– El plan que tengo, pues es éste: yo de aquí no me voy, a menos que tu padre coja y me eche. Y si me echa, me voy. Pero me voy a casa de mi madre, ahí me voy.
– O sea, que me dejas.
– No, no te dejo, Jacobo. Si te fijas, no te dejo. Me separo de ti por incompatibilidad de caracteres, porque el torro que me das es tan continuo y tan constante y tan horrendo, que es que me breas viva, me comes la moral, eso me comes. Y aquí por lo menos, con tu padre, la moral no me la come: me la eleva. Yo me doy cuenta, Jacobo, de que no estoy contigo siendo justa, no lo estoy siendo. Y siento, como es lógico que sienta, un sentimiento de culpabilidad muy fuerte, Jacobo, muy fuerte. Pero es que me veo que volvemos a Madrid, tal que mañana mismo volvemos a Madrid, y volvemos a lo mismo, venga y dale, otra vez lo mismo.
– Pero vamos a ver, Angélica, en Madrid qué es lo que te pasaba a ti en Madrid, yo me doy cuenta que te pasaba alguna cosa porque estabas como murria, y desde que estás aquí te veo mejor.
– Lo ves, estoy mejor.
– Me alegro, pero eso no es motivo para mandarlo todo así a la mierda.
– Sí es motivo. O mejor dicho: no lo es. Pero déjame pensarlo, por favor. Una mujer tiene que tener su propio tiempo para pensar lo que tenga que pensar. No todo es ser como tu madre, una mujer de acción, una impulsiva y venga y dale. Yo tengo que tener un tiempo mío para pensarlo todo bien pensado porque es que tengo que pensar, Jacobo, yo tengo que pensar. Yo sin pensar no viviría.
– Pues piensa lo que tengas que pensar. Pero yo me voy mañana.
– Bueno, vete.
– ¿Y después?
– Pues después ya se verá, Jacobo. Hasta que la vida no da toda la vuelta, no se ve ni siquiera un poquitín, ni eso. Eso tu padre te lo explicará bien bien. La significación intrínseca de cada cosa, cosa por cosa, hasta que la vida no da toda la vuelta, no se ve ni todo ni por partes. Porque todo es perspectiva, tu padre dice. Un perspectivismo radical. Yo soy yo y mis circunstancias, tu padre dice, que es lo mismo que Ortega decía siempre. Que los árboles no te dejan ver el bosque…
– Bueno, Angélica, mira. Lo que vamos a hacer entonces, Angélica, es que tú te quedes aquí y lo hables todo con mi padre, pero no conmigo y con mi padre a la vez, eso imposible. Me mareo sólo de pensarlo. Y cuando lo tengas todo bien hablado y la vida dé la vuelta esa que dices, pues me llamas y lo hablamos.
– ¡Eres increíble, Jacobo, increíble! ¡Sabía que al final lo entenderías!
Esta vez es -piensa Jacobo- la primera vez que entro en este despacho de mi padre, y me siento frente al fuego de mi padre para hablar de mi matrimonio con mi padre. Esta elaborada cadeneta de ocurrencias mentales acentúa la natural tendencia de Jacobo Campos a hablar poco. El hecho de que se trate de una única ocurrencia (a saber, que el hijo mayor de Juan Campos apenas se ha sentado nunca a hablar de nada con su padre) hace que contenga en su sencilla verdad un como resorte sorpresivo: la verdad es que es verdad que Jacobo y Juan apenas se han hablado nunca de nada, que no sea lo corriente. A ojos de Juan Campos, la aparición de su hijo en su despacho con una visible intención de hablar de algo y sin saber bien cómo empezar le parece fascinante y cómico. El sentido del humor hace las veces del afecto en este caso: no le quiere pero le hace gracia, por lo menos durante un rato corto. Decide Juan sacar él mismo el tema que su hijo acabará sacando con el tiempo.
– Tengo entendido, Jacobo, que te vuelves a Madrid. Sin disparar ni un tiro además. Lo siento, créeme que lo siento. Comprendo que en vuestra situación no estéis para andar de cacería…
– Pues no, no mucho.
