– La curiosidad es sin duda un condimento, like pepper and salt. ¿No te parece, Angélica? -ha declarado Fernandito dirigiéndose expresamente a Angélica.
– En eso sí que estoy de acuerdo yo también -sigue Angélica la onda.
– Claro que estás de acuerdo -comenta Fernandito-. Se ve a ojos vistas que lo estás. Y lo que pica la curiosidad, ¡Dios! ¿Te pica la curiosidad a ti, Angélica?
– A mí sí -declara Angélica-. Siempre desde niña he sentido una inmensa curiosidad por todo, por la vida, por el mundo, por las personas. Siento una gran curiosidad por todo.
– ¿Ves, papá, cómo a diferencia de ti, siente Angélica una gran curiosidad por todo? Tú, en cambio, ya no sientes gran curiosidad por nada, ¿a que no?
– Tu padre es la persona más curiosa, mira, en esto te equivocas, todo le interesa, todo todo.
– Nada humano le es ajeno a mi papá -comenta Fernandito-. Anímate, Angélica, y tómate una patatita más, salteada.
– Ah, no. Estoy comiendo demasiado, no y no.
– Es el campo, Angélica, es el campo. Que te revitaliza el paleocórtex, donde residen los profundos sentimientos que compartimos con las ratas y las boas constrictor. La curiosidad, Angélica, y el apetito son, mi amor, uno y lo mismo. Una hambruna liliput que el sistema límbico te empapa totalmente, Angélica, hasta entonarte y darte un aire nuevo: un ballet ruse de la neurona, Angélica, mi vida, que te impronta, que te impregna, una no-nada que lo es todo. Esa última soba y pulimento neuronal que lo es todo y no es nada. ¡La curiosidad y el apetito que da el campo!
El mediodía benévolo de diciembre tiene ahora un corazón dormido, dormitivo: en el comedor del Asubio hay un reposo ahora como una mala hierba, unas ortigas tiernas aún que si rozan la piel -que casi no la rozan- apenas ni la ampollan, porque son muy jóvenes, como las verdes lagartijas o los grillos más chicos que aún no han dado ni un cri-crí: una situación que Fernandito domina bien -en su inconsciencia maliciada- porque tiene un tono últimamente de nursery rhyme y de inocencia. Emilia ha levantado los ojos, se ha enderezado en su asiento, ha sonreído. Viéndola sonreír se entristece Antonio: ha visto sonreír poco a Emilia en estos meses. Emilia sonríe porque el fraseo agresivo y guasón de Fernandito le ha recordado la viveza de Matilda cuando Matilda, ágil y fuerte, les hacía reír a todos. Y Emilia sonreía, derecha en su asiento, atenta a los detalles de la reunión, recordándolo todo.
¿Es posible -piensa Antonio- que Angélica no registre toda esta carga de agresividad? Antiguamente, cuando Fernandito tiraba puntadas a sus hermanos, a sus padres, Antonio estaba al quite. Entonces era fácil, porque Matilda vivía. Su ausencia y sus llamadas telefónicas producían más impresión de proximidad que la constante proximidad de Juan Campos. Al menos para Fernando, la ausencia materna nunca significó lejanía: sólo como una promesa aventurera, situada en el futuro: la promesa de un viaje exótico, nuevas anécdotas… Matilda casi nunca traía regalos a casa, rara vez compraba nada. Antonio no recuerda ahora que Fernando, a diferencia de sus dos hermanos, echara nunca en falta regalos de su madre. Su madre contaba historias de gente que había conocido, y-más importante aún-: se dejaba contar historias: animaba a su hijo pequeño a que contara historias del colegio, invenciones muchas veces, e incluso mentiras. Era un mundo de agudeza verbal, de ingenio narrativo. Este mediodía, sin embargo, Antonio ha detectado una agresividad desacostumbrada. Y le sorprende que Angélica no haya advertido, ni siquiera en parte, el tono zumbón. Antonio Vega se ha dado cuenta por supuesto de que el humor de Juan Campos está cambiando. Y es obvio que Angélica se encuentra a las mil maravillas. Antonio ha advertido también que se ha ido estableciendo una nueva relación entre el suegro y la nuera. Que esta relación sea incluso difusamente erótica le resulta tan inverosímil que Antonio la ha desechado por principio. Sin embargo, el obvio doble filo de las frases de Fernandito le lleva a sospechar de nuevo: ¿cómo se produce el tránsito de la inverosimilitud a la verosimilitud? Resulta inverosímil para Antonio que un hombre de la edad de Juan -por quien tantos años ha sentido admiración y respeto, y a quien debe una parte importante de su educación, y que desde la muerte de Matilda parece tan ensimismado- vaya a entregarse ahora a un coqueteo insulso con su nuera: es una