Fernando Schwartz - La Venganza

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En los albores de la transición democrática, Borja, un prestigioso abogado madrileño, abandona su bufete londinense para instalarse en el pueblo mallorquín donde pasó los veranos de su infancia y su juventud. En los salones de la acomodada burguesía isleña, el viejo círculo de amigos que aún conserva fingirá sorpresa al encontrarse con él de nuevo, por más que sepa de su regreso por la prensa. El reencuentro de Borja con sus viejos compañeros (Jaume, Biel, Marga…) y con su hermano Javier revivirá viejas rivalidades y conflictos, lo que acaba poniendo de manifiesto la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido. Es cierto que Borja busca la paz después de su fracaso matrimonial, pero también lo es que él aguarda, desde su retiro mallorquín, el ofrecimiento de un alto cargo político en el nuevo gobierno de Adolfo Suárez. Sin embargo, el amor trastrocará los planes de Borja y el rescoldo de un antiguo romance arraigado en lo más profundo de su pasado lo llevará a pasar revista a su vida y lo abocará a un final tan revelador como sorprendente.

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Aquella mujer era desconcertante para nosotros, que sólo hubiéramos podido llegar a entender la mística en clave de cristianismo: si se hubiera pasado la vida en misa y comulgando o rezando el rosario, la habríamos apodado la Beata, y nos habríamos reído de ella. Pero no. Tal como era, sus peculiaridades se nos antojaban locuras, y le pusimos Jare, por Haré Krishna, pero el mote nunca funcionó y pronto lo abandonamos. En realidad, me parece que no estábamos preparados para comprender nada que se saliera de lo ordinario. Cuando le empezaron a crecer los pechos y Juan vino un día muy excitado a contarnos que no sólo se los había visto, sino que se los he tocado, macho, y están duros, ¿sabes?, Catalina se convirtió para nosotros en una especie de Maritornes cuartelera. La creíamos propiedad nuestra y se hubiera dicho que podíamos ir por turnos, incluso las demás chicas, a mirarla, hasta que perdimos la vergüenza y nos dejó de parecer turbador. A ella todo esto la dejaba indiferente y hasta se reía de nuestra excitación: su cabeza y probablemente su alma estaban en otro lugar. A veces tomaba el sol completamente desnuda delante de nosotros en algún acantilado de La Muleta, y llegó un momento en que no le dábamos mayor importancia. Allí, al sol, entrando y saliendo del agua, vivíamos en un mundo aparte en el que las cosas eran más naturales. No había artificio. Catalina tenía un cuerpo bonito pero no demasiado provocativo.

El primero que se acostó con ella fue Juan. Nos contó luego en secreto que Catalina daba muchos gritos y que al principio se había asustado. Imagino que lo de los gritos sería verdad puesto que ninguno sabíamos lo que eso quería decir y para qué iba Juan a mentirnos. Fue la primera vez que le vi confundido e inseguro, por más que alardeara de su proeza. Le envidié este acceso a la vida de conquistador; él se acostumbró pronto a su nueva categoría de hombre a cien codos por encima de los no iniciados y durante una temporada nos miraba con condescendencia y aires de sabiduría. Menos a mí, claro.

Catalina, por su parte, siguió como si tal cosa. Nada cambió en su actitud frente a la vida y en relación con nosotros: seguía yendo a lo suyo, abstraída en sus meditaciones y pensamientos. Juan y yo nos preguntábamos si esta indiferencia se debía a que, para Catalina, acostarse con Juan había sido una aventura más de lo que creíamos era una vida sexual intensísima. No teníamos ni la más remota idea de cómo funcionaban los resortes psicológicos de una mujer, no comprendíamos nada y de hecho, al poco tiempo, Javier, empujado por Juan y por mí, que le insuflábamos un valor del que carecía, porque iba aterrado, acabó proponiendo a Catalina que se acostara con él. Nosotros estábamos escondidos en una habitación contigua y veíamos el reflejo de ambos en el gran espejo del vestíbulo. Catalina miró a Javier como si ni siquiera lo estuviera viendo; al cabo de un momento hizo un gesto de negación tan definitivo, tan completo, que el pobre no insistió. Fue para mí un alivio.

Luego, un par de años después, llegó Tomás. Era de Madrid y decía mi madre que no era de nuestra clase. «No me gusta nada ese chico, Borja. Y desde luego, no quiero que Sonia se le acerque.» «Pero, mamá, ¡si Sonia está ennoviada con Juan!» «Bueno, bueno, ya me entiendes.» *?

