– Hay el siguiente crudo pero, Jacobo, que paso a detallarte: la pobre Angélica no tiene niños que llevar a ningún sitio, porque no tiene niños, no los tiene, no tenéis hijos ni queréis tenerlos, no queréis.
– ¡Por favor!
– ¿Tú quieres tener hijos?
– A mí me da igual, supongo. Ella es la que no quiere, nunca quiso, nos casamos con esa condición, el no tenerlos.
– Vale. Dejemos esto. Dejemos todo. El caso es que tú mismo reconoces que lo vuestro no va bien, va mal, y de hecho has venido a preguntarme si me puedo quedar yo con Angélica. Yo puedo, ya te lo he dicho, yo sí puedo. No hay más que hablar.
– No, no hay más que hablar. Sólo que es una rareza. ¿Hasta cuándo piensa Angélica quedarse aquí contigo?, supongo que no lo sabes tú, no lo sabe ella, y no hay manera de saberlo. Yo estoy, sabes, papá, un poco cansado. Quizá Angélica debiera quedarse aquí contigo a estudiar filosofía, eso la encanta, y podríais de paso discutir toda mi madre entera. Eso también la encanta a mi mujer. Mi madre fue desde que nos casamos su obsesión favorita, ahora tiene la oportunidad de hablarlo contigo de pe a pa, todo otra vez. Mamá también fue tu obsesión, ¿no, papá?
– Admirablemente zumbón, Jacobo, me encantas. En este nuevo mood de agresor y de cínico y de amargo. Así me encantas mucho más que en ese rol tuyo pavisoso, que de ordinario exhibes, el de alto empleado ejemplar de un gran banco.
– Estoy cansado y me largo ahora, nos vamos Felipe y yo de vuelta a Madrid. ¡Ahí os quedáis! ¡Ojalá Angélica saque partido de tu inmensa sabiduría, padre! Yo ciertamente jamás aprendí nada contigo. Por mi culpa, que conste, porque desde que nací fui un alto ejecutivo ejemplar que aburre a un buey de madera…
Jacobo y Felipe Arnaiz sacan sus maletas y escopetas, montan en el todoterreno de Arnaiz, salen de viaje a Madrid media hora más tarde. Angélica les ve irse desde su cuarto: el cielo es liso, líquido, suave y precursor como la lluvia, como el tiempo. Angélica está sumida devotamente en este instante, en este tiempo suyo del Asubio, tiempo del tertio excluso, cualquier cosa puede ocurrir, o nada, o todo. Lo que ocurre es que, al volverse, Angélica se da de bruces con Juan Campos, que entra en su dormitorio, cierra tras sí la puerta, se dirige a Angélica a buen paso, son en total tres largos pasos desde la puerta hasta Angélica, y comenta:
– Jacobo acaba de irse hecho una furia. ¿Qué le has hecho, Angélica, a mi hijo?
Angélica no responde nada. No hace falta. La voz de Juan Campos es espléndida, baja, clara, doctoral, matrimonial, genial, la voz de la conciencia libre de prejuicios y de tiempos pasados. Por fin, en un Asubio sin Matilda, Juan besa tiernamente a su nuera en sus absortos labios. Era un jazmín el sí, los labios de ella.
Era como un jazmín el sí, los labios de él. Un jazmín revenido, revenant, ha sido un salto cualitativo este acto de Juan Campos de aparecer en la puerta del dormitorio de Angélica, abrirla silenciosamente, cerrarla silenciosamente tras sí, avanzar con tres enérgicos pasos hasta su nuera y besarla en la boca. Es también una gamberrada. Un acto gratuito de violencia pensada como quien elabora mentalmente una gracieta que soltará después en una reunión donde sabe que la ocurrencia tendrá una recepción ambigua. En parte gozosa, porque Angélica ha sentido como un gozo al ser besada sin previo aviso por su suegro, y en parte se ha asustado y escandalizado como cualquier nuera ordinaria con quien de pronto su suegro se propasa. Aún podía este estúpido beso quedarse ahí y no pasar a más: bastaba con que Juan se echara a reír, y pronunciara cualquier cumplido afectuoso donde quedara nítidamente expresa la intrascendencia de la acción: al fin y al cabo, entre los dos hay una considerable diferencia de edades y Juan no desea sexualmente a su nuera. Lo que Juan desea, sin embargo, está por ver. En líneas generales, Juan Campos cree, con Freud, que hay algo en la naturaleza misma de la sexualidad que determina una eterna ausencia mental de satisfacción. Esta insatisfacción constitutiva permite el incesante juego amatorio si -como en el caso de Juan, ya viudo- ningún compromiso ya le ata. Pero no es Juan Campos, nunca lo fue, un picha brava. Fue fiel a Matilda y no puede decirse que ahora sea infiel a la memoria de Matilda o desleal con su hijo Jacobo. Nada les quita, a ninguno de los dos, que aún tuvieran: ni a Matilda ni a Jacobo. En un mundo moral, donde las proposiciones éticas se justificaran sólo si son universalizables y válidas intersubjetivamente, cabe pedirle a Juan Campos responsabilidades por su descarado incesto. Pero el descaro es la nueva posición moral que está cada vez con más consistencia adoptando Juan Campos: cada vez se siente menos atado por responsabilidades o, como él mismo preferiría decir: por costumbres. Matilda ha muerto y se han liquidado todas las costumbres. El Asubio, en este momento, representa esa absoluta liquidación, la absoluta almoneda, el descaro superficial e irresponsable.
