Fernando Schwartz - Al sur de Cartago

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Un Famoso Fotógrafo Bélico Intenta Descubrir Las Claves De Una Gigantesca Conspiración A Escala Internacional.

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Nina Mahler levantó el papel sobre el que estaba dibujando con su lápiz rojo y me lo enseñó. En una esquina, en gruesos trazos encarnados y rodeados de líneas curvas convergentes, había escrito tres nombres: Fulton, Masters, Gardner. Detrás de cada nombre había una serie de signos de interrogación.

– Henry Fulton -dijo-. Presidente de los Estados Unidos, sesenta y dos años, del Partido Republicano, casado, tres hijos, ni una sola aventura extramatrimonial, sólida fortuna personal heredada de su padre, que era un conocido hombre de empresa bostoniano. Lo ha sido todo en este mundo. A los veintidós años entró por primera vez en combate en una misión de bombardeo sobre el sur de Italia. Cuando terminó la guerra mundial, mandaba una formación de bombarderos con base en el sur de Inglaterra. Pilotó aviones de combate en Corea. Llegó al grado de coronel. Herido y derribado a lo largo de la costa japonesa, fue recogido cuatro días después por un submarino. Medalla del Congreso. Abogado en el mismo despacho que Masters, se metió pronto en política. Fue elegido Senador por Massachusetts en 1954 y gobernador del Estado ocho años más tarde. Uno de los más sólidos partidarios de la guerra del Vietnam, fue, sin embargo, uno de los miembros más destacados y activos de la Comisión de Investigación del Congreso en el escándalo de Watergate. Director de la CÍA en el 77. Elegido presidente en el 80 con un programa que incluye pararle los pies a la Unión Soviética de la manera más firme posible. -Nina había recitado el historial de Fulton como si fuera una colegiala que se lo supiera de memoria. Apretó los labios y se recostó en su asiento. Suspiró y continuó-: Henry Masters, 58 años, director de la CÍA. Una historia muy simple. Salió de Harvard en 1948 e ingresó en el despacho de Fender, Kennedy, Joplin and Delaware en Boston. Allí conoció al joven Fulton y se hicieron inmediatamente amigos. Se casó con una prima de Fulton en 1954. Dos hijos. Nunca ha hecho otra cosa en la vida. Es un brillante abogado mercantilista y la firma de leguleyos se llama ahora Fender, Kennedy, Joplin, Delaware and Masters; le hicieron socio del despacho en 1963, cuando murió el viejo Joplin. Es republicano y nunca se había metido en política hasta que su amigo Henry Fulton, elegido presidente, le pidió que se hiciera cargo de la CÍA. Un hombre impecable, ejemplo de cristianos… David Gardner es harina de otro costal. Más malo que la tina, ha pasado toda su vida activa en el campo de la inteligencia, concretamente en la CÍA. Casado con una mujer horrible, le pone los cuernos cada vez que puede.

– Sonreí recordando la inefable aventura del bidé-. Es el azote de los espías. Sus métodos burdos y la crueldad de sus procedimientos no le van a granjear el Óscar a la popularidad en las próximas ceremonias que se celebren en Moscú.

– Nina, me parece que te estás dejando llevar por tus nobles sentimientos. Quieres demasiado a Gardner -dije riendo-. El bueno de Gardner es horrible pero eficaz… -Me puse serio-. ¿Cuál es tu candidato? Resopló.

– Vamos a ir por eliminación, amor. Por simples razones prácticas, Masters no puede ser. Si él fuera el espía, habría ocultado cuidadosamente su descubrimiento al leer el print-out. No nos habría contado sus sospechas y no habría lanzado la investigación. El mismo hecho de que no estuviera seguro de que se había producido el robo pero de que, por si las moscas, nos pidiera la investigación le excluye de la lista de candidatos. Gardner, nuestro probo jefe, queda eliminado por las mismas simples razones. Si Gardner es un espía soviético, yo soy arzobispo de Cantón. Que yo sepa, Markoff ha estado a punto de cazarle tres veces, después de la promesa que te hizo al acabar la operación del Midwest. En una ocasión, le hirieron de gravedad y estuvo en coma tres días. No se carga uno a un topo que se tiene a esa altura por una fruslería de diecisiete agentes muertos… No -sacudió enérgicamente la cabeza-, no, ni hablar.

