Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– ¡Vamos a ver, que yo me entere! ¿Qué es lo que viste en el híper?

– Les vi bien, estaban bien, contentos de estar juntos. Como conmigo cuando estábamos Emeterio y yo…

– ¿Cuál es la diferencia?

– Vi la diferencia. Entre Emeterio y yo y Emeterio y ella, Mari Carmen. Emeterio estaba contento con los dos, también conmigo, también con ella, pero mejor con ella.

Fernandito tiene los ojos muy abiertos mientras dice estas cosas, habla despacio, como si tuviera la boca seca. Ahora no se recuesta en el respaldo del sillón, está sentado justo en el borde con las manos en las rodillas y mira fijamente a Antonio. Antonio sabe que dice la verdad y sobre todo que la quiere decir: que quiere sacarse la verdad y ponerla ante sí: eso es lo que quiere ahora Fernando Campos. Y Antonio reconoce esta intención, e incluso el gesto que acompaña esta intención, en este caso. Sabe que no necesita presionar a Fernando, basta con darle pie, con una mirada amable, para que continúe. Y Fernandito prosigue:

– Todos estos años atrás y hasta el otro día creía que Emeterio era como yo, que tenía bastante conmigo. Estaba tan seguro que no le quería. Emeterio era mi propiedad, no hacía falta quererle, era una cosa mía: ¿te fijas, Antonio, lo que quiero decir?: antes éramos iguales, indiscernibles el uno del otro. En cambio en el híper, Emeterio ya no se parecía a mí, era más comprensible incluso, más fácil de entender, hasta más vulgar, más como cualquier chico de su edad que ha llevado la novia a tomar una hamburguesa al híper. Estaba disfrutando con Carmen de pertenecer al común de los mortales, en cambio, conmigo… conmigo sólo se puede disfrutar conmigo, no hay comunidad, hay mortalidad, pero estamos solos él y yo, solos y mortales, aburridos de vernos…

– Hombre, yo que tú, Fernando, volvería a pensar todo esto otra vez, le daría unas cuantas vueltas, lo hablaría, muy importante, con Emeterio! Si después de dar vueltas a todo ello sigues pensando lo que creo que estás pensando ahora: que Emeterio está mejor con Carmen que contigo, entonces sí, entonces, a partir de ahí, empezaría todo: tendrías que decir dejo a Emeterio, o mejor todavía, quiero que Emeterio se arregle con Carmen, lo quiero para siempre, y yo me echo a un lado, algo así. Hacer eso sería muy duro. Si lo haces no esperes ningún premio. Es posible que ni siquiera Emeterio se dé cuenta de lo que haces, es muy posible que ni siquiera Emeterio valore tu generosidad, así es como yo lo veo…

– ¡Pero es que me jode! ¡Me jode, no sabes cuánto me jode!

– Ya me figuro. Ahí está la gracia.

– ¡La puta gracia!

– Sí, eso, justo eso. Pero es que además hay otra cosa: que ni siquiera cuando estés seguro y estés convencido y hayas dado el paso adelante y se lo hayas dicho a Emeterio y hayas dejado a Emeterio y lo hayas dejado de tal manera que no puedas dar ya marcha atrás, incluso entonces estarás inseguro y no estarás seguro, habrás tomado una decisión irrevocable, habrás hecho lo que crees que es mejor para Emeterio y lo habrás hecho bien, generosamente, de una vez por todas. Y entonces dirás: ahora, por fin, se ha acabado, he hecho lo que tenía que hacer, estoy seguro: en ese mismo momento ya no estarás seguro, por eso es tan jodido…

– Te entiendo y no te entiendo. ¿Por qué dices que una vez que esté seguro volveré a no estar seguro?

