Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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– ¿Y?

– ¿Y, qué?

– Que qué pasó en la carretera cuando diste alcance a los Hewitt después de la obrita de Liam -preguntó Guillem.

– Ah. Nada, la verdad. No lo recuerdo muy bien. Tras la gran tensión vivida en el teatro con James y Jaimie mirando a la pobre Beth como si la quisieran matar, se me ha borrado lo que pasó después. Tiene gracia, eh, se me ha borrado por completo… No sé si me lo contaron entonces o me enteré más tarde. Qué cosas, qué vida la de Beth…

Se non é vero, é ben tróvalo.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Nada: que todo lo que ella se inventaba o sugería que se inventaba tenía verosimilitud… Eso tenía de bueno la historia de Beth de Meckelburgo-Premnitz de Lorena, Loring para los amigos: que nos la creíamos a pies juntillas no porque la consideráramos verdadera sino porque nos divertía, a ver hasta dónde era capaz de llegar.

– Eso lo dices ahora, Juan Carlos. Pero entonces estabas tan despistado como el resto de todos nosotros, venga. Nos creíamos lo que nos creíamos porque no teníamos otra cosa a la que hacer caso y porque nos parecía imposible que nadie se inventara una historia semejante. ¿No os parece?

– No -dijo Carmen, hablando por fin-. Lo que ocurría era que Beth hacía las cosas tan a conciencia y con tanta convicción que llegaba un momento en el que

nos las tragábamos al ciento por ciento. Nosotros mismos completábamos las lagunas en nuestras cabezas para que las piezas del rompecabezas encajaran las unas en las otras.

– ¿Pero de veras que creéis que la Beth montó todo esto como si fuera un guión de cine, así, paso a paso, de principio a fin?

– No, no -dijo Carmen-. Beth era una improvisadora espléndida, con unos recursos instintivos de primera… Contrariamente a lo que todos vosotros habéis dicho siempre, me parece que Beth era una mujer listísima. Inculta, analfabeta práctica, si queréis, pero inteligente y rápida, vaya… Pudo con la imaginación de todos nosotros.

– Quién la vio y quién la ve, pobre mujer.

XXI

No fue así en realidad. No fue así en absoluto.

Es indiscutible que sucedió la noche de la sátira anual de Liam Hawthorne. La comedia, dicho sea en aras del rigor histórico, tenía efectivamente por protagonista a Bertil y, si involucraba a turistas y terratenientes alemanes, no era para que entre todos instalaran una industria de fabricación de cañones o de bombas en el pueblo. La cosa era más sencilla y mucho más sutil. Bertil representaba el papel de un rico hacendado de Hannover, esto es cierto (y es un hecho contrastado que su interpretación tuvo gran dignidad: muchos son los que aún la recuerdan y hasta hay quien asegura que Augustus, impresionado por la maestría escénica de Bertil, le ofreció un papel en una de las obras que, escritas por él, estaban siendo representadas en el West End de Londres).

En la versión de Liam, el rico hacendado de Hannover había comprado el pueblo para hacer de él un gigantesco escenario en el que, en sesiones diarias de mañana, tarde y noche, se representara… la vida del pueblo, simplificada para turistas alemanes poco avezados. Los turistas que adivinaran el nombre de los personajes o descubrieran en la actitud de éste, en la risotada de aquél o en el disfraz de aquel otro a un escritor célebre o un astro de cine de Hollywood, a un contrabandista de tabaco o a un simple hippy, serían premiados con un paseo en barco para dos con derecho a paella y sangría.

En fin, así eran las bromas amables de Liam. Ésta tuvo especial significado porque no volvió a escribir otra.

