El caso es que Fernandito reaparece ahora en el garaje, en el cobertizo, juvenil y abatido, para hablar de sus cosas con Antonio. Entre estos asuntos de Fernando ahora su padre no ocupa lugar ninguno. Emeterio es el único problema que Fernandito tiene. Antonio ve, de inmediato, que Fernando se dispone a hablarle de sí mismo y que tiene un problema. Antonio es ahora el viejo sherpa de la adolescencia, un papel que Antonio Vega aceptó desde un principio y que ahora, en silencio, acepta representar de nuevo. Todos los expedicionarios de la expedición que trabajosamente asciende monte arriba o que desciende a las barrancas y cuevas del litoral cantábrico, todos los niños, todos los adolescentes, la expedición entera, es responsabilidad de Antonio Vega: han pasado los años y sigue siendo así. Antonio hace un indefinido gesto amable y Fernando se sienta junto a él en el otro sillón, los dos miran el fuego de la estufa.
– ¿Qué hago con Emeterio, Antonio? -Fernando tiene la seguridad de que no necesita decir más. Y, sin embargo, ésta es la primera vez que va a hablar de Emeterio con Antonio.
Es media tarde. Llueve una vez más este invierno lluvioso del Asubio. La lluvia tranquiliza el mar. Las balsas de maganos suben a la superficie estos días. Se está bien frente a la estufa del cobertizo, se está bien con Antonio. En esto se parecían y todavía se parecen Matilda y Antonio -piensa Fernandito: en que estaban siempre al tanto, incluso de historias que les contabas por primera vez. Siempre tuvo la sensación de que sabían de antemano lo que ibas a contarles, porque nunca se sorprendían. Es muy posible que Fernandito tomara en ambos casos por sabiduría lo que no era más que un estado de alerta continuado, una versión casera de la cura heideggeriana Antonio ahora no ha preguntado -como lo hubiera hecho casi cualquier otro-: ¿qué pasa con Emeterio? Tampoco se ha apresurado a comentar qué gran chico es Emeterio, qué buenos amigos habéis sido siempre Emeterio y tú… Ha cruzado los dedos y sus manos reposan ahora sobre su pierna derecha, a su vez cruzada sobre la izquierda. Fernandito, que a veces fuma y a veces no fuma, ahora enciende un pitillo. Antonio sonríe al verle encender el pitillo y aspirar el humo. Le recuerda los tiempos en que estaba prohibido fumar en casa y Jacobito fumaba a escondidas.
– Emeterio tiene novia -dice Fernandito-. ¿Qué te parece?
– Me parece muy bien.
– ¡No seas gilipollas!
– ¡Pero hombre, Fernando, ¿qué dices? ¿No te parece bien a ti, o qué?!
– Con ella no será feliz… la pechugona esa.
– A lo mejor sí, ¿tú qué sabes?
– ¿Tú de qué parte estás?
– Yo de tu parte, Fernandito, cenizo.
Antonio se echa a reír.
– ¿De qué te ríes?
– ¡Yo qué sé de qué me río! ¡De ti! -Antonio dice esto aún riéndose, ¡con tanta benevolencia!
– Emeterio es amigo mío. ¿A qué tiene ésa que meterse?
– ¡A ver, Fernando! Lo que me quieres contar, cuéntamelo bien.
– Ya sabes tú lo que te quiero contar. Emeterio es amigo mío y estoy enamorado de él, y soy maricón.
– ¡Pero chico!
– ¿Te parece mal, o qué?
– No. No me parece mal. La cosa es si Emeterio te corresponde.
– Sí me corresponde.
– ¿Entonces qué pinta la novia?
– No pinta nada. Una calientapollas es lo que es.
– Tú no has venido, Fernando, esta tarde, a sentarte aquí conmigo para insultar a la novia de Emeterio. A eso no has venido.
– Eso es cierto. No he venido a eso.
– ¿Ves como no?
– ¿Entonces a qué he venido? -pregunta Fernandito. Ha aplastado el cigarrillo con el pie en el suelo, se ha levantado, ha dado una vuelta por el cobertizo, se ha vuelto a sentar y ha preguntado a qué ha venido.
– Has venido a que hablemos de Emeterio y de ti, y de su novia. Y yo me alegro que hayas venido aquí como siempre, lo mismo que antes, a hablar en serio de una cosa seria que te saca de quicio.
– Eso, que me saca de quicio.
– ¿Qué es lo que ha pasado? Cuéntalo todo. ¡Ea!, ¿por qué no?
– ¿Por dónde empiezo?
