Fernando Schwartz - Al sur de Cartago
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Me sequé despacio, por la prudencia que me imponía mi dolor de cuello y la herida en el cuero cabelludo. Cogí una botella de agua de colonia y la invertí sobre mi pelo. Maldije en voz alta cuando el líquido me llegó a la herida. En ese momento, el brazo izquierdo empezó a revivir y ahora sentía un cosquilleo doloroso en las puntas de los dedos.
Hice dos llamadas más a Nueva York para intentar localizar a Patrick en un par de comisarías, pero no tuve éxito. Me metí en la cama y me dormí instantáneamente.
Me he preguntado muchas veces por qué mi sino es que me despierte siempre el teléfono. El teléfono es una de las maldiciones bíblicas, un instrumento cuya misión principal es invadir la esfera privada en los momentos más inoportunos.
– Diga. -Tenía la boca pastosa y la voz opaca-. Diga -repetí.
– ¿Chris? Soy yo, Patrick.
– ¿Humm? -Me parecía que me había dormido apenas hacía un minuto.
– ¿Estás despierto?
Si hay una pregunta idiota en esta vida es la que inquiere si uno está despierto cuando es evidente que, hasta ese momento, estaba dormido.
– Ya no -contesté. Miré el reloj de la mesilla. Las ocho en punto de la mañana. Estupendo.
– Chris. La investigación sobre la muerte de Aspiner ha sido declarada oficialmente cerrada.
– ¿Humm?
– ¿Me oyes?… Oye, ¿tú conoces a un tipo que se llama Thomas Perkins?
Repentinamente, me encontré totalmente despierto y alerta.
– ¿Quién dices?
– Thomas Perkins.
– Espera, espera… ¿Me has dicho que ha sido cerrada la investigación sobre la muerte de Malcom Aspiner? -Tosí y levanté la cabeza de la almohada. Instantáneamente, se me nubló la vista y un dolor tremendo me subió desde el cuello hasta las sienes. Volví a posar la cabeza sobre la almohada con exquisito cuidado-. ¿Por qué?
– Verás. Primero, la autopsia de Aspiner confirma que le mataron con una aguja, clavándosela en la parte trasera del cuello, pero haciendo el movimiento desde delante. Quien le mató era casi tan alto como él y parecería razonable pensar que estaban abrazados. Eso sustentaría la teoría de que fue la mujer que estuvo con él. También concuerda la fecha y hora aproximada de la muerte. Bueno, pues tras estas conclusiones, ayer por la tarde me llamó el fiscal del distrito Hartfield y me dijo que, en vista de que el asesino había salido de los Estados Unidos…
– ¿Cómo es eso?… ¿Cómo es eso?
– Humm, sí, bueno… En Kennedy averigüé que los únicos aviones que salían del aeropuerto a la hora en que la presunta asesina podía haber llegado en el taxi que tomó a la puerta de la casa de Aspiner eran uno que iba a Costa Rica y otro a Londres…
– ¡Pero eso no quiere decir nada!
– Ya. Eso mismo le dije yo. Hasta le dije que la mujer pudo cambiar la dirección a la que iba, una vez que el bueno de Patrick MacDougall, nuestro ascensorista, dejó de oírla… La verdad es que no cambió de dirección, Chris. Encontré al taxista y recuerda perfectamente haberla dejado en el terminal internacional. Pero eso no se lo dije a Hartfield…
– Pero, ¿quién te dice que cogió un avión a esa hora?
– Nadie… Todo este asunto huele que apesta… Mira, Chris…
– ¿Tienes las listas de pasajeros?
– ¿De los dos aviones? Sí, naturalmente. Doscientas personas en cada vuelo, en su mayoría extranjeras… Es como buscar una aguja en un pajar. Sólo que, además, estoy convencido de que esa mujer no salió de Nueva York.
– ¿Por qué?
– No sé. Tengo una corazonada.
– Ya.
– No pongas voz de escéptico, hombre. Mira, esto no tiene más que un camino: hay que averiguar por qué le mataron, no quién fue el asesino. Eso ya vendrá después. Se lo intenté explicar a Hartfield… Como si hablara con un sordo. Que si era mejor dejarlo, que si la familia había sufrido bastante… Cuando le dije lo que me estaban pareciendo las razones que me estaba dando, se puso como una hiena, me ordenó que abandonara el caso, llamó al comisionado de Policía y le encomendaron todo el asunto a Penkowski.
