Fernando Schwartz - La Venganza

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En los albores de la transición democrática, Borja, un prestigioso abogado madrileño, abandona su bufete londinense para instalarse en el pueblo mallorquín donde pasó los veranos de su infancia y su juventud. En los salones de la acomodada burguesía isleña, el viejo círculo de amigos que aún conserva fingirá sorpresa al encontrarse con él de nuevo, por más que sepa de su regreso por la prensa. El reencuentro de Borja con sus viejos compañeros (Jaume, Biel, Marga…) y con su hermano Javier revivirá viejas rivalidades y conflictos, lo que acaba poniendo de manifiesto la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido. Es cierto que Borja busca la paz después de su fracaso matrimonial, pero también lo es que él aguarda, desde su retiro mallorquín, el ofrecimiento de un alto cargo político en el nuevo gobierno de Adolfo Suárez. Sin embargo, el amor trastrocará los planes de Borja y el rescoldo de un antiguo romance arraigado en lo más profundo de su pasado lo llevará a pasar revista a su vida y lo abocará a un final tan revelador como sorprendente.

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Ciertamente, el personaje no cuadraba con la idea que todos nos hacemos de un cura rural. Don Pedro era más fino que todo eso, su cultura era mayor y su ambición probablemente no conocía límites. Hijo de la tierra mallorquina, lo habían ayudado las ancianas tías de Juan y Marga pagándole la educación y el seminario, la universidad pontificia en Roma y, luego, la instalación en un pequeño piso de Palma, mientras el tío sacerdote lo acogía como discípulo. Para don Pedro ocupar la parroquia de Deià debió de ser apenas un peldaño en lo que consideraba su inevitable destino hacia ¿el cardenalato?, ¿el papado? ¿Quién podría asegurarlo?

La pandilla, qué disparate. Ahí seguíamos todos como si no hubieran pasado los años, hablando de las mismas cosas de siempre, haciendo las mismas cosas de siempre; bueno, no jugábamos ya a ladrones y policías, naturalmente, ni a indios y cow-boys (pobre Sonia, siempre le tocaba ser la squaw atada al tótem hasta que, al final del juego, la liberaban los buenos), pero en los asuntos del sentimiento seguíamos siendo los de antaño.

Hacía muchos años, ya pasada la adolescencia, cuando empezábamos a comer con mayor formalidad en casas y restaurantes, habíamos establecido un orden natural para sentarnos a la mesa. Nadie nos lo había impuesto; ocurrió así. Marga y su hermano Juan en las cabeceras. A la izquierda de Marga, por riguroso orden, Javier, Sonia, Biel, Catalina, Alicia y yo. A su derecha, Jaume, Lucía, Andresito, Carmen, Tomás, Domingo y Elena. Siempre igual. Por acuerdo tácito, Marga y yo nunca nos habíamos sentado juntos, como si hubiéramos querido hurtar nuestra relación a la chismosa mirada del resto del grupo; es más, me había recordado Jaume una vez, «cuando estamos todos, nadie se atreve siquiera a mencionar lo vuestro».

Hoy no estaban Tomás ni Catalina, la tercera hermana de Elena y Lucía; meses atrás habían roto. Tomás había regresado a Madrid, como me acababa de decir Jaume, y Catalina se había ido de viaje a Inglaterra, a olvidar.

– ¡Huy! -dijo de pronto Carmen, que llevaba un rato callada-, somos trece.

– ¿Y?… -preguntó Juan.

– Pues que trae mala suerte.

– ¡Pero, mujer! -rió Andresito-. Nada trae mala suerte. Conserven la calma y, si te molesta mucho… mira, Marga, di que pongan otro plato que ya llegará, qué sé yo… don Pedro o alguien.

– ¿Has visto a don Pedro? -preguntó Juan.

– No -dije-. Esta vez todavía no.-

Ni le verás -dijo Javier-. Está hecho un lío con su trabajo en la catedral y en la Rota… Me dijo hace unos días que llegaría cinco minutos antes de la boda, que no le daba el tiempo para más.

– ¡Bah! Está demasiado ocupado en llegar a papa.

– Igual que tú en llegar a ministro… -dijo Marga riendo.

– No digas tonterías, Marga.

– ¿No? Niégamelo. -Hizo un gesto retador y luego displicente con la mano que sujetaba el tenedor: me apuntó primero con él y después dejó que el peso de las púas lo descolgara lánguidamente hacia abajo.

– Buf, ya empezamos -dijo Carmen.

– No, no empezamos nada. El párroco, mucho arzobispado. Este, mucho gobierno… Y nada. Mucha pamplina. Aquí el único que, así, tranquilamente, se ha hecho famoso de verdad es Javier. -Me miró retándome.

– Hombre, mira, eso es verdad -dije.

