María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Las Mujeres Que Hay En Mí: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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La carta me llenó de curiosidad. La releí muchas veces y habría formulado muchas preguntas al hombre que la había escrito. Le habría pedido que me contara historias sobre la India, que me hablase de la gente que había conocido, del olor de la tierra y del aire. Cuando yo la encontré, habían pasado muchos años desde que fue enviada a Mallorca. El papel estaba amarillento y había polvo entre las hojas. En alguna hoja, el tiempo y la humedad causaron estragos. Aparecían círculos oscuros que dificultaban su lectura. El papel se rompía por los bordes, lo que aumentaba la impresión de fragilicad. Hacía muchos años que el jardinero había retornado de su viaje y vivía en una casa de piedra en el fondo del jardín. No le veía mucho. Estaba demasiado concentrada en los amigos, las clases, mi mundo. Además, era un hombre solitario. No se relacionaba con la gente. Hacía su trabajo con una pulcritud y una dedicación absolutas, ofreciendo lo mejor que poseía, la sabiduría y la experiencia de los años, pero no tenía un carácter abierto.

No fue sólo la carta También él empezó a inspirarme curiosidad. Sin darme cuenta, le convertí en el centro de mi atención. Primero le observé durante mucho tiempo. Esto sucedió cuando el abuelo aún vivía y podía hacerle preguntas. Me decía que trabajaba en la casa desde que era un adolescente y que, a pesar de la proximidad que dan los años, apenas le conocía. Lo definía como un hombre correcto y respetuoso, eficiente en el trabajo, que dedicaba muchas horas a la lectura y que había ido reuniendo una buena biblioteca. Lo sabía porque era la única cosa que explicaba con orgullo. Incluso un día había tenido el gesto, impensable en otras circunstancias, de mostrarle su tesoro de libros. El abuelo me contó que, a pesar de su carácter arisco, siempre le había parecido de una peculiar sensibilidad. Nunca había tenida problemas con las personas que le rodeaban. Sabía rehurlos con suficiente habilidad para no ofender a nadie. Si le pedían un favor, respondía de una manera afable. Si podía resolver un problema, lo hacía generosamente. Desde la distancia que él mismo imponía, la gente le respetaba.

Le observé. Había activado la capacidad de imaginar vidas, de recomponer historias. Durante años había dispuesto de un material de primera mano al que apenas dediqué atención. No lo podía dejar pasar de largo. Ramón se acercaría a los sesenta. Era alto y tenía el cuerpo musculoso de los que han realizado un trabajo físico. El pelo le blanqueaba y se le marcaban las facciones. En las manos llevaba dibujado el jardín. Eran las manos rudas de quien había vivido en contacto con la tierra, trabajando las semillas y haciéndolas crecer. A la vez, tenía los dedos delgados y largos, acostumbrados a volver las páginas de un libro. Llevaba ropa amplia, camisas de cuadros pequeños, pantalones de pana, zapatos de suela gruesa. No andaba muy de prisa. Me imaginé que aquella lentitud la había aprendido de sus años en la India. Cuando hablaba con alguien, movía las manos. Los gestos mesurados acompañaban la oscilación de las palabras. Me di cuenta de ello, mientras le observaba de lejos. A veces, sus manos dibujaban pequeños gestos. Era como si quisieran explicar la pequenez del mundo. En otras ocasiones, trazaban movimientos amplios. Entonces yo pensaba que intentaban medir la inmensidad. Me acostumbré a seguir sus pasos, sin que él se diera cuenta. No quería interponerme en su vida, sólo contemplarla desde fuera.

