Fernando Schwartz - La Venganza

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En los albores de la transición democrática, Borja, un prestigioso abogado madrileño, abandona su bufete londinense para instalarse en el pueblo mallorquín donde pasó los veranos de su infancia y su juventud. En los salones de la acomodada burguesía isleña, el viejo círculo de amigos que aún conserva fingirá sorpresa al encontrarse con él de nuevo, por más que sepa de su regreso por la prensa. El reencuentro de Borja con sus viejos compañeros (Jaume, Biel, Marga…) y con su hermano Javier revivirá viejas rivalidades y conflictos, lo que acaba poniendo de manifiesto la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido. Es cierto que Borja busca la paz después de su fracaso matrimonial, pero también lo es que él aguarda, desde su retiro mallorquín, el ofrecimiento de un alto cargo político en el nuevo gobierno de Adolfo Suárez. Sin embargo, el amor trastrocará los planes de Borja y el rescoldo de un antiguo romance arraigado en lo más profundo de su pasado lo llevará a pasar revista a su vida y lo abocará a un final tan revelador como sorprendente.

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Me había vuelto taciturno, eso sí, tan ensimismado que andaba por casa como una sombra, sin querer comunicarme con nadie. Un día, Javier me preguntó «¿qué te pasa?» y le contesté desabridamente que me dejara en paz y que no se metiera en mis cosas. Otras veces era Sonia la que me decía «jo, Borja, estás más raro que yo qué sé», siempre la misma cantinela asustada. También oí en una ocasión que mi madre le decía a mi padre (semanas más tarde, después que él llegara a Deià) «es que, de veras, está muy extraño; no es el chico alegre de siempre; algo le pasa… creo que le diré a don Pedro»… «No le digas nada, mujer -interrumpió mi padre con sequedad-, que el chico está creciendo, madurando, y bastante tiene con pensar en lo que le espera en la vida. Tú déjale que lea y medite.»

Aunque con menos intensidad por ser menor el agobio de personalidades, lo mismo me pasaba con la pandilla. Durante todo aquel verano inolvidable me costó gran trabajo inmiscuirme en la preparación de los juegos, aventuras y excursiones. Por eso, ocupando de forma natural el espacio que yo fui dejando, Marga tomó el mando y se puso a controlar las vidas de todos nosotros. Era muy enérgica en sus disposiciones. Sólo de vez en cuando, cuando nadie nos veía, me lanzaba una mirada cómplice y una sonrisa escondida. Luego fruncía el entrecejo y exclamaba «venga, que sois unos gandules todos», y dictaba las normas del día riendo.

Sonia, que era dos años menor, la miraba con adoración absoluta. Una vez la sorprendí que le decía «jo, Marga, me gustaría ser tu mejor amiga, ¿puedo?».

Las interrumpí exclamando:

– ¡Pero qué tonterías dices, Sonia! Marga es mucho mayor que tú. ¿Cómo va a ser tu mejor amiga?

No sé si esta explosión de celos se debió a que la declaración de mi hermana me había parecido una traición a mi derecho exclusivo sobre Marga o si, especialmente sensible al ridículo en aquellos días, consideré una chiquillada irritante que una mocosa como Sonia pudiera devaluar un sentimiento tan maduro como la amistad. Poco me faltó para interponerme físicamente entre ambas.

Sonia se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado.

Marga estaba apoyada contra la pared del torreón (¡esa pared que era sólo mía y suya!), casi sentada sobre las palmas de las manos. La estoy viendo ahora, recostada con languidez contra la piedra, no llevaba sujetador y por un botón medio desabrochado de la camisola se le adivinaba el nacimiento de un pecho. Se incorporó y alargó un brazo hacia mi hermana.

– Déjala, Borja, no seas plasta. Sonia es mi amiga especial, ¿eh?

Le acarició la mejilla y le borró una lágrima que se le había escapado. A Sonia le cantábamos siempre «lloronaaa, sin pelooo»…

La atrajo hacia sí y la abrazó. Me miró con severidad por encima de la cabeza de Sonia haciendo un gesto negativo.

– Los hermanos mayores son unos pesados, Sonia. No le hagas ni caso, que me parece que Borja está celoso… -Rió.

– ¿De qué voy a estar celoso? -exclamé-. ¿Yo? ¡Venga ya!

Marga me sacó la lengua.

– Oye, ¡no os peleéis, eh! -dijo Sonia apartando la cara.

– ¡Si no nos peleamos! -dije con exasperación-. ¿No ves que nunca nos peleamos, boba?

– Sí que os peleáis.

– No, tonta -dijo Marga-. ¿Te gustaría que nos casáramos?

– ¡Huy, sí! -exclamó Sonia mirándonos a uno y a otra.

– ¡No digas tonterías, Marga! -Me había puesto rojo de vergüenza.

