Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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– Y yo… Además, no es verdad. Eres el tipo de cuarenta y ocho años más viril y joven que conozco.

– Cincuenta y uno.

– Bueno.

– ¿Qué es eso de los doscientos millones de dólares?

– Nada. Hombre, ¿no vale ese dinero mi suegro?

– Por lo que dices, seguramente.

– Y si los vale él, ¿no los valdrá Lav?

– Claro.

– Siempre me quedaré con las ganas de haberme hecho una cama redonda contigo y con Hans… un buen polvo doble.

– Yo también -dijo Dan el sueco, riendo-. Yo también… Tenía un buen culo… Pero tú siempre fuiste mujer de un solo culo a la vez. Una lástima.

– Ah, nunca me lo propusiste.

– Bueno, con los celos que tenías de mis dos francesas…

– Ni hablar. Nunca me importaron gran cosa… Y míralas ahora: están hechas una pena.

Tres o cuatro días después ocurrió un hecho extraordinario e inesperado. Un golpe de fortuna con el que Beth no se habría atrevido a soñar nunca.

Recibió una carta de Louis Trevor.

Escrita a máquina, eso sí.

Estimada B.,

He dejado pasar estos meses para dar tiempo a Laivinia a terminar sus cursos en la Roseraie y regresar a El Mirador, la casa en la que vive con usted y que nos describió con tanto amor. Debo decirle que Lavinia nos pareció a todos una persona cautivadora, inteligente y discreta (al igual que su simpática y alegre amiga, Luisa Romanovna). Era evidente que la muerte de su padre la había afectado en lo más hondo del alma, pero también debo decir que sobrellevaba su dolor con gran entereza. Nos habló de Jim, de un Jim que no reconocíamos, con calor y nostalgia.

Debo reconocer que ha hecho usted un trabajo espléndido.

Quisiera que usted considerara un ofrecimiento que le hago por si pudiera ser de su agrado. Me gustaría que Lavinia viniera a pasar una temporada conmigo a decidir qué hacer con su vida. Es obvio que se trata de una persona inteligente y sensible y, como me señaló que deseaba tomarse un año sabático antes de ir a la universidad, creo que puede ser bueno para ella pasar unos meses en Filadelfia y, tal vez, viajar para ampliar sus horizontes.

Lavinia me dijo que había estudiado y trabajado duro para irse preparando a cursar la carrera de Arqueología. El museo de Bill Loden es muy conocido en los ambientes académicos y su recomendación es más que suficiente.

Espero que considere mi oferta y me diga lo que opina de ella. Incluyo una breve carta para Lavinia y me gustaría que se la hiciera llegar.

Reciba un muy cordial saludo,

L.T.

Con la carta en la mano, Beth apoyó la cabeza contra el borde del esplendit, uno de esos entrantes angulares que en Mallorca amplían la luz de las ventanas a través del ancho de los muros.

Intentó sonreír pero no pudo y, por fin, se le escapó un sollozo solitario, largo y profundo.

– ¡Claro que te la mandaré, viejo testarudo hijo de puta! -gritó-. Te la mandaré y será tu heredera… Y un día, oh, sí, un día pronto, me invitarás a cenar y me pedirás perdón.

Y durante el tiempo de vida que le quedaría para recordar, Beth recordaría este instante como el de su mayor gloria: había triunfado por completo. Ni siquiera le hacía falta prever lo que ocurriría en adelante, puesto que su victoria sobre los elementos había sido total: tras quince años de sufrimientos y sacrificios, Lavinia se había convertido en una espléndida señorita bien educada, era la heredera de una colosal fortuna y, lo más delicioso de todo, sus apellidos la habían ennoblecido. Tres cosas que Beth nunca había tenido, que nunca había esperado tener, pero que había luchado con fiereza por conseguir para su hija.

