El papel estaba amarillento por el tiempo transcurrido y tenía huellas. Alguien lo había leído con atención, antes de olvidarse de él. Me pregunté qué itinerario habría seguido hasta llegar al desván. Seguramente una ruta de bolsillos y cajones. Desde el momento en que fue leído por su destinatario hasta el momento en que yo recorrí sus palabras con avidez, había pasado mucho tiempo. Me esforcé en calcular los años transcurridos desde que un correo lo trajo a casa. Fue escrito mucho antes de que yo naciera, antes también de que mi madre fuese una mujer. Elisa tendría cinco o seis años, cuando aquel papel se incorporó a su historia. Sería una niña que observaba la vida con los ojos bien abiertos, en una casa demasiado silenciosa. Habían pasado años, por lo tanto, desde la muerte de Sofía. Cuando la carta atravesó tierras y mares, volaban las primaveras medio adormecidas, los veranos soñolientos como lagartijas, los otoños y los inviernos demasiado tristes. Todo perdió intensidad en aquella casa, después de la muerte de mi abuela, como si la vida oscureciera.
Me apresuré en buscar información sobre Jaisalmer, pero no era sencillo. Se trataba de un lugar lejano, de callejuelas estrechas, laberínticas. Sorprendía a los viajantes la visión plácida de un lago rodeado de templos y minaretes de piedra del siglo xIv. «Esto debe de ser la placidez, la sensación de perderse: cuerpo, pensamientos inútiles, emociones excesivas se diluyen. Todo se vuelve más dulce.» Acunada por las líneas escritas, me imaginé una ciudad salida de un cuento. En las calles, estallaría la vida. Había niños que bailaban al sonido de un tamborino que tocaban otros niños. Los havelis, las casas de los antiguos mercaderes ricos, con sus magníficos artesonados, eran de una gran belleza. Muchachas con la cabellera hasta la cintura como bellísimas Sherezades rescatadas de la oscuridad. Niñas con el rostro lleno de moscas.
En el desván, había un caballo de madera que había sido de mi madre. Yo lo heredé como si fuera un trasto que vale la pena salvar de la destrucción. Llevaba una silla y las riendas de color verde. Me recordaban a las hojas de los árboles. Me gustaba cabalgar en él cuando era una cría, inventarme prados imposibles. Entonces ya tenía una imaginación que parecía espuma: se desbordaba, si tenía ocasión. Mi pensamiento crecía, adoptaba formas diversas, se concretaba un instante en la figura de una nube fugaz, volvía a despegar y después se dispersaba, hecho de burbujas. Cuando cabalgaba el caballo que fue de Elisa me sentía muy cerca de ella. Me imaginaba que mi madre estaba a mi lado, otra vez. Conservaba de ella una memoria muy vaga que, muy pronto, fue sustituida por la presencia del retrato. Pensaba que quizá era un caballo volador. Tenía que sujetar las riendas con las manos, mientras cerraba los ojos. Entonces la tierra despegaba, el mundo se volvía del revés y yo recorría las profundidades, cielo y tierra se besaban.
Leer la carta fue como cabalgar mi caballo de madera. Todo lo que tenía cerca, que era concreto y alcanzable, se trastocó. Me pregunté quién era el personaje que la había escrito. Un hombre capaz de vivir durante un largo período en la India, de recorrer sus rincones con la mirada inquieta. Un hombre que quiso volver, después, a los lugares conocidos. Instalarse de nuevo, y hacer tabla rasa del pasado. No sé si lo trajo consigo, aquel pasado que guardaba como un tesoro, oculto a los ojos de los demás. Quizá dejó que las imágenes perdiesen brillo, permitió que se pulverizaran por los laberintos de Jaisalmer, mientras se alejaba. Hay imágenes a las que nos cuesta dejar partir. Forman parte de nuestra vida y querríamos que tuvieran siempre la misma tonalidad. Nos abrazamos a ellas cuando ya se van. Descubrir que tocamos la nada produce una sensación de desamparo. Durante mucho tiempo habíamos creído en ellas. Tuvimos la fe que muchas personas ponen en una estampa, un devocionario, un hijo, o un proyecto. Era una parte de nuestra vida que nos hacía felices. Nos acompañaban todas las mañanas, cuando abríamos los ojos. Estaban ahí todas las noches, al irnos a la cama. Cuando la imagen empezó a difuminarse, comprendimos que habíamos querido un bien que sólo existía en nuestro pensamiento.
Mi caballo de la infancia tenía la cabeza hecha añicos. Era de madera. Tenía la pupila pintada de oscuro en un fondo blanco. Los labios medio se abrían en una sonrisa que mostraba los dientes. La humedad, el tiempo y la carcoma se fueron comiendo la cabeza del caballo, hasta que se convirtió en un pegujón difícil de reconocer. Un día, puse un dedo encima del ojo izquierdo del caballo. El dedo se hundió en la humedad, mientras gotas de sudor me llenaban la frente. Me puse a llorar. Esto era mucho antes de encontrar la carta que hablaba de retornos.