– A lo mejor me equivoco, ojalá me equivoque. Lo que quiero decir es que suponte que, seducido como te hallas ahora mismo por la idea de hacer lo mejor para Emeterio (idea que a su vez te ha venido sugerida por la visión de Emeterio y Carmen en el híper tan felices juntos, haciendo tan buena pareja, tan normales chico y chica), te dejas arrastrar por la seductora imagen de tu sacrificio, quieres sacrificarte por Emeterio y Carmen, quieres hacer lo que te parece mejor, y este deseo te arrastra ahora con violencia, como le pasaba también a Matilda cuando se le ocurría una buena idea: también tu madre era así, me la has recordado muchísimo mientras te oía hablar, vehemente, absoluta, valerosa. Tu madre era una mujer valiente, enérgica y valiente, como tú. El poder de una ocurrencia la arrastraba a ella, a veces, como te arrastra a ti ahora esta ocurrencia de dejar a Emeterio. Pero ¿y si te equivocas, Fernando? Al fin y al cabo, fíjate bien, todo lo que tienes es una instantánea visión el otro día en el híper de que lo bueno para Emeterio es lo normal, la vida con Carmen separado de ti: la fuerza atávica de la normalidad como virtud te ha explotado en el pecho, estás hecho trizas todavía por la explosión que aún rebota y revienta dentro de ti y te hace trizas. La intensidad de la evidencia es tan grande que ahora mismo no puedes ver ninguna otra cosa. Yo sólo te pregunto: ¿seguirás viendo esto igual cuando pase el tiempo? Al fin y al cabo Emeterio y tú lleváis toda la vida juntos, desde niños, habéis hecho cientos de veces el amor y os ha gustado, os ha gustado mucho, esas emociones eróticas, orgánicas, son muy profundas, no desaparecen porque queramos que desaparezcan, no somos del todo dueños de nuestros deseos, podemos controlarlos, pero no somos dueños por completo de nuestros deseos. ¿Y si más adelante tú, o el propio Emeterio, que, un suponer, se harta de Carmen, o incluso sin hartarse, se acuerda de ti y te desea y quiere volver a empezar y tú también quieres volver a empezar, entonces qué, Fernando? Estarás entonces a la vez seguro de que obraste bien e inseguro del resultado de tu buena obra, ¿estás preparado para eso?

– Sabes, Antonio, acabas de decir que yo te recordaba a mi madre, hace un momento, ¿sabes a quién me recordabas tú ahora mismo? A mi puto padre. Así hablaba antiguamente ese hijo de puta a quien yo amaba y a quien por desgracia quizá amo todavía, así hablaba hace años, como tú ahora…

– Estoy de acuerdo, lo que acabo de decirte lo aprendí con tu padre, es una desgracia que tu padre no haya vuelto a hablarnos así. No está en mí juzgarle, aunque cada vez me resulta más difícil no juzgarle, no condenarle, pero sí, así hablaba Juan Campos cuando yo le conocí, y todo lo mejor que sé, lo más valiente y claro que yo sé, lo aprendí con él y todavía lo recuerdo, por eso lo que está pasando entre nosotros, lo que va a pasar en esta casa, es trágico…

– No va a pasar nada, Antonio, no te preocupes, Emilia mejorará, deja que pase un poco más de tiempo y el duelo por mi madre irá cediendo, Emilia mejorará, estoy seguro de que mejorará, mi padre no, pero mi padre es un mindundi, ése da igual…

– ¡Ojalá tengas razón con Emilia, Fernandito querido!

XXXVII

A Jacobo se le ha quitado la gana de cazar. Lleva unos cuantos días dando vueltas por el Asubio y llevándose a Felipe Arnaiz a tomar cervezas a Lobreña o a Letona. El fin de semana largo que tenían se está acabando. Tan liado está y tan complicado ve todo en el Asubio, que ha llamado a su hermana por teléfono y le ha dicho que no venga: no está el horno para bollos ni la casa para niños, Andrea. Estáis mejor en Madrid. Angélica y yo estamos como estamos, o sea: mal.

