba ver surgir la pulpa. Me di cuenta de que me mojaba las manos. La corté a trozos y me los comí. La manzana tenía un olor cálido. Pensé que era mejor el aroma que el sabor. Son cosas que ocurren. El aroma de aquella fruta creaba unas expectativas que después no se cumplían. Tenía un gusto insípido y yo eché de menos mi vida insípida de antes, cuando los buenos olores quedaban para la región de los sueños. A través de la ventana, un pequeño rayo de sol iluminaba el cuchillo que había dejado encima de la mesa. Brillaba como si fuese de plata. Me fijé: era sencillo usarlo y cortaba mucho. Había tenido que ir con cuidado para no herirme, mientras lo usaba. No podía apartar mis ojos de él. Poco a poco, pasé mis dedos por la lámina de acero. La luz de la mañana me iluminaba. Era un objeto bello. Tenía la dignidad de las perfecciones minúsculas. Entonces, pensé que me habría gustado ver a Ramón muerto.

XXV

Vinieron días llenos de confusión. Yo no era la mujer joven, que tiene la vida repleta de proyectos que llevar a cabo. Me había convertido en un ser desvalido que miraba al mundo con una sensación de fraude. Tenía la certeza de que me habían cambiado la historia. El pasado, que habría tenido que ser diferente, había sido un relato de pérdidas. Las personas que habían ocupado un lugar importante no estaban. Algunas tomaron la forma de fantasmas que me ayudaban a vivir. Eran mi abuela y mi madre, presentes en aquellos retratos. Habría querido no saber nada más. Vivir ignorante de los hechos que se encadenaron para que Elisa desapareciese en un abismo. A veces, la vida dibuja círculos poco creíbles. Nos cuesta aceptarlos con la mente, pero el corazón nos los dicta. Cada palabra sirve para recordarnos que nada fue como habríamos deseado.

Aquella mañana viví una sensación de incendio. Era casi mediodía, cuando abandoné la casa de piedra. Antes, me vestí con cierta prisa. Tenía ganas de huir de aquellas paredes, de irme afuera. No quería encontrarme con Ramón, cuando decidiese volver. En el suelo, quedaron las pieles de manzana y la manta. En el aire, los restos de los momentos que habíamos querido retener, aunque no supimos. Volví a recorrer el camino hacia casa. A la luz desvergonzada de la mañana, las cosas parecían diferentes. Me encontré con algunas personas que me observaban con expresión de sorpresa. No entendía su perplejidad ni me paré a pensar en ello. Les resultaría extraña mi presencia a aquellas horas. Tal vez la expresión de mi rostro se les hacía difícil de entender. Quizá habían oído historias sobre mí que los llevaban a observarme con atención. No me importaba. Me ganaba la prisa por llegar.

Subí a mi habitación. Delante del armario, dudé. Miraba su interior con sorpresa. Colgaban los vestidos, uno junto al otro. Algunos aún llevaban las etiquetas de la tienda donde los había comprado. Di un vistazo, un rápido recorrido que sólo me sirvió para constatar lo que intuía: eran disfraces. Había comprado aquella ropa para parecerme a Elisa. Quería parecerme a ella para gustar a Ramón. La verdad era así de sencilla, pero me hacía sentir muy poca cosa. ¿Cómo había sido capaz de transformarme de aquella manera? Había perdido el tiempo tras un hombre que también supo disfrazarse. Me escondió una verdad que no era capaz de reconocer. Llené algunas bolsas con la ropa del armario. La doblaba con cuidado y la colocaba en un montón. Me desprendía de ella con una impresión de ligereza, como si me quitase de encima un peso inmenso. Volví a dejar los vestidos de antes. Las piezas que formaban parte de la vida de una Carlota casi olvidada.

