Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– ¿Qué hora es, Juan? -pregunta Angélica con la voz alterada-. No llevo reloj.

– Es la hora del alma en pena.

– Deberíamos salir fuera de la cueva y pedir socorro.

– Hazlo, Angélica, sal y grita socorro. Entonces verás donde estás metida, no hay socorro que valga. Sólo yo puedo socorrerte, pero yo no estoy en mis cabales, la noche me ha empapado de accidentalidad, de desconexión. Soy un accidente repentino esta noche, Angélica. Tampoco yo te reconozco a ti. Tú no eres mi nuera, ni Angélica, ni habrá mañana ninguno, ni luz del día. ¿Cómo sabes que mañana saldrá el sol?

En el Asubio hay un gran tumulto a esta misma hora. Jacobo se ha presentado en el todoterreno de un amigo. Los dos vienen a cazar. Van a quedarse todo el fin de semana y van a ir a un puesto de caza a unos cien kilómetros de Lobreña. Traen sus escopetas y sus indumentarias de cazadores, un poco demasiado nuevas quizá. Salieron de Madrid después de la oficina y han viajado durante cinco horas. Han tocado la bocina frente a la puerta del Asubio a las once. Bonifacio les ha abierto la puerta y ha avisado a Antonio diciéndole que suben. Antonio ha encendido las luces de la entrada y les espera con la puerta abierta. Al cruzar la casa, ha sorprendido a Antonio que las luces de la sala y del despacho de Juan estén apagadas. La verdad es que Antonio y Emilia han pasado la tarde encerrados en sus habitaciones y no han pensado en los demás ocupantes de la casa. Antonio creía que Juan y Angélica habían terminado su paseo y habrían cenado por su cuenta. Los recién llegados saludan a Antonio y Jacobo pregunta:

– ¿Dónde está todo el mundo?

– No sé. Aquí. ¿Dónde van a estar?

– ¡Pero si estáis a oscuras! ¿Dónde están todos?

La evidencia de que faltan Angélica y Juan es de pronto intensamente voluminosa. Están los coches en el garaje y ninguno de los dos aparece. ¿Dónde se han metido? Mientras se formulan estas preguntas sin respuesta aparente, Jacobo y su amigo, un chico de la edad de Jacobo que se llama Felipe Arnaiz, van metiendo en el vestíbulo sus maletas, y sus escopetas de caza en las fundas. No hay nadie.

– Habrán salido -explica Jacobo a Felipe Arnaiz-. Vamos a instalarnos nosotros.

Suben los dos escaleras arriba, encendiendo las luces. Retumba la escalera de madera. Antonio recorre la casa, sabiendo de antemano que no hay nadie. Desde el despacho de Juan llama por teléfono a Bonifacio. Bonifacio declara que sólo Fernandito salió en coche a mitad de la tarde y aún no ha vuelto. No se dio cuenta de la salida de Angélica Y Juan. En cualquier caso, Bonifacio se ofrece para echar una mano y al cabo de un rato aparece en el vestíbulo. También ha salido Emilia de su habitación y quiere saber si cenarán algo. Puede hacerles unas tortillas y algo de fiambre. La situación es a la vez perfectamente normal y extraordinaria. Dos visitantes, uno de ellos de la familia, que se presentan de improviso y a quienes se les prepara la cena. Y la extrañeza de una situación en la que ni el dueño de la casa ni la esposa de uno de los visitantes aparecen por ningún sitio. La normalidad, la naturalidad lo ocupa todo y, a la vez, velozmente, se va diluyendo en la voluminosa sensación de extrañeza que les embarga a todos. ¿Cómo es posible que dos personas salgan a dar un paseo a media tarde y no hayan vuelto a las doce de la noche? Resulta incomprensible. Jacobo quiere saber si han dejado alguna nota. No hay ninguna nota ni recado, no hay llamadas telefónicas. Esto de la falta de llamadas telefónicas es casi lo que más sorprende a Jacobo, quien sabe que Angélica es aficionada a llamar por el móvil a todas horas.

– Igual les ha pasado algo… -comenta Felipe Arnaiz por decir algo, por mencionar lo obvio que empieza a ocurrírseles a todos.

Entretanto, Emilia anuncia que pueden pasar al comedor. Ha preparado unas tortillas a la francesa y una ensalada, además de quesos y embutidos. Los recién llegados se sientan a cenar. Antonio abre una botella de Rioja. Durante un momento, mientras beben el Rioja y empiezan a cenar, retorna la sensación de normalidad que se separa de la sensación de extrañeza tan sólo por una delicada película invisible. Ambas sensaciones coexisten a la vez. Afortunadamente los recién llegados tienen hambre, así que devoran sus tortillas y los embutidos y el queso y el vino. Veinte minutos después, se encuentran todos en el comedor: Jacobo, Felipe Arnaiz, Antonio y Emilia, Bonifacio y Fernandito que acaba de llegar. Fernandito, ha hecho que se le explique la situación y se ha limitado a comentar:

– Estos dos se han largado, ¡es una fuga en toda regla!