Me habría gustado que hubiera otras niñas con quienes compartir mis fantasías. La Casa de Albarca, sin embargo, era un mundo de adultos. Desde que el abuelo se casó con la abuela Margarita, no venía mucha gente a visitarnos. Ella no tenía familia y ambos preferían una vida tranquila, lejos de los cataclismos del mundo. Tuve que abrazarme a los fantasmas de mis madres con mucha fuerza. Me acompañaban, cuando no tenía a nadie más. Me sentaba en un taburete, en mi habitación, y las contemplaba. Me preguntaba si, de mayor, me parecería a ellas. Imaginaba sus historias y me decía a mí misma que habían sido mujeres felices, durante un espacio de tiempo muy breve. La abuela Sofía, casada muy pronto, muerta pocos años después. Mi madre, Elisa, que no había tenido marido, pero sí una hija que debió de ser la vergüenza de la familia: yo misma.
Me llamo Carlota y tengo una peca en la mejilla izquierda. Cuando era una niña, la peca era rosada y pequeña. Con los años, la peca se fue convirtiendo en un círculo que el sol tostó. A mi abuelo le gustaba acariciarla. Se entretenía en recorrer su forma, mientras me decía que era un regalo del cielo. Al verlo, protestaba siempre:
– Abuelo, no me gusta tener pecas.
– Sólo tienes una, pequeña, y no debes quejarte nunca.
– ¿Por qué?
– Tu madre también tenía una peca en la mejilla. Cuando se reía, se le formaba un hoyuelo y casi desaparecía. Parecía magia. Si estaba sería, volvía a aparecer en su piel.
– No me importa, si ella tenía una.
– Tu abuela, que se llamaba Sofía, también tenía una peca en la mejilla. Yo se la besaba todas las noches, antes de dormirnos. Decía que le hacía cosquillas.
– Pues la abuela Margarita no tiene ninguna. -Reconozco que había un punto malévolo en mis palabras aparentemente inocentes.
– No. -Se hacía una pausa-. La abuela Margarita tiene la piel muy blanca.
– Pobre, ¿no? Tendremos que pintarle una peca.
– ¿Cómo?
– Digo que se la deberíamos pintar en la nuca. Así, al menos se parecerá un poco a nosotras.
– Calla, criatura.
Llevo el pelo largo, me cubre el inicio de los hombros. Es color castaño, melaza en las puntas. Tiene el tono de algunas de las confituras que la abuela Sofía preparaba en la cocina de casa. Guardan los tarros uno junto al otro, vacíos y alineados, por orden del abuelo. Aún conservan las etiquetas que ella ponía, cada una con el nombre de la fruta correspondiente. Llegó a preparar mermelada de higo, de sandía, de naranjas amargas. Metía un kilo de fruta y azúcar. Al fuego, la mezcla adquiría una consistencia gelatinosa que recordaba néctares celestiales. El aire se llenaba de un olor dulce que se esparcía por todas partes.
Tengo unos ojos demasiado grandes, que parece que tengan que comerse el mundo; la nariz y la boca, un punto exageradas. Mis rasgos son herencia de dos mujeres, en esta casa en donde aún se percibe su presencia, después detantos años. Soy alta, pero quizá delgada en exceso. Esto es lo que opina el abuelo, de la suma de desproporciones que me configura. Como curiosa contrapartida a este desorden, tengo un carácter hecho, en apariencia, de mesura y contención. Siempre me he esforzado en contener la curiosidad inmensa que siento por las cosas, estas ganas de saber, de descubrir los secretos de los demás. Estoy convencida de que todo el mundo guarda algún secreto. Los secretos son como partes de la vida que nunca se explican, pero que flotan alrededor nuestro. Son criaturas voladoras que no descansan nunca, y que nos impiden encontrar el reposo. Me gustaría guardar en una caja de madera todos los secretos que pululan por la casa. Están los del abuelo, este hombre de pocas palabras con quien me gustaría mantener más conversaciones. Cada una me da una pista sobre su vida solitaria. ¿Qué secretos puede ocultar, en cambio, una criatura tan transparente como la abuela Margarita, que incluso tiene la respiración suave para no molestar a los que viven a su lado? Pues también oculta alguno. Estoy segura de ello. Como es una figurita pequeña, a veces casi alada, me despista. Su apariencia insignificante llama poco la atención sobre su ir y venir. A pesar de ello, sé que sabe mucho más de lo que nos cuenta. Tiene una existencia de días repetidos, hechos de acciones conocidas, donde no hay espacio para la sorpresa. A la vez, su pensamiento debe de estar lleno de preguntas sin respuesta que procura evitar, aunque estén presentes.
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