Fernando Schwartz - La Venganza

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En los albores de la transición democrática, Borja, un prestigioso abogado madrileño, abandona su bufete londinense para instalarse en el pueblo mallorquín donde pasó los veranos de su infancia y su juventud. En los salones de la acomodada burguesía isleña, el viejo círculo de amigos que aún conserva fingirá sorpresa al encontrarse con él de nuevo, por más que sepa de su regreso por la prensa. El reencuentro de Borja con sus viejos compañeros (Jaume, Biel, Marga…) y con su hermano Javier revivirá viejas rivalidades y conflictos, lo que acaba poniendo de manifiesto la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido. Es cierto que Borja busca la paz después de su fracaso matrimonial, pero también lo es que él aguarda, desde su retiro mallorquín, el ofrecimiento de un alto cargo político en el nuevo gobierno de Adolfo Suárez. Sin embargo, el amor trastrocará los planes de Borja y el rescoldo de un antiguo romance arraigado en lo más profundo de su pasado lo llevará a pasar revista a su vida y lo abocará a un final tan revelador como sorprendente.

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Debería haberlo comprendido. Aquel día de nuestra llegada había algo más que la emoción del regreso a casa: en el aire de la anochecida flotaba un desasosiego, un temblor eléctrico como los que preceden a las grandes tormentas de rayos y truenos, cuando las ramas de los pinos y las rocas en la oscuridad parecen circundarse de un aura azul y temblorosa que al menor contacto va a circularnos por el cuerpo y nos va a entiesar el pelo y acalambrarnos el estómago. Flotaba en el aire, sí. Era un aire de amenaza, una tensión premonitoria, una oleada de sensualidad, ¿qué otro nombre podría tener?, tan fuerte que, de puro embriagadora, me resultaba hasta desagradable.

Sí. Debí entender lo que me estaba diciendo el cuerpo, lo que toda la naturaleza, hirviendo de savia del verano, me predecía.

Y yo sólo estaba desasosegado. Inquieto nada más, inseguro, sabiendo que algo me rondaba la cabeza o el corazón o el sexo y que era incapaz de descifrarlo. ¡Qué descifrar, si no llegaba aún ni a percibirlo! Para descifrar hay que tenerlo delante. Y yo no sabía ni dónde estaba lo que no llegaba a entender, el murmullo profundo, como de ánimas, el vahído que me ahogaba.

Ay, Marga, Marga. Era en verdad mi lado negro.

Todo aquello me pilló por sorpresa y me dejó anonadado. Entiéndaseme. Me es muy difícil reproducir, veinte años después, el terror, el sofoco, el desmayo, la locura del día en que un muchacho de dieciséis años pierde la virginidad. Ha pasado demasiado tiempo y las impresiones, tan vivas entonces, tan frescas, han perdido sus perfiles más nítidos. Y no por olvido sino porque se le han amontonado años de mati-zaciones, de refinamientos, de experiencias, y entre todos han dejado romos los recuerdos y las sensaciones de un instante único.

Fui el primero en llegar aquella noche a nuestra cita colectiva del murete de la carretera. Como todo lo nuestro, el lugar había quedado escogido por acuerdo tácito e involuntario; alguien debió de sentarse allí un día en la revuelta del camino a sacarse una piedra del zapato o a esperar a un rezagado. Desde aquel momento impreciso, el murete había quedado consagrado como punto de encuentro cotidiano, allí, más o menos a un kilómetro de Deià en dirección a Sóller, más o menos kilómetro y medio antes de Ca'n Simó, que era donde recalábamos después.

Me senté sobre el murete con las piernas colgando hacia afuera. A mi izquierda quedaba la mole silenciosa e imponente de Son Bujosa, rodeada de sombras de olivos y de naranjos. Bajo el cielo estrellado, queriendo, podía oírse el castañeteo eléctrico de las cigarras: parecía que se iban adormeciendo muy despacio con el tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas desparramado a la busca nocturna de su magro sostén de yerbajos, pero con dar tan sólo una palmada en la piedra guardaban silencio de golpe para, a los pocos segundos, olvidar la pereza estival y retomar su carraca con renovados bríos.

De frente me esperaba el mar, masa sombría y amiga, apenas subrayada en el horizonte por el hilillo de resplandor opaco que queda tras la puesta del sol.

– Te he echado de menos -murmuró Marga desde detrás de mí.

Me sobresalté y miré hacia atrás. Se había sujetado el pelo en una cola de caballo, larga, larga.

– No te muevas -me dijo. No fue una orden como solía. Apenas un ruego en voz baja.

– Hola -dije. Y volví a girar la cabeza hacia el mar.

