Fernando Schwartz - La Venganza

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En los albores de la transición democrática, Borja, un prestigioso abogado madrileño, abandona su bufete londinense para instalarse en el pueblo mallorquín donde pasó los veranos de su infancia y su juventud. En los salones de la acomodada burguesía isleña, el viejo círculo de amigos que aún conserva fingirá sorpresa al encontrarse con él de nuevo, por más que sepa de su regreso por la prensa. El reencuentro de Borja con sus viejos compañeros (Jaume, Biel, Marga…) y con su hermano Javier revivirá viejas rivalidades y conflictos, lo que acaba poniendo de manifiesto la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido. Es cierto que Borja busca la paz después de su fracaso matrimonial, pero también lo es que él aguarda, desde su retiro mallorquín, el ofrecimiento de un alto cargo político en el nuevo gobierno de Adolfo Suárez. Sin embargo, el amor trastrocará los planes de Borja y el rescoldo de un antiguo romance arraigado en lo más profundo de su pasado lo llevará a pasar revista a su vida y lo abocará a un final tan revelador como sorprendente.

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Vinieron todos juntos, con Marga y Juan a la cabeza. Marga se había puesto un vestido de algodón blanco muy casto y unas alpargatas nuevas en los pies. Luego, las Castañas y Andresito, Alicia, Carmen, Biel y Jaume, que traía las manos en los bolsillos y su aire desprendido e irónico de costumbre. El último era Domingo, que venía ensimismado, deteniéndose de cuando en cuando para recoger algo del suelo o del borde del camino; algunas cosas las miraba con detenimiento para luego dejarlas caer y otras las rechazaba sin más; siempre parecía estar comprobando la calidad de la tierra o la textura de las olivas o la abundancia y el color de los saltamontes. Yo qué sé.

– Hola -dijo Juan, y todos nos quedamos inmóviles, patosos, sin saber qué hacer o qué se esperaba de nosotros.

– Hola, chicos -dijo mi madre-. Me gusta mucho que estéis aquí… Huy, Elena, cómo has crecido. Lucía, estás guapísima. Hola, Biel, casi no os reconozco -añadió dando besos a las niñas. Se detuvo frente a Marga-. Hola, Marga, estás preciosa. ¿Ya controlas a toda esta pandilla? ¡Estás tan mayor! Ya has cumplido ¿dieciséis?, ¿diecisiete?

– Dieciséis -dijo Marga en voz baja desviando la vista-. Pero cumplo años dentro de poco…

– ¿Ah sí? Como Borja entonces. ¿Tú cuándo los cumples?

– El cuatro de agosto.

– ¡Claro, no me acordaba! ¡Si sois casi gemelos! Borja los cumple el diez…

Enrojecí violentamente y Sonia me miró sonriendo con aire de absoluta felicidad. La fulminé con la mirada, pero sin que diera tiempo a más sonó la voz bien timbrada de don Pedro, que de pronto había aparecido en el ventanal que desde el salón franqueaba la salida al porche:

– ¡Bueno, bueno! Cuánta gente menuda. Veo a mucho frescales por aquí.

Hubiera matado a mi madre por la encerrona, pero me limité a murmurar con la boca ladeada hacia Juan «jo, qué mierda».

– ¿Eh, doña Teresa? -dijo don Pedro dirigiéndose a mi madre-. Mucha gente menuda con cara de frescales, ¿verdad? -Dio dos pasos para acercarse a nosotros, a Juan y a mí, que éramos los que nos habíamos colocado de este lado de la mesa. Me puso la mano sobre el hombro y pensé dar un paso hacia atrás para librarme, pero me lo impidió con un leve apretón de los dedos-. ¡Ah! El jefe de la banda. -Miró a Juan-. Y su acólito y lugarteniente. Los golfillos de la costa norte. -Sonreía-. Y eso que ya vais creciendo y que las señoritas que os acompañan han dejado de ser chiquillas y se han convertido en… eso, en señoritas, ¿verdad?

Miró a Marga en silencio, levantando mucho las cejas; como si la viera por primera vez y fuera a preguntarle quién era. Sus gestos teatrales siempre nos desconcertaban, porque luego, inmediatamente después, los desmentía con sus palabras: a la fuerza en este caso, puesto que Marga y Juan eran los hermanos que don Pedro conocía mejor. No en vano, el párroco de Selva, a quien don Pedro debía la carrera eclesiástica, y sus dos hermanas eran tíos de Juan y Marga.

– Marga, Marga, la mayor de todas, la más sensata, la más recta. ¿Ya los mantienes a raya?

Marga no dijo nada. Se limitó a mirarle con la cara seria y los ojos malva muy abiertos. Su sencillo vestido blanco y la tez olivácea, el pelo estirado hacia atrás en una larga cola de caballo, la hacían parecer una virgenmaría.

