Fernando Schwartz - El príncipe de los oasis

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Un joven mitad árabe, mitad occidental, criado y educado en Europa, regresa a Alejandría para reencontrarse con sus raíces islámicas. Junto a su padre, un aristócrata de la corte egipcia, emprenderá un peligroso viaje a los oasis de Libia. Diplomático, escritor y excelente comunicador, Fernando Schwartz (Madrid, 1937) decidió dedicarse por completo a la literatura desde 2004. Autor de más de una docena de novelas y ensayos, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Planeta 1996 por El desencuentro y el Premio Primavera 2006 por Vichy, 1940. Su última novela, El cuenco de laca, alcanzó un notable éxito. Reside la mayor parte del año en Mallorca.

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– ¿Tú crees? -Fuad torció el gesto-. Me parece que la antipatía que siente por Inglaterra no ha disminuido…

– Claro que no. Pero es el problema de Inglaterra, no el nuestro. Creo, señor, que todo lo que enfrente a potencias extranjeras, incluso si se refiere a Egipto, sin llegar a involucrarnos, es bueno para nuestros intereses.

– Estuvo de parte de Alemania y de la Sublime Puerta durante la guerra…

– ¿Quién?

– Von Oppenheim.

– Es cierto, pero en lo que a nosotros respecta, no era para establecer sobre Egipto un dominio alemán similar al británico, sino más bien para intentar que éste se acabara. Max es un orientalista, un profundo conocedor del mundo árabe, un coleccionista… Yo creo que quiere vernos libres del yugo colonial, sea cual fuere éste…

Fuad dejó que se le escapara una carcajada.

– Pues no le ha salido muy bien la operación -dijo-. ¿Crees que lo seguirá intentando?

– Si me lo dijeran del káiser, todavía, pero… Vaya, que me parece que Von Oppenheim es menos pro germánico que anticolonialista. Quiero decir que lo que de verdad le interesa es que deje de haber colonias europeas en el mundo. Las alemanas, por supuesto, pero las inglesas, las primeras.

– Eso no hace de él un enemigo.

– No. Ya veremos en el futuro, pero en este momento puede que eso haga de él un aliado a la hora de recuperar por completo nuestra soberanía. Pero…

– ¿Pero? -preguntó el príncipe Kamal, que llevaba un rato en silencio escuchando la conversación.

– ¡Kamal! -exclamó el rey-. Ven aquí. Hablábamos de Von Oppenheim.

– Ya lo he oído. Lo que me interesa es que Ahmed le haya puesto un pero a lo que Max pretende.

– Bueno… Es que me parece más necesario en este momento que Egipto se integre mejor en el siglo XX, que aprenda a respetar las costumbres de la civilización occidental…

– Pero ¿qué dices? -exclamó nuevamente el Rey-. ¿Qué otra cosa son este teatro, las líneas de tranvía, el alcantarillado, las escuelas, la luz eléctrica de las farolas, el canal, todo al servicio de esta… de esta… de nuestro pueblo? ¿Qué más pueden querer?

– No ellos. Nosotros -afirmó el Bey.

– Pues si tenemos que esperar a que el pueblo se eduque, van a pasar varios siglos.

El Bey guardó silencio.

– Míralos a todos -había susurrado Amr a Nicky-, querrían ser londinenses en lugar de cairotas; ah, bah, no hay mucho orgullo nacional en este salón.

Sólo el primer ministro, Saad Zaghloul, representaba al pueblo llano. Flaco, flaco, con su pelo muy blanco y su enorme bigote canoso cubriéndole la mitad de la enjuta cara, se le hubiera podido tomar por un alcalde o un fiscal de provincias en vacaciones.

– En realidad -había confiado Zaghloul a Ya'kub cuando Amr se lo presentó-, soy político por casualidad y muchas veces me he arrepentido de ello. Fue la Reina -hizo un gesto con la cabeza en su dirección- la que me aconsejó que aprendiera francés si quería ser alguien en El Cairo. -Sonrió con socarronería y dio una chupada profunda a su cigarrillo; se le marcaron las mejillas hacia dentro como si debajo de ellas no hubiera hueso ni mandíbula-. No sé si me ha ido muy bien: me han detenido, me han exiliado y luego me han hecho primer ministro para que me pelee con los ingleses… -Amr rio de buena gana. Zaghloul bajó la voz-. Y, además, Fuad no me tiene simpatía porque, cuando ambos éramos jóvenes, yo le ganaba siempre al póker y le parecía que era un insulto a la dignidad de un príncipe ser derrotado a base de faroles. Nunca me lo ha perdonado. En fin, ojalá que esa fuera la suma de todos mis problemas.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque, en realidad, mi joven amigo, luchamos en varios frentes a la vez. -Rechazó una copa de champagne que le ofrecía un criado-. No, gracias… Mis correligionarios y gran parte del pueblo de El Cairo quieren que Egipto se independice de Gran Bretaña y yo, que estoy de acuerdo, debo luchar sin embargo por evitar el baño de sangre que suele acompañar a las revueltas nacionalistas… Nadie quiere eso.

