Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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XX

El amor es así de pronto un transformismo. Porque da la casualidad de que, el otro día, coincidió con Juan Campos en el campo. El humedecido prado verde, que entre sol y sombra se extendía ante los dos, como un edén pequeño, ultradiscreto. Discreción es ahora la palabra clave de la vida de Angélica. Con Jacobo habla más ahora que nunca por el móvil, para practicar la discreción, como quien dice. ¿Qué sería de una discreción que no pudiese ser ejercitada de continuo? Pero es difícil ejercitar la discreción en una casa de personas muermas, que apenas se hablan entre sí. El silencio como epítome de la discreción no es una opción que Angélica considere válida. Para ser discreta de verdad, necesitaría Angélica un sólido número de posibilidades de ser muy indiscreta de muy diversos modos a lo largo del día. ¿Puede ser uno discreto y no indiscreto, si se pasa el día completamente a solas? Imposible. La discreción es sin duda una virtud del ser-con. Pues bien, he aquí que el otro día coincidieron Juan y Angélica after breakfast en una situación que bien podría describirse como anglosajona. Todo era indiscutiblemente muy inglés: el invernizo cielo azul y gris, el verde prado que resplandece tras la lluvia y no da un ruido, la gaviota que, espontáneamente cruza el aire dando gritos en la dirección de los acantilados y del faro, el retumbo lejanísimo del mar, la humedad del aire que embellece tanto el cutis, la tranquilidad de tener todo un día por delante para hablar, como en los cuadrángulos de Oxford y de Cambridge. Y el don supremo de tener mucho que hablar y no poder hablarlo todo de una vez porque lo inglés, lo verdaderamente inglés, es ser discretos. Sucedió aquella mañana que Juan Campos se acordó de su mujer, Matilda, en unos términos poéticos que facilitaban la conversación con su nuera, porque podía ser mentada la difunta en el aura nostálgica de un recordatorio general.

– A mí me encanta montar en bicicleta, ¿sabes, Juan? -declaró Angélica de pronto.

Y era verdad. De novios hacían excursiones en bici Angélica y Jacobo, hasta el punto de descender, en una ocasión memorable, desde Cotos hasta Cercedilla por el accidentado Camino de Schmidt. Sus bicicletas de montaña aún se conservan en el piso de Madrid del matrimonio, desinfladas.

El ciclismo trajo consigo, aquella mañana, varios tópicos a distintos grados de profundidad conversacional: hablaron de la cultura de la bici en Alemania y en Holanda, y por supuesto en las grandes universidades británicas, y también en parte en Bélgica, aunque no tanto, a consecuencia de ser los belgas -en opinión de Angélica-, divididos como están en flamencos y valones, mucho más bordes de por sí que, por ejemplo, los daneses o los encantadores holandeses, que ésos sí que son de bicicleta, y no como en Madrid, que, por culpa del Partido Popular, no hay carril-bici en ningún sitio y hay que irse al quinto pino para andar en bicicleta.

Estaban guapos los dos, allí en la finca, no teniendo que hacer nada en todo el día. Eran la gran derecha en su versión fractal más depurada, con tiempo por delante y el marido un alto ejecutivo, cuando de ocho a ocho a mayor gloria del capitalismo de ficción. Y estaban, los dos, guapos y proporcionados en la edad, la mujer joven con su aire deportivo, pensando en bicicletas, y el intelectual mayor, el gran viudo, millonario sin quererlo ser. En un como quien no quiere la cosa, ambos eran iguales, con una analogía de proporcionalidad estéticamente satisfactoria. Por eso se acordó Juan Campos de uno de los más bellos poemas, más vitales, de su buen amigo y maestro -mucho mayor que Juan Campos, por supuesto-José Antonio Muñoz Rojas. Y recitó con su buena voz, discreta, de barítono, que sabe que en el campo los recitativos se hacen en low key, sin competir con las gaviotas:

Bella ciclista, tu ave de pedales

conduces por un aire de jardines,

de prados, aguardando entre los troncos

a que estalle final la primavera.