Así era esto. El viejo escenario de siempre, en el que todos aquellos actores representábamos los papeles que interpretábamos desde muchos años antes. No habíamos cambiado nada desde la adolescencia. A veces me preguntaba si se debía a que aún éramos adolescentes.

– Bueno… -dijo Javier sonriendo con timidez para quitar hierro a la lanzada de Marga-, tampoco es para ponerse así, toco el piano y toco el piano, ya está.

Miré a Marga frunciendo el entrecejo. «No pinches», quise decirle, pero guardé silencio. Ella levantó la barbilla y, alargando el brazo, agarró la mano de Javier, que se la abandonó con la languidez con la que, en cualquier concierto de los suyos, al final de un pasaje o de una pieza la hacía descansar sobre el teclado. Ese gesto tan blando tenía el don de sacarme de mis casillas; si no hubiera conocido tan bien a Javier, si no hubiera sabido cada detalle de su vida y, por consiguiente, nunca se me hubiera extraviado su pista, casi me habría sorprendido su afeminamiento. Estaba seguro, bueno, hasta ahora casi seguro, de que no era así, por mucho que a veces le llamara «marica» por pura irritación. Bueno, pensamientos míos; además, de ser así, la mantis religiosa no lo habría tomado por esposo, ¿no?

Javier se pasó la otra mano por el pelo con los dedos extendidos.

– Hombre -dijo Juan en tono de broma-. Mucha fama y muchos discos, pero ya le costó un matrimonio, ¿eh?

Elena, sentada justo enfrente de mí, enrojeció dando un respingo, como si se hubiera llevado una bofetada.

– Qué desagradable puedes llegar a ser, Juan -dijo Marga.

– No, hombre, no te duelas, Elena -añadió Juan como si no hubiera oído a su hermana-. Las cosas son como son y todos las sabemos…

Los demás permanecimos callados. Sólo Jaume miraba a Juan con una medio sonrisa burlona. Alicia murmuró «huy, huy, huy» y Domingo puso su mano derecha sobre el brazo de Elena.

– ¡No, hombre! -exclamó ésta-. Que Juan dice unas cosas… De verdad que a veces eres de una ligereza que tira para atrás.

– No veo qué hay de malo en hablar de cosas que todos conocemos. Hombre, Elena, mujer, te seguimos el noviazgo con éste -señaló a Javier con la barbilla-, estábamos allí, el matrimonio, los niños, el distanciamiento…

– ¿Y qué? Eran cosas nuestras, ¿no?

– No -interrumpió Biel con la pompa que solía preceder a algunas de sus sentencias salomónicas, sabias, pensaba él, ampulosas, creía yo. Jaume levantó una ceja y me miró. Y es que Biel había sido el abogado encargado al final de formalizar el divorcio de Elena y Javier; todo amigable y de común acuerdo, claro, como no podía menos de ser-. Eran cosas de todos. Por ejemplo, tú eres cuñada de Juan, hermana de Lucía… Javier es amigo íntimo de todos… Bueno, bah, que todos somos como de la familia.

– Eso es lo malo -exclamó Elena, levantándose de golpe.

La fuerza del impulso hizo que sus muslos chocaran contra la mesa y, con la sacudida, una copa de agua volcó sin que llegara a rompérsele el tallo como hubiera sido normal. Elena bajó la vista y miró sin ver el agua derramada que iba empapando el mantel, como si por un momento no comprendiera lo que había ocurrido.

– Eso es lo malo -repitió para volver de la distracción momentánea-, que somos como una familia sin padres ni abuelos ni hijos… una familia de todos iguales, de todos metiendo las narices en los asuntos de todos, ¿en?, de todos opinando. -Tenía la servilleta agarrada con la mano izquierda y, en un acto reflejo de pulcritud, alargó el brazo y se puso a frotar el mantel. Nunca había sido capaz de sustraerse a la necesidad social de realizar estos gestos de esmero que le eran tan automáticos-. Lo siento -murmuró. Volvió a sentarse.

– Las pandillas de la adolescencia deberían disolverse al acabar la adolescencia. Nos evitaríamos todas estas chorradas -dijo de pronto Marga. Me miró y en su cara no había odio ni antagonismo ni ironía. Sólo tristeza.

– ¿Y por qué? -preguntó Carmen-. ¡Qué cosas más raras tienes, Marga! Las pandillas, qué sé yo, evolucionan y… y… Y así estamos, aquí, para ayudarnos los unos a los otros, para hablar, yo qué sé… No quiero tener más amigos que vosotros -añadió con un punto de incertidumbre y una sonrisa dubitativa.

– ¿Tú quieres que te diga para qué sirve una pandilla de mayorcitos en la que todos sabemos todo de todos? -dijo de pronto Marga con inusitada viveza-. ¿Eh, Carmen?

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