– El polaco, ¿eh?
– El polaco. Dos minutos después: muerte por persona o personas desconocidas. Se acabó…
– Oye, oye. Estoy medio idiota. ¿Qué pinta en todo esto el senador Thomas Perkins?
– No lo sé, Chris… No lo sé. Me pasé todo el día de ayer y toda la noche abriendo libro por libro de esa biblioteca gigantesca. Ya sabes, la que hay en el dúplex de Aspiner. En uno de ellos; muy dobladito, había un mensaje de télex o una hoja de esas de computadora, algo así, con el nombre de Perkins y una larga descripción de sus actividades…
Me latía el corazón muy deprisa.
– Espera un momento, Pat. ¿Por qué se te ocurrió examinar la biblioteca?
– Y la cocina y el cuarto de baño y la habitación y las moquetas. No hay ningún misterio. Ya sabes. Siempre lo hago.
– ¿Vas a obedecer al fiscal?
Patrick se calló durante unos segundos. Le oí respirar en silencio. Imaginaba su cara, tan honrada y tan directa, con el ceño fruncido, sufriendo por el dilema que le planteaba seguir su inclinación natural como policía u obedecer las órdenes de un superior. En el auricular pude oír cómo aspiraba para empezar a hablar, pero se volvió a callar.
– ¿Pat?
– …Sí, sí, estoy aquí…
– Pat, ¿te has pasado la noche en casa de Aspiner después de que el fiscal te ordenara que abandonaras el caso?
– Sí.
– ¿Cómo entraste en el piso? Porque te habrán quitado la llave, ¿no?
– Bueno… Me llevé a MacDougall, el ascensorista, a tomar unas copas. Nos hemos hecho muy amigos…
– ¿Vas a obedecer al fiscal?
– No, la verdad es que no.
– No hagas tonterías, ¿eh? No hagas nada sin que yo vaya a Nueva York.
– ¿Cuándo vienes? -Una clara nota de alivio en su voz.
– En cuanto pueda, Pat. Hoy mismo, en cuanto pueda. Iré a tu casa.
– No, hombre. Llámame y te iré a buscar, ¿eh? -Y rió alegremente. Luego, se puso serio-. Oye, Chris. No me has contestado a la pregunta. ¿Conoces a Perkins?
– Sí que le conozco, sí.
CAPITULO VIII
– Nina -dije-, el senador Perkins está empezando a convertirse en una de mis constantes vitales.
– ¿Por qué? -preguntó distraídamente. Se apartó los papeles de delante de la cara y me miró. De golpe, su expresión concentrada y distante se alteró por completo. Abrió mucho los ojos -. ¡Pero, Chris! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué tienes en la cara? Lo cierto es que la sien izquierda y parte de la frente habían amanecido de varios colores aquella mañana al despertarme.
– Nada, no me ha pasado nada. Como soy muy patoso, ayer, al llegar a casa, resbalé en la escalera y caí hacia atrás. Me di un coscorrón de campeonato. No puedes imaginarte qué escena: sangré como un becerro… Pero no es nada.
Nina arrugó los ojos especulativamente. No creyó ni una sola palabra de lo que le había dicho.
– Ya… ¿Por qué no te has quedado en la cama?
– Bueno… aquí hay cosas que hacer y no puede uno andarse quedando en casa por un rasguño. -Me encogí de hombros. Inmediatamente, mi cuello se vengó de mí. Di un gruñido-. Me duele, ¿sabes?
– Ya. -Hizo un gesto con la mano, como descartando el asunto-. ¿Qué decías de Perkins?
– Decía que el senador aparece cada vez con mayor frecuencia en nuestras vidas, Nina.
– ¿Por qué?
– No es gran cosa. Tal vez es sólo un cúmulo de coincidencias, pero es Perkins en el print-out de la CÍA, Perkins en el Washington Post, Perkins en Nueva York…
– ¿En Nueva York? -preguntó, levantando las cejas.
– Humm. Dio la casualidad de que estaba en casa de mi hermano el fin de semana pasado cuando le llamaron a investigar la muerte de Malcom Aspiner. Una muerte como otras mil de Manhattan, si se exceptúan la personalidad del interesado y los increíbles cuadros que tiene colgados de las paredes… y el hecho de que, en realidad, fue asesinado…
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