El viento en tus oídos te proclama

única emperatriz de los ciclistas.

Te persigue, te pide los cabellos;

tú se los das y te los va peinando.

Fue como un milagro. Fue un milagro. Fue también una ocasión inmejorable para ejercitar la discreción. Angélica se dio cuenta en ese instante que, otra Angélica, ella misma, en una vena indiscretísima, hubiera, emocionada y conmovida, sacado el móvil -que llevaba por cierto en el bolsillo de su falda-pantalón- y telefoneado a su marido para contarle que su padre acababa de recitar, así, de pronto, un poema dedicado a una pérfida ciclista. Pero… la discreción se impuso, como un guante.

– ¿Sabes, Juan, el bien que me está haciendo esta estadía prolongada, con vosotros, contigo?

La voz de Angélica fue tan baja como un arrullo, sin llegar, ni de lejos, al arrullo. Eso hubiera sido indiscretísimo.

– Lo sé, Angélica, lo sé. Por eso me empeñé en que te quedaras. Porque te está probando el campo bien, lo ve cualquiera, has cogido hasta color!

Angélica pensó -como si en bicicleta, a tumba abierta, se arrojara monte abajo hacia su fin-: ¿y ahora, qué va pasar? ¿Qué digo ahora?

Era difícil, de verdad, saber qué había que hacer en semejante caso. Al fin y al cabo, ser bella ciclista incluía, según el propio Muñoz Rojas -que cita a Jorge Guillén como testigo-, ser pérfida a la vez. Angélica percibe que se halla en este instante, en el Asubio de sus más intensos sueños de recién casada con Jacobo Campos, en el más profundo corazón de una perfidia de alto standing. Afortunadamente, el aire del Cantábrico inspira a Juan Campos ahora junto con la compañía femenina. Todo ello sucede levemente, por encima, como en un relato sobre la falta de sustancia, una descripción de la insoportable levedad del ser definitivamente posmoderno. Por eso se siente Juan Campos abocado ahora a lo confesional. Bien entendido, por supuesto, que en su lenta memoria genital no hay brizna alguna de erección, no la hay. La compañía femenina, la compañía aromática de los prados montañeses y el aire marinero, no invitan al dislate, sino al centro. Son centrípetos. Todo sucede como si el bien, la propia vida, triunfara sobre el mal, la amarga muerte y el pasado, con ocasión de estas imágenes de chica en bicicleta.

– La verdad, Angélica, es que hablando contigo, el recuerdo de Matilda, esta mañana, es como un aire nuevo, una alegría en este largo duelo por Matilda que se ha vuelto mi vida.

Y vuelve Juan Campos a recitar ahora, con voz más baja aún que antes, más entristecida, más punzante, como sólo un hombre de su edad y sabiduría sabe usar su memoria de elefante, curtida en las paráfrasis de la Fenomenología del espíritu: parece, dice, que Matilda dice, lo que dice la ciclista de mi buen amigo José Antonio Muñoz Rojas. Mira, Angélica, qué hermosa es esta estrofa. Parece que escuchamos a Matilda ahora:

Nadie me espera, nadie me despide;

mis cabellos y el viento, los pedales,

los troncos y los ríos son los puentes;

sin partida o llegada, siempre voy.

Y ahora Juan Campos, exaltado por su propia evocación del poema de Muñoz Rojas y seguramente por el recuerdo de su mujer y alentado por la atención de una mujer joven, su nuera, recita:

Siempre va, Matilda, siempre va,

aunque suspiren árboles melancólicos y lloren

los ojos de los puentes ríos de llanto.

No pesa el corazón de los veloces.

Y repite Juan Campos, mirando de frente a Angélica y asiéndola por los hombros:

– No pesaba, Angélica, el corazón de los veloces. Así fue. Por eso me sentí, Angélica, tan solo al final, tan preterido, tan marginado al final. Porque el corazón de los veloces no pesaba, ni Matilda tampoco. Y en cambio era yo, sin duda alguna, un peso muerto.

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