Jacobo mira furioso a su hermano.

– ¡Cállate la puta boca!

– ¡Me callo, pero a la vista está que se han largado!

Antonio está sumamente sorprendido. No forma parte del Juan Campos, que él conoce de toda la vida, este desaparecer sin avisar. La maligna sugerencia de Fernandito tiene más de ingenuidad que de maldad. Juan no es el tipo de hombre que se escapa a pie, a media tarde, con una amante. Y Angélica no es tampoco una amante, en el sentido usual de la expresión. Lo más sensato es pensar que se han entretenido en Lobreña o que han tenido un accidente. Pero no hay nada que hacer en Lobreña -no hay nada abierto- a partir de las once de la noche. Así que lo lógico es que telefonearan si están allí para que Antonio bajara a recogerles. Antonio decide que no queda más posibilidad que el accidente. Una vez decidido esto, el campo de posibilidad a la vez se ajusta y se amplía desmesuradamente. No es probable que Juan haya elegido pasear campo a través. El único paseo desde el Asubio que no sigue el camino vecinal que baja a Lobreña es el sendero del acantilado. Éste es un camino, además, frecuentado por Angélica y en ocasiones también por Juan. Y éste es un paseo peligroso de noche. Antonio decide formar una expedición de socorro:

– Vamos a formar dos grupos, en uno vamos Fernando, Jacobo y yo, y en otro podéis ir Bonifacio, que conoce el camino, y Felipe. Vamos a recorrer el acantilado voceando los nombres de los dos.

Antonio va al garaje en busca de una cuerda y un par de linternas. Se ponen en marcha. A medida que caminan por la cima del acantilado, Antonio piensa que, incluso si les localizan, incluso si no están heridos, el rescate a estas horas de la noche será complicado. Hay unos tres kilómetros de acantilado, cortados por dos barrancos cuyo origen es el desplome de la roca por la erosión marítima. Al primero de ellos, el más profundo, lo llaman el Barranco del Diablo. Al siguiente, menos profundo, la Barranca del Gato. Y hay dos pequeñas playas al pie de los acantilados. Una de ellas, la más pequeña, queda cubierta con la marea alta. Otra, mayor, cuando los Campos eran niños, fue un lugar de excursiones diurnas. Ahí está la cueva de los Cámbaros que, en la imaginación de los jóvenes Campos, instigada por Antonio, fue durante años una cueva de contrabandistas. El plan de Antonio es que el pelotón de rescate se sitúe encima de esa cueva, que queda unos veinte metros más abajo, confiando que en ese punto, que es el más elevado de todo el acantilado, Juan y Angélica puedan verles u oírles. Antonio prefiere no considerar la posibilidad de que uno de los dos, o los dos, se hayan despeñado y caído al mar. Avanzan rápidamente por el sendero del acantilado. Antonio lleva al hombro una cuerda de escalar de unos 50 metros y una linterna grande. Detrás van Bonifacio y Felipe con la otra linterna. Antonio y Jacobo vocean los nombres de los dos desaparecidos de cuando en cuando. A pesar de las linternas la expedición avanza despacio. Antonio tiene una sensación angustiosa en la boca del estómago. Puede haber sucedido una desgracia irreparable. Alcanzan por fin el inicio del sendero que baja a la cueva de los Cámbaros. Vuelven a vocear ahora los cinco a la vez y giran en semicírculos sus linternas. ¿Por qué está de pronto Antonio Vega seguro de que Juan y Angélica andan por ahí abajo? Antonio acaba de acordarse de que años atrás, paseando con Juan un verano por el acantilado, bajaron los dos hasta la cueva. Y bajaron porque Antonio se acordaba de análogos descensos de toda la familia, incluidas Matilda y Emilia, cuando los niños eran aún pequeños. Y, a su vez, Juan recordó que siempre que veía esa cueva se acordaba del san Jerónimo de Patinir, instalado en una cueva parecida. ¿Y si Juan hubiera decidido bajar esta tarde a la cueva en busca, precisamente, de ese recuerdo que ahora asalta a Antonio? No lo piensa más, se ata la cuerda a la cintura y encarga a Jacobo y a Fernando que sujeten la cuerda del otro extremo. Desciende lentamente por el sendero. Es un descenso dificultoso y desagradable, por la proximidad de las zarzas que rodean el sendero, pero no es imposible. Cuando lleva más de la mitad, vuelve a vocear los nombres de Juan y de Angélica. Ahora distingue algo parecido a ¡estamos aquí! Continúa descendiendo. Cuando por fin alcanza la playa, la marea llega casi al pie del sendero. Dos sombras le esperan abajo.

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