Dicho sea entre paréntesis, ya que con seguridad no viene al caso, Juan y yo siempre dimos por supuesto que su noviazgo con Sonia era consecuencia lógica de mi relación con él, de nuestra amistad y complicidad. Según lo veíamos, ella nunca intervino en la gestación de su propia historia de amor; tampoco le correspondía mérito alguno en su desarrollo posterior, claro está. Por esto siempre consideramos nuestra relación -la de Juan conmigo- como algo más sólido y naturalmente superior a cualquier noviazgo y, más tarde, a cualquier matrimonio. Con nuestra amistad nos habíamos reconocido y aceptado un derecho moral de pernada. Sólo Marga escapaba a la regla.

En fin, teníamos todos más o menos dieciocho años cuando Tomás apareció un día en la cala. Lo recuerdo bien: llevaba puesto un Meyba negro y, aunque pequeño de estatura, era fuerte de complexión y muy moreno. Y muy peludo. «¡Huy! -dijo Carmen, claro-, si parece un oso.» Tomás se tiró al agua y nadó un poco. Lo hacía fatal, pero es muestra de su confianza en sí mismo que nunca se acomplejara frente a nosotros; decía que él era de secano y que los de secano no andan haciendo la rana por ahí.

Al cabo de un momento dio la vuelta y regresó a la orilla. Cuando pudo ponerse de pie sobre los incómodos cantos rodados, se quitó el agua de los hombros y del estómago pasándose las manos por encima con vigor; luego se alisó el pelo hacia atrás, nos miró a todos y dijo «¿qué?».

Fue adoptado de inmediato.

De todos los de la pandilla era el único que en Deià no tenía familia, madre, padre, hermanos que lo acompañaran en las vacaciones y constituyeran una referencia para los demás o un dato tranquilizador para nuestras madres. Llegadas las diez de la noche, no se iba a casa a cenar quedando con el resto para después como hacíamos todos los demás, y eso confería a Tomás una aura de independencia y libertad que se nos antojaba heroica. Vivía en la pensión con el dinero que en invierno ganaba en el bar de su padre en Lavapiés, y tocaba el piano de oído como los ángeles. Nadie sabía por qué se había decidido por Mallorca, y aún más por Deià, como lugar de vacaciones. Nunca lo dijo. Miraba a todo el mundo con descaro y total seguridad en sí mismo. Bueno, a Marga, que para entonces era ya de una belleza espectacular, sombría y altiva, la miraba con más que descaro, pero ella le devolvía la mirada con tal frialdad y desde tal altura en centímetros que Tomás se retiró pronto a buscar alguna presa más asequible. Naturalmente, Catalina.

Elena era otra cosa completamente distinta. Un año más joven que Catalina, la diferencia de edad parecía haberla dejado tirada a ras de suelo. Era pusilánime y tímida. Siempre pedía perdón por sus acciones o por sus declaraciones, y como consecuencia de ello titubeaba, se desdecía, farfullaba sin precisión: y es que tenía que superar unas dudas terribles para decir y hacer cosas que a medio camino le parecían desprovistas de validez alguna. Si defendía un punto de vista, lo hacía con vigor al principio y luego iba perdiendo energía, miraba a todos, y sus frases se acababan disolviendo en un murmullo ininteligible. Luego volvía a levantar la vista y explicaba: «… vamos, digo yo.»

Con los años fue cobrando seguridad en sí misma y, al tiempo, fuerza en sus convicciones, pero siempre le quedó un tic de buenos modales que le hacía excusarse por cualquier punto de vista que manifestara. Era, sí, muy generosa y siempre estaba dispuesta a abrazar las causas más peregrinas. Domingo y ella, por ejemplo, eran los dos únicos ecologistas convencidos de toda la pandilla, aunque Domingo, que conocía bien la tierra y sus limitaciones, distaba mucho de ser tan radical como Elena. Elena se oponía a todo: no quería que se construyeran carreteras, que se talaran árboles, que se limpiaran las terrazas, que se podaran los olivos. Según ella, la naturaleza es sabia y debe dejársela actuar a su arbitrio; ¿sabia la naturaleza? Cruel, fuerte, sí; sabia, jamás. ¡Qué tontería! Mis discusiones con Elena habían sido interminables y, con frecuencia, desafortunadamente hostiles.

El hecho es que los dos se entendieron bien desde el principio. Se encontraban cómodos el uno con el otro. Que no hubieran coincidido antes se debió, más que al tardío despertar del amor entre ambos, a la gran afición de Domingo por las suecas y las alemanas. Lo comprendí demasiado tiempo después y nunca vi el error que cometía Elena casándose con mi hermano Javier en vez de con Domingo.

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