Me miré en el espejo. Llevaba el pelo rizado. No era el peinado de siempre, cuando la cabellera me caía en cascada por encima de los hombros. Olas suaves que desaparecían si movía la cabeza. Aquello también formaba parte de la metamorfosis. Lo llevaba recogido atrás, como ella en el cuadro. Se escapaban algunos mechones que significaron su revuelta, pero no la mía. Había vivido una situación extraña: me había adentrado en ella sin quererlo, cuando lo que deseaba era complacer a un hombre. Pasé un cepillo que alisaba los rizos y les devolvía un aspecto similar al que tuvieron. A medida que iba cumpliendo los pasos que me alejaban de la imagen de Elisa y me hacían recobrar la mía, respiraba más tranquila. Me sentía como si aprendiese a recuperarme. Volvía a recobrar el aspecto que me permitía reconocerme delante de un espejo, pero yo ya no era la misma. Había vivido un proceso irreversible que me costaba aceptar. Las dudas aún estaban ahí, aunque las prefería a la certeza que había empezado a intuir.

Pasaron tres días con sus noches. Transcurrieron el uno tras el otro, en una carrera silenciosa. Todo se volvía lento. Cada minuto tenía una forma propia. Me encerré en mi habitación. Era la misma que ocupó Sofía, con la cama de dosel y la cómoda antigua. El armario tenía un espejo. La abuela Margarita no entendía nada de lo que me sucedía. Se sentaba en la cama y me preguntaba si estaba enferma, si estaba triste. Yo no sabía qué debía responderle, ya que todo era cierto y todo era mentira. Era incierto el mundo y eran inciertas sus historias. Al fin, me atreví a preguntarle:

– ¿Te acuerdas de la muerte de mi madre?

– Claro. Entonces yo sólo era una vecina. Apenas conocía a tu abuelo, pero me enteré de la noticia.

– La gente hablaría de ello.

– Sí. Cuando alguien muere muy joven, la gente habla. No se puede evitar.

– ¿Qué decían?

– Déjalo estar, querida; contaban mil historias. Nunca creí ninguna.

– ¿Qué historias? ¿Alguien dijo que no fue un accidente?

– Sí. Hubo quien dijo que murió en circunstancias extrañas.

– ¿Un asesinato?

– No exactamente. La verdad es que me cuesta recordarlo. No pienses en ello. Han pasado tantos años.

– Los años no deberían borrar la memoria.

– A veces los recuerdos son materia inútil. Sólo sirven para hacer daño. ¿Para qué nos vamos a recrear en ellos?

– ¿Los recuerdos, dices? Me gustaría tenerlos. Sólo conozco su rostro en un cuadro. ¿Quién tiene la culpa? ¿Me lo puedes decir?

– No hay culpables. Carlota, descansa. Tienes una vida espléndida por delante. No quieras perder el tiempo en quimeras absurdas.

– Vete, abuela. Tengo sueño.

No era verdad. No dormí en aquellos tres días. Por las noches, miraba a la oscuridad y me quedaba muy quieta. Nada interrumpía el silencio. Ni mi respiración callada, ni las voces de la memoria. Procuraba mantener los ojos bien abiertos, para que los fantasmas no pasaran de largo, si se decidían a visitarme. Estaba dispuesta a hacer muchas preguntas, cuando tuviese la ocasión. Mientras tanto, contaba los segundos y me ponía triste.

El cuarto día, Ramón vino a visitarme. Le vi llegar desde la ventana de mi habitación. Era media mañana y llevaba un rato dedicándome a contemplar el paseo. Tras los cristales cerrados, observaba los árboles. Recibían una luz amarillenta que brillaba en las hojas casi doradas. Me entretenía mirando cómo filtraban la luz. Había ramas muy altas. Algunas llegaban hasta los cristales. Mi imagen debió de recortarse en el marco, porque él alzó la cabeza y se quedó quieto. Desde aquella altura podía distinguir la palidez de sus facciones. Reprimí el gesto que, en un movimiento instintivo, iba a hacer con la mano para saludarle. Preferí esperarle inmóvil, también. Durante unos segundos, me pareció otro hombre. Quizá yo estaba demasiado alterada para captar lo que sucedía, pero tenía una mirada extraña. Era como si no me reconociera. La sensación de incredulidad no le duró demasiado. Movió la cabeza y regresó de algún lugar extraño en el que se había perdido. Mientras me daba cuenta del proceso de transformación que experimentaba su rostro, pensé que realmente le conocía muy poco.

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