– Pues entonces, primer ministro -interrumpió el Bey, que acababa de acercarse al grupo-, mucho me temo que tendrá usted que retener a sus huestes, ser paciente y apoyar la lucha «nacionalista» -hizo un gesto para significar que no encontraba un término más apropiado- que libramos desde el trono. ¿No le parece?

Saad Zaghloul levantó las cejas.

– ¿Y qué puedo hacer, Hassanein Pasha? ¿Qué puedo hacer cuando detrás de mí presiona todo un pueblo…?

– ¿Todo un pueblo? -interrumpió el Bey con incredulidad.

– Desde luego, desde luego. ¿Ha oído usted hablar del profesor Hassan al-Banna?

– ¡Ah, bah! -exclamó el Bey-. Sé bien quién es… Un islamista fanático que quiere expulsar a los ingleses de aquí y de paso a todos los extranjeros. Y luego pretende regir la vida de nuestro país aplicando de modo implacable la sharia, la ley coránica, y devolvernos a la Edad Media. ¡Bah!

– El problema, Hassanein Pasha, es que Al-Banna tiene mucho predicamento entre las clases más pobres, que son las que menos tienen que perder en una revolución.

– Pues me parece que habrá que pararlos…

Ya'kub dio un respingo.

– ¿Pararlos? -murmuró.

– Bueno, Ahmed -dijo Amr-, las cosas no son tan fáciles de hacer, sobre todo si te encuentras entre dos fuegos, los soldados ingleses, por un lado, y los nacionalistas egipcios, por otro. Nada fácil.

– Hace pocos días, Al-Banna me vino a visitar a mi despacho -continuó Zaghloul-. Había insistido mucho en verme… Tenía un mensaje importante que darme… la patria en peligro, cosas así. En el fondo me vino a explicar que estaba pensando en crear una asociación laica, seudolaica, en realidad, que se llamaría hermandad… o… hermanos musulmanes o algo parecido y que, para cuando eso sucediera, contara con ellos para nuestra lucha. Alhamdulillah.

– ¡Vulgares alborotadores! -exclamó el príncipe Kamal, que acababa de unirse al grupo acompañado por Nimet-Allah y Nadia. Dio la impresión de que lo decía en broma, como si toda aquella conversación tuviera poca importancia y no pasara de ser una habladuría de poca monta.

– Mmm, Kamal, no te tomes estas cosas a la ligera -dijo Amr con una sonrisa-. Así empezaron en París en 1789 y mira cómo acabaron.

– ¿Sugieres que esta chusma pretende guillotinar a su rey? -preguntó Fuad, acercándose a ellos con mirada truculenta. El primer ministro levantó las manos para defenderse de semejante locura.

– Claro que no, majestad, claro que no. Sólo pretendo que…

– Sugiere -le interrumpió la reina Nazli- que ignorar los deseos del pueblo suele costar un tajo en el cuello y que no ignorarlos suele significar que pasará uno el resto de la vida en el exilio y jugando a la ruleta en el casino de Montecarlo. -Miró a Zaghloul con una brillante sonrisa y éste lo agradeció con una breve inclinación de cabeza.

De pronto, Fuad empezó a reír sin poderse contener, encantado de su chacota y del terror que había sido capaz de inspirar a Zaghloul. Todos fueron uniéndose progresivamente a la carcajada hasta que le quitaron la espoleta a una situación que bien podría haber sido explosiva y que así sólo quedó en broma pesada.

Ya'kub, pensativo, fue el único que no rio. Amr lo miró frunciendo el ceño y Nadia, que, como por casualidad, se encontraba a su lado, sin que nadie lo viera (tal vez con la excepción de Max von Oppeheim desde el foyer), le dio un pellizco en el costado. Presa de un golpe de amor loco, Ya'kub de buena gana se habría vuelto hacia ella para besarla con pasión delante de todo el mundo. No se habría atrevido, pero en todo caso lo evitó una severa mirada de Amr.

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