Y ahora, ya en franquía, ahora sí que está libre Juan Campos, ahora incluso podría Matilda aparecérsele como se aparece un condenado a otro condenado en pleno infierno.
Está Juan Campos muy interesado -siempre lo estuvo, y ahora cada vez más- en lo que pasa inmediatamente después de que pase algo gordo. ¿Qué pasó inmediatamente después de que se estrellara el primer avión contra una de las torres gemelas? ¿Qué pasó inmediatamente después de que Matilda, moribunda, echara a Juan de su habitación de moribunda? ¿Qué pasa después de haber besado, como ahora, a quien no debe? No está interesado Juan en una ordinaria presentación de segmentos que siguieron a la secuencia en cuestión: está interesado en el intervalo, con seguridad mílimétrica, entre un acontecimiento dado y el instante siguiente. Lo que a Juan le interesa se advierte mejor en microprocesos que en macroprocesos: lo que ocurrió de hecho en las torres gemelas un instante después de la primera explosión es, dada la magnitud del edificio y del acontecimiento, infinitamente complejo, no se adapta bien a los análisis de gabinete que a Juan le gustan. Cada vez que Juan trata de analizar estos mínimos espacio- tiempos de lo inmediatamente posterior a un punto cualquiera, dado ya, se siente husserliano, es decir, se siente en posesión de sus facultades descriptivas narrativas, intelectivas, tanto más cuanto más concentra el rayo de atención de su conciencia en un punto mínimo presente ante la acción cognoscitiva del yo. Lo importante para Juan Campos es que el objeto en cuestión, el cogitatum, sea tan pequeño como sea posible: así, por ejemplo, le encanta a Juan describir con todo detalle, concentrando toda su atención en el instante siguiente al instante en que besó a su nuera en los labios. ¿Qué sucedió en ese instante? Por un momento, mientras piensa en estas cosas, sentado ante la mesa de su despacho y provisto de una pluma y abundantes folios, se divierte Juan Campos imaginando deliberadamente en broma, alguna de las muchas cómicas gansadas que pudieron suceder, y que no sucedieron: Angélica pudo haberle dado un bofetón. Juan pudo no atinar del todo bien en los labios de Angélica por falta, digamos de costumbre, haber resbalado un poco hacia la derecha o a la izquierda, con lo cual, el beso, en vez de apasionado hubiera resultado un paternal beso en la mejilla. Angélica pudo haber gritado. Pudo Juan, para evitar que Angélica gritara, taparle la boca con la mano libre (dado que, para poder besarla, tuvo que sujetarle un poco el talle, como en las fotografías de los antiguos estudios fotográficos). Pudo Angélica haberle preguntado: ¿Y esto a qué viene, Juan? Juan pudo haber declarado: Angélica, te amo. O, como continuación a esta frase, pudo decirle: lo nuestro es imposible, pero te amo desde el primer momento en que te vi. O esto mismo pudo haberlo dicho Angélica… Acaba de acordarse Juan ahora que, en el instante que siguió al beso, Angélica murmuró algo que sonó a: amor imposible, o quizá: un amor de pecado. En ambos casos, algo de esto debió de decir Angélica porque Juan recuerda haber, tras besar a su nuera, dado un pequeño paso atrás y haberse brevemente echado a reír de buena gana: los besos dan risa, los besos en la boca dan risa. Al anotar a vuelapluma esto en sus folios, descubre Juan que ya no hay más, que no hubo más, que no da para más su capacidad analítica y que no es capaz de sacar gran cosa de este análisis descriptivo del intervalo entre un instante de estrepitoso contenido y el instante siguiente que, por comparación, está vacío. El esfuerzo analítico le ha servido, sin embargo, para recordar que, en resumidas cuentas, aquel robado beso le hizo reír a él mismo y confirmó que Angélica estaba más bien por la labor, al no atizarle de inmediato un rodillazo en la entrepierna.
Читать дальше