Dejé de mirarla para que nadie pudiera adivinar nada, para que ni mi madre ni don Pedro pudieran intuir lo que nos unía a ambos. Menos mal porque si alguien en ese momento me hubiera exigido prueba de lealtad como cuando el canto del gallo, habría traicionado a Marga sin dudarlo. Eso era lo que nos diferenciaba, creo: ella se habría enderezado, se habría acercado a mí y, agarrándome la mano, habría hecho pública profesión de fe.

– ¿Por qué no os sentáis, hijos? -dijo mi madre, señalando con la vista las sillas vacías y el borde de piedra del porche.

Sin pensárselo dos veces, los más pequeños se refugiaron sobre el borde porque la gran mesa repleta de merienda que les quedaba delante parecía protegerlos de la gente mayor, poniendo la distancia física del mantel y los platos entre unos y otros.

– ¿Y Javier? -preguntó don Pedro acercándose a mi hermano-. Bueno, a ti es al que más veo. Mientras vosotros dormís como marmotas por las mañanas, Javier viene a la iglesia y toca el órgano. -Sonrió-. Cuando no estoy diciendo misa, me siento en uno de los bancos a escuchar las fugas de Bach interpretadas por Javier Casariego. ¡Nada menos! Ah, doña Teresa, este chico nos llenará de orgullo a todos cuando leamos que ha tocado un concierto en el Metropolitan de Nueva York, ya lo verá. Bueno, usted no necesitará leerlo porque estará allí. ¿Eh, Javier? -Mi hermano se encogió de hombros y bajó la cabeza; le colgaba un mechón de pelo dorado sobre la frente y se lo apartó con la mano. Don Pedro miró teatralmente a su alrededor-. ¿Pero qué estoy haciendo? -dijo-. Hablo y hablo y os tengo sin merendar. Venga. No dejéis de merendar por culpa mía, ¿eh?

Y para dar buen ejemplo se acercó a la mesa, tomó una rebanada de pan de payés untado de tomate, le añadió un chorreón de aceite, le puso una loncha de jamón encima y le hincó el diente. «¿Hmm?», dijo con la boca llena. «No se habla con la boca llena», pensé, y miré a mi madre. Pero ella estaba tan contenta de su merienda y de la sorpresa que nos había dado con la presencia del cura que no parecía dispuesta a escandalizarse (como lo habría hecho con nosotros) por un mínimo pecadillo de etiqueta.

Juan y Sonia fueron los primeros en perder la vergüenza y en acercarse a la mesa. Juan se untó una enorme rebanada de pan con sobrasada y Sonia, que era la más dulcera de la casa, se sirvió dos trozos de tarta, uno de la de chocolate y otro de la de manzana. «¡Sooonia!», dijo mi madre en voz baja. «Jo, mamá», contestó ella sin hacer caso. A mis hermanos pequeños, Pili les había preparado tazones de leche fría con colacao, y los demás se fueron sirviendo lo que les apetecía. Sólo Jaume y Domingo comieron únicamente pan con tomate; Jaume pidió un vaso de agua.

– ¡Bueno! -exclamó don Pedro frotándose las manos mientras se sentaba en el alféizar de la ventana que daba al porche y que quedaba a la derecha del ventanal de entrada-. Estáis muy callados… Esto no es un funeral, caramba… ¿Os ha comido la lengua un gato? Bueno. Está bien, hablaré yo. Hace tantos años que os conozco a todos, hace tantos años que a alguno os doy tirones de oreja -me guiñó un ojo-, que me parece que sois como hijos míos. Os he dado primeras comuniones, os he confesado a todos, sé lo que pensáis y lo que sentís… sois… como la pandilla del Señor, mi pandilla de ángeles. -Levantó un brazo, igual que hacía durante los sermones de la misa de los domingos, la mano de canto con los dos últimos dedos un poco doblados en señal de bendición. Cerró los ojos. Guardó silencio un momento y luego los volvió a abrir-. No soy como esos curas que andan prometiendo el infierno a troche y moche porque, como sé bien cómo sois, no me parece que vayáis a cometer muchas maldades en vuestras vidas y amenazaros con el infierno como hacen los curas en los retiros espirituales sería una tontería. -Rió de buena gana-. Además, no estoy muy seguro de que el infierno exista realmente.

Mi madre dio un respingo; no me parece que hubiera oído nada semejante en su vida. Nosotros tampoco, para qué nos vamos a engañar, y en lo que a mí hacía, si me hubiera creído la afirmación, me habría levantado de encima todos los pesos, toda la suciedad que arrastraba desde hacía unos días. Pero la educación que había recibido en casa me tenía puesto un corsé incorruptible: el infierno existía, faltaba más, y me amenazaría de nuevo esa noche y la siguiente y la siguiente.

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