Angélica ha prolongado la convalecencia todo lo posible para no tener que verse con su marido por un lado o con su suegro por otro. Pensar en Jacobo le da jaqueca, pensar en Juan la hace sentirse taquicárdica. Pensar en hablar con Juan, teniendo a Jacobo dando vueltas por la casa, es impensable luego: mejor estarse en la cama convaleciente. Hoy, o mañana, o pasado se volverá Jacobo con Felipe Arnaiz de regreso a Madrid. ¿Y Angélica qué hará? Angélica está convaleciente y no está en condiciones de viajar. No, aún no.

Jacobo por fin se ha presentado en el dormitorio de Angélica y ha dicho:

– Angélica tenemos que hablar. -A Jacobo no se le da bien esto de tener que hablar entendido como una actividad distinta del hablar de negocios en la oficina o ir charlando en casa de unas cosas y de otras al paso de la vida. Jacobo no es muy hablador. Durante la primera fase de su matrimonio estuvo satisfecho con representar esa figura básicamente monosilábica del joven marido. Angélica hacía el gasto por los dos. Angélica tenía muchísimo que decir acerca de lo divino y todo y de lo humano. Y Angélica tenía, sobre todo, el gran tema de su suegra: Matilda fue una constante conversacional, o quizá sólo monologal, durante el noviazgo de Angélica y Jacobo, los primeros años de matrimonio, la enfermedad de Matilda, la muerte de Matilda. Con el proceso del duelo, Matilda siguió siendo un tema de obligado cumplimiento en esa línea, funeraria ahora, de los must de Cartier. De la misma manera que hay encendedores o relojes o pañuelos de seda de Cartier que, en ciertos círculos, no tenerlos viene a ser lo imperdonable, le parecía a Angélica que lo más imperdonable de todo en una situación tan post mortem como la de los Campos tras Matilda sería no sacar el duelo a relucir, la pena. Dado que hoy en día no se guarda luto indumentario y ni siquiera ese elegante alivio del luto de otros tiempos, le parecía a Angélica que, sacar a relucir el duelo en las conversaciones conyugales, era lo debido y lo apropiado. ¿Qué menos que un remusgo subcutáneo bien cronometrado, que dejara ver la pena sin permitir las lágrimas o un dolor descomunal? Escandalizó a Angélica descubrir que el proceso del duelo entre los Campos, empezando por su propio esposo, tenía unas características anglosajonas, distinguidas sí, pero a la vez angloaburridas. Bien estaba no gemir y no llorar a cada triquitraque, pero lo de Jacobo, por ejemplo, era, como dice ahora la juventud, una pasada: una auténtica omisión y ¡por Dios, pensaba Angélica, pero si es que se trata de su propia madre! Una pena tan discreta como aquélla tenía que acabar pareciendo -y siendo-, en opinión de Angélica, apenas pena. Y esto -en cuanto ausencia de pena al menos- hubiese debido dar que hablar a punta pala. Y sin embargo, entre Angélica y Jacobo sólo dio lugar a un conyugal distanciamiento entreverado -como se indicó al principio- con una cierta preocupación por el estado mental de Juan Campos y la situación, tan dramáticamente solitaria, de la retirada de Juan Campos al Asubio. Cuando Angélica se quedó en el Asubio por acompañar a Andrea, Jacobo se sintió muy satisfecho y a sus anchas: venía a ser como una vacación. Pero está claro que la sensación vacacional procedía de un sordo y soso malestar precedente que llevaba acompañando al matrimonio, casi sin enfrentamientos, pero también sin pausa, desde antes de la enfermedad de Matilda, durante la enfermedad y después. El proceso del duelo, en este caso, fue un proceso de separación. Y de esto, por cierto, habló largo y tendido con su suegro Angélica los felices días que precedieron al incidente de la cueva de los Cámbaros y a la llegada de Jacobo. Angélica no llegó a ninguna conclusión -excepción hecha de la convicción de que su suegro era un hombre adorable que Matilda había malentendido-. Juan Campos a su vez llegó a la conclusión de que Angélica era toda lo tonta y semiculta que siempre había sospechado, pero, a la vez, a ciertas horas, una agradable compañía femenina, superficialmente erotizante.

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