XX

Eran momentos turbulentos para el pueblo. Llegaba a él una nueva generación de inmigrantes (anglosajones, italianos, franceses, algún jugador de ajedrez suizo o alemán), todos ellos menos libertarios que sus predecesores en el lugar, con un hippismo posmoderno y probablemente más artificial.

– Bueno -explicaba Tono-, tomaban drogas de diseño en lugar de la marihuana tradicional…

– Vaya, y cocaína como siempre, ¿eh? -puntualizó Juan Carlos-. Comme d'habitude.

– Eran escritores, pintores, cantantes, concertistas o simples banqueros acaudalados o miembros de una enriquecida aristocracia sin nada mejor que hacer en vacaciones que retornar a la simplicidad bucólica (igual que en tiempos de María Antonieta se jugaba a pastores y pastorcillos en los jardines de Versalles). Más que para responder a una llamada cuasi-religiosa de libertad individual, buscaban regresar a un pasado sencillo que nunca habían conocido en realidad. No sé si me explico -dijo Tono.

El grupo de los de siempre, cada vez más reducido, intentaba vivir como lo había hecho toda la vida. Pero salvo en largas charlas de nostalgia nocturna, se les hacía cada vez más difícil recuperar la memoria de la cohesión, el recuerdo que tenían de haber sido un grupo integrado, libre, comunero, alejado de las necesidades burguesas que habían impelido a cada uno a huir de su propio ambiente. Y, sobre todo, un grupo único y sin fisuras.

El pueblo en sí sufría una evolución similar. Empezaron a aparecer detalles que falsificaban su espíritu y que iban convirtiendo los sutiles cambios de fisonomía en alteraciones permanentes. Puede que se debiera sencillamente a la evolución propia de la sociedad y de la economía. El pueblo no tenía más remedio que avanzar a grandes saltos porque a eso lo impulsaban las oleadas de gentes e ideas y actitudes sociales. No podía ser de otro modo cuando la historia, el enriquecimiento, la traslación de la revolución en las costumbres de los grupos minoritarios a la generalidad, exigían este salto acelerado del siglo XIX al XXI.

Pero el pueblo padecía. En unos años, el villorrio primitivo y genuino fue adquiriendo un lustre apenas perceptible de colonia rica de vacaciones: muchas casas iban siendo vendidas a gentes de Barcelona, de Madrid, de Londres, de París o Nueva York y, sin que les fueran cambiadas las fachadas, sufrían alteraciones espectaculares en sus interiores. Los cables eléctricos seguían colgando de postes primitivos de madera, el asfaltado de las calles se limitaba al máximo, pero se hacían cuartos de baño nuevos, se instalaban cocinas eléctricas y neveras y las antenas de televisión se generalizaban en los tejados. El dinero había llegado al pueblo. «Sólo falta que nos pongan un supermercado», gruñó la madre de Carmen. El supermercado, sin embargo, tardó un par de años más en ser instalado en la calle principal. Y a quienes lamentaban esta evolución y se desesperaban porque el pueblo había dejado de ser lo que era y se había convertido en un espectáculo de extranjeros y para extranjeros, Dan el sueco respondía invariablemente:

– Ya. Pues no tenéis más que decirle a estas gentes que no vendan sus casas, que no acepten los millones que les ofrecen a cambio y que no se compren el coche con el que han soñado durante años, que no instalen agua corriente ni cocina de gas butano… Vosotros, que sois extranjeros, bueno, forasiés llegados, eso sí, antes del boom, os quejáis del espectáculo y decís que no debería ocurrir… siempre y cuando no os afecte a vosotros, claro… Porque a vosotros también os vendieron sus casas los de aquí, ¿no? Para mí, amigos míos, está clara la trampa: consideráis que debe haber un lugar primitivo en la tierra al que, vosotros, gente rica hastiada de las metrópolis o gente huyendo de la civilización alienadora, debéis poder acudir para refrescaros, sin que ese sitio cambie y se modernice. Vaya gente, caramba. -Luego resoplaba, asombrado de haber hablado tanto, y repetía-: Caramba.

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