– Da igual. Empieza por donde quieras.
– La noche que salí a buscar a Emilia, ¿te acuerdas?
– Claro.
– Pues esa noche les encontré a ellos y no a Emilia. Así empezó. ¿Empiezo por aquí?
– Vale. Empieza por ahí.
– Me porté como un cerdo. Tenía que haber subido a decirte que no encontraba a Emilia…
– Eso da lo mismo, Fernando. Ahora no estamos hablando de Emilia, estamos hablando de ti, de vosotros.
– Pues les vi en el híper. Ahí empezó todo.
Contar, tranquiliza. Ahora, en el cobertizo destartalado y confortable, Fernando es otra vez su pasado con un pequeño futuro por delante, el futuro de Emeterio y su novia y el del propio Fernando, que Fernando tiene ahora en sus manos. No puede obligarles a hacer nada que ellos no quieran hacer, y él mismo no es un héroe moral, pero está con Antonio Vega, el viejo sherpa, que estuvo siempre en su vida y que ahora vuelve a estar presente también en la vida de Fernandito, sin tener nada especial que decirle, ningún consejo moralizante o idea preconcebida: sólo abierto para que Fernandito elija libremente el futuro que desea elegir y, de ese modo, elija también su pasado. Antonio piensa ahora también en Emilia, que estará ahora echada en su cuarto, frente a la tele apagada. Emilia sabe dónde Antonio está y puede comunicarse con él por el móvil en cualquier momento. Había hablado con ella hace un momento, antes de la conversación con Fernando, Emilia aseguró que estaba bien, somnolienta, volverán a verse en una hora. Fernandito ha encendido otro cigarrillo, ha dado otro par de caladas y lo ha apagado, y ahora está tranquilo y cuenta lo que pasó esa noche.
– Aquella noche bajé a Lobreña y fui derecho al híper pensando que Emilia se habría entretenido allí. En seguida vi que no estaba su coche en el aparcamiento, entré en el híper por si acaso, di toda la vuelta, no estaba Emilia, subí al piso de la cafetería y allí estaban ellos dos, hablando bastante. A lo primero ellos no me vieron. Yo les vi a los dos y no vi más. Lo de la novia yo ya lo sabía, creí que no era nada. Emeterio no es de mucho hablar, ya sabes. Creí que era una de Lobreña con quien ir al baile y tal. Entonces les vi a los dos y no era eso. Da vergüenza decirlo, Antonio, contigo da menos vergüenza, tú eres tú. Da vergüenza por lo que sentí, que fueron celos: envidia y celos y odio. Se me empapó la espalda entera, la camisa, de sudor y no hacía calor. Empapado. Me acerqué y les pregunté por Emilia. Ella está bien, es… monilla, como son las de aquí. Ahora las chicas de aquí no son de pueblo ya. Las montañesas siempre fueron altas, siempre lo decía mi madre, y trigueñas, morenas lavadas, pues así era ésta, delgadita y simpática.
Pero antes de ver eso, todo esto que te digo, lo vi todo a la vez: vi que hacían buena pareja. Me cago en Dios, Antonio. La hostia puta. Estaban bien, se les veía contentos, Emeterio se cortó mucho al yerme, ella no. Se llama Carmen, Mari Carmen, me parece. Se vio que no sospecha nada, peor todavía: en aquel momento, Antonio, yo vi que no tenía nada que sospechar porque Emeterio no tiene nada que ocultar, porque Emeterio la quiere, se lleva bien con ella, no es un ligue, es una novieta. Los celos me hinchaban la cabeza, me sudaban las palmas de las manos, la espalda, tenía la cabeza hinchada…
– Seguro que dabas la impresión de estar frío, pálido, tan elegante como siempre. Yo te conozco.
– Seguro que sí. Pero tenía la sensación que te digo. Ella dijo, Carmen, que teníamos que quedar los tres. Y yo hice como que no la oía y le dije a Emeterio que habíamos quedado a almorzar el día siguiente. Le veía muy cortado. Luego me fui, me senté en el coche. Luego dejé pasar el tiempo. Luego salieron. Ella tiene un coche pequeño. Iba a seguir les. Arranqué y me paré. Les dejé irse. Luego me metí en un bar uno que hay a la salida según se viene para acá y me metí unos whiskies, bastantes. Se me acercó una y la mandé a la mierda. Estaba muy mareado cuando salí. Resbalé y me caí. Por fin arranqué el coche y vine aquí, me dio pena verte, me di cuenta de lo mal que estabas tú. Me fui arriba.
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