Fernando Schwartz - Al sur de Cartago

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Un Famoso Fotógrafo Bélico Intenta Descubrir Las Claves De Una Gigantesca Conspiración A Escala Internacional.

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– ¿Cómo?

– … Asesinado.

– ¡Pero los periódicos no han dicho nada! Especulaban con un ataque de corazón…

– Ya. Pero fue asesinado, Nina. Con un estilete. Sin sangre. Todo muy profesional… El hecho es que mi hermano Pat está a cargo de la investigación… estaba a cargo de la investigación. Han ocurrido dos cosas curiosas. Una, que el fiscal del distrito ha interrumpido la investigación… que se la ha quitado de las manos a mi hermano, vamos. Y dos, que Pat, que es como una hormiguita, ha descubierto en un libro de la biblioteca de Aspiner un papel que describe actividades de Perkins.

– ¿Cómo, un papel?

– No lo he visto aún, Nina, pero me suena extrañamente similar al print-out que tenemos del computador de la CÍA.

– Oye, oye, oye, eso lo cambia todo. -Se puso a enumerar con los dedos de la mano derecha mientras que, en la izquierda, seguía apretando firmemente el papel que había estado leyendo-. Primero, ahora nos compete averiguar a nosotros por qué asesinaron a Aspiner; segundo, tenemos que investigar la razón por la cual el señor fiscal ha decidido suspender la investigación…

– … Para que no se importune a la infortunada familia…

– … Tonterías. Y, tercero, qué diablos hace Perkins metido en todo este lío. Y… cuarto, y cuarto, ¿eh?, por qué le está investigando la CÍA.

Levanté el auricular del teléfono de la mesa de Nina Mahler y marqué el número directo de Masters. Saqué un pitillo y me lo puse en la boca.

– Masters.

Me pilló encendiendo el cigarrillo y me dio un ataque de tos.

– Perdón, señor -dije al cabo de un momento-, le habla Christopher Rodríguez.

– Que se mejore usted. Buenos días. ¿Qué quiere ahora? Bastante seco, ¿no?

– Perdone que le moleste, señor. Pero hemos llegado a la conclusión de que necesitamos saber por qué están ustedes investigando al senador Perkins.

– Muy bien. Me lo pensaré y le daré una contestación.

– Perdón que insista, señor, pero necesitamos ese dato ahora. Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.

– ¿Por qué? -preguntó por fin.

Le expliqué mi lista de coincidencias y lo que estaba pasando en Nueva York.

– Un momento, un momento. ¿Dice usted que el fiscal ha ordenado que se interrumpa la investigación sobre la muerte de Aspiner?

– Sí, señor.

– ¿Ha dado alguna razón?

– Hay que dejar en paz a la atribulada familia, señor.

– Tonterías. -Igual que Nina. Las grandes almas se encuentran-. Eso no puede ser. Esa investigación debe continuar.

– Estoy de acuerdo, señor, pero para eso hay que convencer al fiscal. No creo que pueda usted meterse en eso.

– Tiene usted razón. No puedo, no. Pero lo que sí puedo hacer es ordenarle a usted que eche un vistazo, ¿no?

– Muy bien, ¿puedo saber ahora por qué está siendo investigado el senador Perkins?

El director dudó un momento. Luego, dijo:

– ¿Tiene usted puesto el scrambler en el teléfono?

– Sí, señor.

Toda persona que intentara interceptar nuestra conversación no oiría más que una sucesión de ruidos confusos y entremezclados. Útiles aparatos, estos mezcladores de sonido telefónico.

– El senador Perkins está siendo investigado, como todos sus compañeros, por mera cuestión de rutina. No es ya que se trate de un adversario político, Rodríguez, entiéndame. Es que hemos venido detectando contactos sorprendentes entre nuestros legisladores y representantes más o menos legítimos de otras potencias. Perkins, además, encabeza la lista de senadores que se están oponiendo a la acción del presidente en Centroamérica. Queremos averiguar las razones que tienen para ello.

Vaya con el respeto a la esfera privada del individuo.