– Sé lo que os pasa, Angélica un poco me ha explicado la cosa de qué va, es lo más normal. Con tu trabajo, y ella mano sobre mano todo el santo día en la casa sin saber en qué dar, se agrian las convivencias, hasta las más íntimas y profundas se ajan y deterioran, más aún, estoy persuadido de que cuanto más profundas las convivencias son, como es la vuestra, más se ajan cuando los proyectos de ambos cónyuges van cada uno por su lado. ¿Estás de acuerdo?
– Estoy… Supongo, sí… de acuerdo. Lo que yo quería saber, papá, es lo que te parece, o sea, si te parece, que Angélica se quede aquí unos días más contigo, por lo menos hasta navidades, o no sé…
– A mí, Jacobo, me parece bien, si a ti, Jacobo, te parece bien. Si a vosotros dos os parece bien, a mí, Jacobo, me parece bien. Esta casa es vuestra casa, como es lógico, y Angélica viene a ser para mí como una hija. Más casi te diría que una hija, porque a Andrea casi no la veo. Desde que se casó con este chico, este Ángel Luis…
– José Luis.
– ¿Cómo dices?
– Que se llama José Luis, papá, no Ángel Luis, José Luis.
– ¡Eso, José Luis!, ¡qué tonto estoy!
– Conmigo se lleva Angélica a matar, papá, bastante mal. Porque no tenemos de qué hablar. Reconozco que una vez que vuelvo a casa después de todo el día en el banco, lo que me apetece menos, lo que menos, es hablar. Esto lo reconozco.
– Te comprendo. Tu madre, que en paz descanse, siempre lo decía de los bancos, de las oficinas bancarias, vaya, porque a ella los bancos mismos la encantaban. Decía: un banco aburre a un buey de madera. Se refería, yo supongo, más bien a sucursales. Y claro, aunque tú no estás en sucursales, sino mucho más arriba, completamente otro nivel, lo cierto es que a la postre, a la fin y a la postre, incluso a tu nivel, también un banco te aburre que te mata. Llegas a casa, y qué se puede hacer, dejar de ser, dejar de hablar, dejarte de aburrir siquiera un rato. Desde las veintidós horas post meridiem, un poner, hasta que acaba «Tómbola» a las dos ¡qué inmensa paz! Lejos del duro banco y sin hablar ni una palabra. Ya habla Angélica por ti…
– Solemos ver más bien películas lo de «Tómbola» a mí no me hace gracia, a Angélica tampoco.
– Te comprendo, a mí tampoco. «Tómbola» es muy vil.
– No sé, a mí no me divierte.
– En cualquier caso, dan la una, dan las dos, es hora de acostarse y de dormirse, de levantarse e irse al banco refrescados.
– Así es, pongo el despertador a las siete.
– Admirable -declara Juan Campos, quien para ocultar la risa se acaba de levantar y se dispone a servirse un whisky doble-. ¿Te apetece un whisky, Jacobo?
– No, gracias. -Hace ya rato que Jacobo ha superado su inicial sensación de extrañeza ante la presencia de su padre. A estas alturas, su inhibición y su aprendido (y quizá mal entendido) sentimiento jerárquico, tan bancario, del respeto por las figuras de la autoridad se ha disuelto casi por completo y percibe con toda nitidez la mala leche paterna, el tono guasón, la gana de reírse a costa de su hijo, a costa de cualquiera. Es la primera vez que Jacobo habla con su padre de su matrimonio. Ahora que la inhibición se ha reducido, y ha sido sustituida por la idea de que su padre está dispuesto a tomarle el pelo, Jacobo pone en marcha una estrategia aprendida allá en su niñez (y en broma, con Antonio Vega), y confirmada después amargamente en el banco, que dice, el que da primero, da dos veces. Así que dice:
– Que yo sea un aburrido no es ninguna novedad, ¡no hace falta que me lo recuerdes, ya lo sé!, pero que Angélica se aburra tanto en Madrid que tenga que quedarse aquí a vivir para aburrirse algo menos es ridículo. Todas las mujeres de mis amigos hacen una vida parecida a la de Angélica: organizan a la ecuatoriana, llevan los niños al colegio, van a la peluquería y acaban las tardes, días alternos, jugando a la canasta en casas unas de otras.
– ¡Bien dicho, chico!, pero claro, hay un pero, hay un pero, ¡hay un pero, Jacobo!
– ¡Qué pero ni qué hostias! -exclama Jacobo, que está furioso ahora.
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