Para gran tristeza de todos, del mundo literario en general y de sus familiares y amigos en particular, los más allegados pronto descubrieron que los repentinos cambios de humor de Liam en los últimos tiempos, sus olvidos y despistes respondían, como en el caso de Patrick Loveday, padre de Augustus, al infausto asalto de la demencia senil. Quiso la ironía del destino que los dos grandes poetas vivos de la lengua inglesa padecieran el mismo mal (no exactamente al mismo tiempo porque Loveday murió más o menos cuando Hawthorne enfermó) frente al mismo mar, a menos de quinientos metros el uno del otro, y resolvieran así la tragedia de sus vidas, unidas por acontecimientos que los habían convulsionado al mismo tiempo: la Gran Guerra y sus dramas estériles, Pamela Gilchrist y su tiranía estúpida, el suicidio de la mujer de Loveday, la soledad en que los dejó sumidos, abandonados a ambos, la destrucción de sus memorias y, por encima de todo, la grandeza de sus versos.

Bien. Fue por tanto la noche de la obra anual de Liam. Los Hewitt asistían por primera vez a este rito y se sentaban al lado de Augustus, que actuaba en cierto modo de padrino, intérprete y traductor suyo. Es verdad que también se encontraba Tono, pero su presencia era más bien marginal; entonces todavía hablaba inglés con no demasiada seguridad. Y, como un extranjero recién llegado, tenía que encontrarse más a gusto con un compatriota que con el alcalde del pueblo, James habló aquella noche más bien con Augustus.

La función discurrió con normalidad y a la salida, cuando en fila india los espectadores se encaramaban a los pedruscos que a modo de rudimentaria escalera los subía hasta la carretera, James, que iba detrás de Augustus, perdió un poco el equilibrio y para no caer tuvo que apoyarse en la persona que le seguía. Por supuesto se trataba de Beth.

– Perdón -dijo James, volviéndose hacia Beth.

– No tiene importancia-contestó Beth, sonriendo.

No hubo más. Siguieron subiendo todos y, al desembocar en la carretera, Augustus se sumó a uno de los corrillos que se iban formando a medida que llegaban los espectadores. Se dio la vuelta e hizo señas a los demás para que se unieran a él.

– James -dijo-, ésta es mi buena amiga Beth Meckel de Lorena. Creo que sois compatriotas…

– Hola -dijo James. Tendió la mano a Beth. Y luego frunció el ceño.

– Qué tal -dijo Beth, estrechándole la mano. Lo miró a los ojos con cordialidad curiosa. Después desvió la vista hacia Jaimie y sonrió.

– Es mi mujer Jaimie.

– Cómo está usted.

– ¿Compatriotas? -preguntó James.

– Soy australiana de origen en realidad -como si estuviera diciendo que no le quedaba más remedio y que lo sentía-, americana por matrimonio y mallorquina porque vivo aquí desde siempre y aquí tengo la casa de mis antepasados.

– ¿Ah?

– Sí. -Sonrió-. Ahora ya lo saben ustedes todo acerca de mí.

James asintió gravemente.

Augustus se frotó las manos.

– ¿Por qué no venís todos a mi casa y hacemos una torrada?

– ¿Una torrada?

– Sí: pan tostado y untado con tomate y aceite, jamón, aceitunas y vino, mucho vino. Dan el sueco está ya allí preparándolo todo.

– Ya me parecía que no lo había visto en el teatro -dijo Beth con una breve risa.

– Eso suena espléndido -dijo James.

– Ya sabes que a Dan el sueco las obras de Liam le parecen una patochada sin interés.

– Cosas de Dan -dijo Beth-. Por cierto, Lórgus, me tienes que hablar de esa acompañante de Hollywood que te sigue a todas partes. -Miró a su alrededor-. ¿Cómo es que no la has traído esta noche?

Hubo un segundo de silencio.

– Sólo somos buenos amigos -dijeron luego al unísono Augustus y Beth. Rieron de buena gana-. De verdad -insistieron ambos, otra vez al unísono-. Se ha quedado en América -concluyó Augustus. Beth le guiñó un ojo.

En aquel momento, Tono se incorporó al grupo. Había subido corriendo desde el anfiteatro de Liam y venía jadeando.

– ¿Y vuestro alcalde? Aquí ya no se respeta nada. Ni siquiera esperáis a vuestro alcalde.

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