– Acaso, por ser partidarios de la libertad y de la democracia, les molesta que los Estados Unidos traten a los países centroamericanos como si fueran repúblicas bananeras o como coto privado de caza -dije en voz baja.

– Bellas palabras, Rodríguez -contestó Masters secamente-. ¿Y qué me dice usted de los contactos de Perkins con Markoff?

Nina me miraba meneando la cabeza severamente.

– Poco satisfactorios, señor, poco satisfactorios. Iré a Nueva York esta tarde -añadí apresuradamente.

– Me parece bien. Dígame, Rodríguez. ¿Qué resultado están dando los print-outs?

Miré a Nina, tapé el auricular con la mano y, señalando los papeles que tenía encima de la mesa, le pregunté en voz apenas audible:

– ¿Hay algo?

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Por ahora, nada, señor.

– Muy bien. -Y sin más palabras, colgó.

– Nada, ¿eh, Nina?

– Nada, amor, absolutamente nada. Ya viste ayer… Estos chicos están más limpios que una patena… ¿Qué te ha dicho Masters? No me ha parecido particularmente cordial.

– No ha estado muy cordial, no. Quién sabe por qué será… Oye, Nina. ¿No te parece que es hora de que tengamos una charla con el senador Perkins?

– Desde luego. ¿Y qué le vas a decir? ¿Mire usted, senador, soy un modesto fotógrafo que se interesa por sus contactos con la KGB?

– Ya se me ocurrirá algo. -Me quedé pensativo por un instante-. Ya se me ocurrirá algo.

En ese momento se abrió la puerta y apareció, como un torbellino, Gardner. Me miró, miro a Nina y luego volvió a fijar sus ojos en mí.

– ¿Qué le ha pasado. Rodríguez? Alguna juerga, naturalmente.

Suspiré.

– No, señor, no. Me caí en casa anoche.

Lo que, en rigor, era absolutamente cierto.

– ¿Cómo va esto?.

– Cuénteme lo que está haciendo. -Y se quedó parado, de pie, con las piernas separadas y balanceándose levemente de atrás hacia adelante, como si fuera un maestro de escuela tomando la lección a un par de golfillos.

Miré a Nina y sonreí muy levemente. Inmediatamente, Nina se puso a hablar y explicó pormenorizadamente cuanto habíamos hecho hasta el momento. Cuando le dijo que Masters me había ordenado ir a Nueva York a investigar la muerte de Aspiner, torció el gesto, pero no añadió nada. Cuando Nina dejó de hablar, Gardner hizo una seca inclinación de cabeza y salió del despacho dejando la puerta abierta.

– Es un verdadero dechado de simpatía y calor humano.

– Así son los grandes hombres -dije, levantando nuevamente el auricular.

Marqué el número de la centralita y, cuando me contestaron, pedí el número de la oficina del senador Perkins en el Congreso. Nina me miraba con moderada curiosidad.

– Siempre es bueno ver a un gran cerebro en funcionamiento -dijo.

– Anote, por favor: 737.2582.

Una telefonista contestó sin dejar que terminara de sonar la primera vez.

– Oficina del senador Perkins, buenos días.

– Buenos días, señorita. Quisiera hablar con el senador.

– No está en este momento. ¿Puedo dejarle algún recado?

– Sí, por favor. Dígale que soy Christopher Rodríguez, un periodista independiente, y que he leído sus declaraciones sobre Centroamérica esta mañana. Quisiera hacerle una entrevista.

– Espere un momento, por favor. La línea quedó muda.

– ¿Señor Rodríguez? -Voz masculina, cálida. Apestaba a simpatía profesional.

La verdad es que soy muy desconfiado.

– Sí.

– Soy el senador Perkins. Me dice mi secretaria que quiere usted hacerme una entrevista. Accedo con mucho gusto. ¿Cuándo quiere venir?

– Ahora mismo, si a usted le parece bien.

– Le espero dentro de un cuarto de hora. Presumo que está usted en Washington.

– Sí, señor. Muchas gracias. Allí estaré. -Levanté las cejas e hinché los carrillos-. Mire usted qué fácil -le dije a Nina-. No hay nada como fomentar el ego de la gente.

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