Nos miramos en silencio. Nina se pasó la lengua por la encía y se removió en su asiento.

– Nina, Nina -dije severamente-, me parece que esos pensamientos no son dignos de una americana de pura sangre.

– Chris… ya me dirás lo que nos queda.

– ¿El presidente de los Estados Unidos, espía soviético? ¡Venga ya! No es concebible.

– ¿No es concebible? ¿No sería el golpe más colosal que se haya dado nunca?

– Desde luego… pero no puede ser. No puede ser, Nina. -Alargué la mano y descolgué el teléfono que había encima de la mesa. Muy despacio, marqué un número y esperé.

– Masters -me respondió secamente la voz.

– ¿Señor? Soy Christopher Rodríguez.

– Dígame.

– ¿Podríamos visitarle Nina Mahler y yo?

– ¿Cuándo y para qué?

– Ahora mismo. Creo que necesitamos utilizar su computador, pero, para lo que queremos, tenemos que tener su clave.

– ¿Qué pasa?

– Queremos ver con detenimiento el historial de cada uno de ustedes.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.

– ¿El del presidente, el de Gardner y el mío?

– Sí señor.

Largo silencio.

– Creo que será mejor que vengan para acá.

– Sí, señor. Muchas gracias, señor.

Masters colgó sin añadir palabra. Me quedé con el auricular en la mano, mirándolo detenidamente, como si me pudiera dar la solución de este espantoso embrollo.

– ¿Qué necesitas, amor?

– Un sólo detalle, un sólo punto oscuro. Quince días durante los cuales el ordenador no haya recogido datos. Unas vacaciones anónimas y sin vigilancia durante las cuales los comunistas hayan podido hablar con uno de los tres, lavarle el cerebro, qué sé yo…

– Chris, para lo que tú quieres, se necesitan más de quince días. No puede ser. Se requiere un endoctrinamiento, un convencimiento, conversaciones, dinero, mujeres, hombres, mil cosas…

– No tengo ni idea, Nina. Hay drogas… ¿Has oído hablar del Pentovar? Mucho más eficaz que el Pentotal. Hace hablar, fija instrucciones en el subconsciente sin que uno pueda recordarlas después. Contrariamente al Pentotal, que hace hablar pero mantiene el recuerdo de la conversación, el Pentovar hace que ese recuerdo quede en el subconsciente… Nina, necesito un espacio de tiempo no controlado por nadie.

– ¿A ti te han interrogado alguna vez en serio? -Me vio la expresión y levantó la mano-. Perdona, pero no me refiero a algo tan burdo como que te recorten el tamaño del pie. Quiero decir con métodos científicos profundos.

– No.

– Yo he visto los resultados. No se remueve y revuelve en el alma de un ser humano sin que haya consecuencias o sin que queden rastros. Los he visto, amor. Ya no son normales. Les falta algo, su mirada es turbia… ¿Es turbia la mirada de Fulton?

– Humm, no más que la de cualquier político.

– Mucho me tienes que convencer.

– ¿Vamos? -Vamos.

Media hora después estábamos sentados frente a Masters en su despacho. Le acabábamos de repetir muy despacio lo que queríamos de él. El director nos miró en silencio durante un largo rato. Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca. Me daba la impresión de que no había mucho calor en los ojos de nuestro interlocutor, aunque su enfado, también es cierto, me parecía bastante razonable: por más que aquella misma mañana, Masters hubiera rechazado como ridícula la posibilidad de una infidelidad suya, del presidente o del bueno de Gardner, yo volvía cargado de sospechas. Y confieso que no se acusa todos los días impunemente de traición a tres de los personajes más poderosos del planeta. Que se lo dejen a C. Rodríguez; cualquier gestión diplomática que me sea encomendada es despachada por mí con la misma delicadeza con la que un elefante pisa armoniosamente unas florecillas del valle.

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