Me habría gustado que me contase la historia de la casa. Él tenía que conocerla muy bien, después de haber vivido en ella tantos años. Habría conocido a mi abuela y a mi madre. Quizá no tuvo mucha relación con ellas, teniendo en cuenta que era un hombre poco comunicativo. Tal vez aún se acordaba, y me podría hablar de ellas. Me conformaba con bien poco. Me bastaban los recuerdos que los demás quisieran compartir conmigo. Como no las había conocido, descubrir un matiz nuevo me parecía un gran hallazgo. No me atreví a pedirle que hablase de ellas. Durante meses no tuvimos conversación alguna. Él iba a su aire; yo le observaba de lejos. Era una relación extraña, porque sólo existía en mí, pero no me molestaba que fuese así. Me acostumbré a parcelar mi vida: tenía mi mundo fuera de la casa, los compañeros de clase, las horas en la biblioteca o en un bar, las amigas de siempre. Tenía también aquella existencia recluida en una casa y un jardín, con aquel hombre que actuaba como si yo no estuviese. Cada una de las dos partes en las que se dividía mi existencia era atractiva. Poco a poco, sin embargo, la segunda fue ganando terreno a la primera. No lo podía evitar, ya que no se trataba de una cuestión de voluntad. La curiosidad iba creciendo, a medida que pasaban las semanas. No tenía nada que ver con el cotilleo, ni había sombra de mala fe, sino muchas ganas de conocerle. La carta había constituido un revulsivo que él mismo hizo crecer, sin darse cuenta.

Me fijé en que, cuando andaba, inclinaba un poco los hombros. Agachaba mucho la cabeza, pero con el gesto de mirar al suelo. No era una actitud de modestia ni de falsa humildad. Lo interpreté como un cierto desinterés por las cosas que sucedían a su alrededor. Iba a su aire, concentrado en lo que tenía que hacer, alejado del mundo. Su actitud ausente me fascinaba. No veía en ello simplemente el reflejo de un carácter distraído, sino una historia que se escondía detrás. La gente a la que había conocido no se abstraía del exterior de una forma tan absoluta. Era necesario el contacto con la realidad, la percepción de lo que sucedía cerca. Él prescindía del entorno con una aparente indiferencia. No había grietas en su coraza. Estaba forjada de una sola pieza, sin puntos débiles por donde aproximarse. Un día hablé de ello con la abuela Margarita. Pensé que tenía que medir bien mis palabras, para que no se sorprendiese si me refería a él. Pero aquella mujer no se sorprendía de nada. Le dije:

– ¿Qué te parece nuestro jardinero? Es un personaje muy curioso.

– Tiene toda mi confianza y ya tenía la de tu abuelo. Es un hombre como Dios manda.

– Apenas sabemos algo de él. A veces, me da un poco de miedo su aspecto.

– ¿Su aspecto? No sé por qué.

– No es, que digamos, un jardinero convencional…

– Eso no -se rió-. Si vieras la biblioteca que ha ido reuniendo con los años, te quedarías boquiabierta. Me lo contó tu abuelo, que la conocía. Sé que vivió algunos años en la India y que después decidió volver.

– Pues no sabes mucho. El abuelo ya me lo contó. ¿Sabes si conoció a mi madre?

– Naturalmente. Es lo suficiente mayor para haberla conocido. Creo que eran amigos. Además, también debió de conocer a tu abuela. Él sería un jovencito, cuando ella vino a vivir a esta casa.

– ¿Amigo de mi madre? ¿A qué te refieres?

– A nada en concreto. No sé los detalles, ya que tu abuelo nunca quiso hablar de ello. Creo que se conocían. En todo caso, debían de tener una buena relación.

– ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Él estaba a su lado, cuando murió.

– ¿En el faro de Formentor?

– Sí.

Me quedé muda. Aquella conversación sólo sirvió para avivar mi curiosidad. Había oído hablar de la muerte de mi madre. Era un relato duro y terrible, que me había llegado en versiones diferentes, según el narrador que lo contara. Sabía que había ido a Formentor con un grupo de amigos. Me dijeron que había una gran tormenta y que se la llevó el viento. Cayó por los acantilados. Ignoraba que Ramón estuviera allí. Nunca conseguí saber sus identidades. Tampoco me había interesado en exceso. Consideraba que era un detalle anecdótico. Ahora ya no me lo parecía. Cuando conseguí rehacerme de la sorpresa, insistí:

– ¿Cómo podía estar presente Ramón?, no lo entiendo.

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