– ¿Y tú? -Me puso la mano en el hombro y me sacudió muy despacio-. Y tú, ¿me has echado de menos?

El tono de su voz y la suavidad decidida de sus movimientos encerraban tanta madurez que me quedé petrificado de terror, absolutamente incapaz de manejar aquellos sentimientos de gente mayor con los que Marga me asaltaba. Lo terrible, lo insoportable, lo que me estaba derrotando sin remedio era esta traslación repentina que ella me imponía desde mi mundo bien protegido de masturbaciones, desde la concha completamente privada de mis sueños a la realidad tangible de la presencia insolente de su piel.

No pude contestar.

– ¿Eh? Dime -repitió.Me encogí de hombros.

– Pues claro. -Tenía seca la garganta y apenas si se me debió de oír.

Marga pasó una pierna por encima de las piedras y se sentó a mi lado. Ahora, la bata verde tenía cuatro botones desabrochados y en la penumbra tuve tiempo de adivinarle culpablemente el interior de un muslo. En seguida levanté la vista para que no lo notara. ¡Pero, Dios, cuántas veces había intentado imaginar cómo sería su tacto! ¿Seda? ¿Raso? ¿O franela? Me había pasado el invierno haciendo pruebas con una combinación de mi madre subrepticiamente examinada, con un traje de fiesta de Sonia y con un pijama de Javier, sin saber con qué quedarme. Pero luego me exasperaba y, tenso y tan endurecido que me dolían de modo insoportable el sexo, los muslos, el bajo vientre, acababa abandonando el juego, convencido de que de todas maneras era inútil porque nunca llegaría a comprobar de qué estaba hecho en realidad aquel tormento.

Marga me puso la mano en la rodilla y fue como un calambre que me desmayara entero.

– ¿Me tienes miedo o qué?

– ¿Miedo yo? Qué va. ¿Por qué tendría que tenerte miedo? -contesté sin mirarla. Y tuve la sensación táctil de que sus ojos me tocaban la mejilla.

– No sé… como tiemblas…

– Qué va. -Carraspeé.

– Entonces mírame y dime cuántas chicas han ligado contigo este año. A que no te atreves…

– ¿Yo? -La miré-. ¿Atreverme? ¿A qué?

– Atrévete. -Ya no supe cuál de los dos era el que temblaba: todo su brazo, desde su hombro hasta mi rodilla-. A que no te atreves a darme un beso.

Quise reír con suficiencia, pero sólo me salió un principio de graznido adolescente. Entonces parpadeé varias veces muy de prisa, para disimular, y Marga, como había hecho un millón de años antes, un siglo de embriagadoras pesadillas antes, acercó mucho su cara a la mía y me sopló un hálito con sabor a flores. En un instante me volvió el recuerdo que había intentado recuperar durante todo un año: la fragancia de su aliento, el calor del aire que se le escapaba de la nariz y me acariciaba la comisura de la boca.

Sonrió.

– Atrévete -dijo empujándome la barbilla con la suya.

Fue como morder una uva sin piel.

Creí que me desmayaría y me agarré con fuerza a la piedra. Marga dijo «oh» en voz muy baja y cerró los ojos. No nos chocaron los dientes como aquella otra vez. Solamente nos resbalaron los labios, de prisa de prisa como queriendo fugarse, y luego los juntamos de nuevo deslizándolos imantados y, al separarse, un trozo de piel quedó lánguido enganchado a otro, tanto que no supe si mis labios eran míos o de Marga, si aquella sensación asombrosa en la que todos mis sentidos se habían embarcado con impaciencia, sin control, era morir o volar. Y luego, en un impulso loco, quise olerle el aliento por dentro y ella se dejó. Fue como meter la nariz en una flor. Y luego su lengua se aventuró hasta acariciarme la mía, y sólo con eso me habría podido arrastrar hasta el mar. Noté que empezaba a subírseme un orgasmo y ni me dio vergüenza. Me había quedado sin fuerzas y me sentía completamente incapaz de hacer frente a este asalto indiscriminado de sensualidad. No es que me diera igual, es que estaba en medio de la corriente de un río de aguas turbulentas que me llevaban flotando hacia abajo, hacia el mar, inerte; dicen que los que se ahogan y los que se mueren de frío alcanzan ese mismo punto de indiferencia justo antes de sucumbir.

Marga exclamó «oh» de nuevo, en voz baja. Temblaba.

A lo lejos sonó la risa de Juan.

– Sí que te he echado de menos -dijo Marga con voz ronca, apartándose de golpe. Jadeaba.

– Y yo.

– ¿Ya estáis aquí? -dijo Juan. Venía con Sonia, con Javier, con las Castañas y con Biel, y traía un cigarrillo encendido en la boca.

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