– Si lo digo en serio. Dime, Sonia. ¿Te gustaría?

– ¡Claro! ¿Lo dices de veras?

– Sí. -Y se puso a canturrear-: Borja y yo nos vamos a casaaar, Borja y yo nos vamos a casaaar…

– ¡Marga, eres idiota! -grité. Y me di la vuelta para marcharme.

– … Pero me tienes que prometer una cosa, ¿eh? No se lo tienes que decir a nadie, ¿eh? ¿Me lo prometes?

– Síííí… -dijo Sonia, y se puso a reír.

Es, por otra parte, terrible testimonio de mi ingenuidad que nunca se me ocurriera que Marga podía querer un hijo mío, pero no en el futuro como fruto de un matrimonio remoto, sino entonces, de modo inmediato. No lo sospeché hasta más tarde, cuando empecé a arredrarme ante el grado de su locura o tal vez de su pasión, fuere cual fuere el nombre que debía darse a aquello suyo que jamás entendí. Pero comoquiera que, con o sin mi concurso inocente, Marga tenía la capacidad de controlar mis humores con una sola palabra, con el movimiento de un dedo meñique, pasé el resto del día enfurruñado y sin hablarle, como un niño pequeño con rabieta y no como un hombre capaz de hacer frente al peso de tanta responsabilidad. Ella me miraba a distancia con socarronería, tan segura de sí misma que la habría estrangulado, tan incierto de mí que con un gesto me habría tenido, me tendría colgado de su cuello, rendido a su cintura.

Más tarde, Juan me preguntó lo que me pasaba y le contesté que «nada, que tu hermana es una imbécil».

– ¡No es una imbécil! -dijo Sonia.

– Lo que yo te diga -afirmé.

– Todas las hermanas son imbéciles por definición -apostilló Juan.

Por la noche, en la cena, Sonia levantó la vista de la taza del gazpacho.

– ¿Mamá?

– ¿Qué, hija?

– ¿Sabes una cosa? -dijo con la voz atiplada por la excitación. Le noté en los ojos cómo no podía aguantarse la noticia más importante de su vida y la miré de tal manera que tragó saliva-. Bueno, no es nada, mamá -bajando la voz hasta convertirla en un susurro.

– ¿Qué no es nada, hija? -preguntó mi madre distraídamente. Luego, como si volviera de una ensoñación, añadió-: No te oigo. Por Dios, nunca acabáis las frases… todo lo dejáis a medias.

– De veras, mami, que no es nada.

– Tonterías de niñas -dije.

– Ya sé lo que os está haciendo falta -dijo de pronto mi madre, saltando de un tema a otro con la facilidad para el non sequitur que le era tan propia. Me miró-. ¿Te acuerdas de que te dije que iba a organizar una merienda con todos vosotros?

– Sí, mamá -contesté, exagerando el tono de paciente resignación.

– No hables así, que no te tolero que me faltes al respeto, Borja. Quiero que vengáis todos a merendar mañana aquí, está decidido, porque quiero veros a todos juntos, que hay alguno al que no he echado aún la vista encima este verano…

– ¡Pero, mamá…! ¿Qué tendrá que ver…?

– No se discute: mañana os espero aquí a todos a las siete.

Ninguno lo podíamos saber, claro, pero la merienda del 21 de julio en casa de mis padres en Son Beltrán se convirtió por años en un rito insoslayable. Con el tiempo se sumaron a ella algunas madres, e incluso dos años más tarde decidimos hacerle coincidir un guateque, esa moda tan idiota importada de Madrid. Bailábamos y bebíamos refrescos, y hasta invitábamos a otros chicos de la capital que veraneaban en Valldemossa; todo con tal de evitar que la reunión tuviera el aire de catequesis con madres que pronto había adquirido.

Al día siguiente, cuando caía la tarde, la mesa de la terraza apareció perfectamente preparada con un mantel a cuadros blancos y rojos. Encima había grandes platos y fuentes llenos de pan con tomate, jamón, sobrasada, aceitunas, ensaimadas y tres gigantescas tartas preparadas por Pepi, la cocinera, de almendra una, de chocolate otra y de manzana con mermelada de albaricoque la tercera (con los años, mi madre habría de comprar una máquina de hacer helados y Pepi los haría de limón y almendra). A un lado de la mesa, Pili, una de las doncellas -la que más se ocupaba de nosotros-, había colocado refrescos y gaseosa y una gran jarra de zumo de naranja.

Yo esperaba repeinado por orden de mi madre, aburrido y tenso, a que llegaran mis amigos, con vergüenza de que pudieran considerarnos a todos nosotros señoritos de ciudad, sobre todo a mí, que tan lejos me encontraba de cualquier cosa que no fuera mi nuevo centro de gravedad: la vieja torre derruida de Ca'n Simó.

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