ocurrencia ofensiva, y el serlo, añade inverosimilitud a la inverosimilitud: Antonio está muy lejos de cualquier intención censoria de Juan. Esto no obstante, a raíz de la fallida apelación que Emilia hizo a Juan hace días, con su secuela de la conversación entre Antonio Y Juan, hay en la conciencia de Antonio un germen de inquietud: no hay reproches, no hay censura explícita, pero hay inquietud: una sensación de hallarse ante un Juan Campos menos familiar que de costumbre: demasiado ensimismado para resultar, curiosamente, verosímil del todo. Hay en el ensimismamiento de Juan Campos, en opinión de Antonio, un grado de inverosimilitud que, de pronto, paradójicamente, da la impresión de casar y de ajustarse con esa otra inverosimilitud que supondría el más ligero coqueteo con su nuera. No puede Antonio aceptar ni siquiera una sombra de sospecha con respecto a Juan. Por lo tanto, apunta la malicia de Fernandito en la lista de las cualidades positivas y negativas del chico:
es natural que sea agresivo con su padre: ya lo han hablado, además. Pero es evidente, por otra parte, que en estos días el ensimismamiento de Juan Campos se ha levantado. Tiene un aspecto más soleado, que casa con la bonhomía de la nuera. Antonio los ha visto varias veces paseando por delante de la casa y por los acantilados.
Una enseñanza de Juan Campos fue ésta: piensa bien y acertarás. Veintitantos años atrás, cuando empezaron, esta enseñanza fascinó a Antonio Vega, que procedía de una familia alegre y trabajadora, enemiga de los cuentos. Ser cuentera era lo peor que la madre de Antonio podía decir de cualquier otra mujer. Tú estate a lo tuyo -decía su madre-. Y la frase de Juan Campos tenía el encanto de repetir, amplificada éticamente la idea de su madre. Contradecir el célebre refrán castellano, le pareció un lema ético de primera magnitud. Por eso, pensar mal ahora, o medio mal, por más que las insinuaciones de Fernandito parezcan verse confirmadas por los paseos pitongos de Angélica y su suegro por el jardín y los acantilados, le parece inverosímil. Inverosímil verse sospechando así, e inverosímil lo sospechado mismo, la absurda atracción entre estos dos. Podría, además, ser una atracción inocente. ¿Por qué pensar en una atracción erótica? Muy bien podría ocurrir -medita elaboradamente Antonio Vega- que con Angélica se sienta Juan más desahogado a estas alturas que con Fernandito o con Emilia o con Antonio. Al fin y al cabo, Angélica nunca participó en la vida familiar en vida de Matilda. Y este sencillo dato sirve para explicar que ahora Juan y Angélica, al no tener tanto y tan grave en común como los demás, tengan en común el simple futuro inmediato, el placer de hablar del tiempo o de cualquier otra cosa que no evoque ni a Matilda, ni el duelo por Matilda, que se vive en el Asubio. Esta reflexión tranquiliza a Antonio Vega.
En el comedor se toma el café ahora. Éste era un momento divertido en tiempos de Matilda, cuando estaban todos. Los chicos -y a veces los mayores también- cambiaban de asiento, se hacían corros. Se hacían planes para la tarde, para el día siguiente. Ahora todo sucede mucho más despacio. No están todos, faltan los dos mayores, falta Matilda. De hecho, tomar café últimamente es una costumbre que se ha preservado reducida. Emilia sirve el café, excelente café. El poder de la costumbre se apodera una vez más de todos. Antonio detecta sólo la lentificación de este proceso (que, paradójicamente dura mucho más tiempo, abreviado, de lo que duraba, dilatado, años atrás) y también advierte la modificación, estos últimos días, del miniproceso de la relación entre Angélica y Juan. Parece imposible que aparezcan tantos hiatos en un espacio tan reducido. Entre Juan y Angélica, por un lado, y Fernando, Antonio y Emilia, por otro, hay un vacío, subvaciado a su vez por otro vacío que se extiende entre la pareja de Emilia y Antonio y Fernandito. Pero la distancia que separa a Fernando de ellos dos -piensa Antonio- es más somera y menos profunda que la distancia que les separa a los tres del suegro y la nuera. A su vez, en torno a Emilia, se tiende el descorazonador hueco de la ausencia de Matilda que, no obstante el cariño de Antonio y el correspondido cariño de Emilia, ninguno de los dos parecen ser capaces de cerrar por el momento. Lo más característico de estos sistemas de oquedades es que Juan y Angélica sonríen. Angélica parlotea mucho (tanto como siempre, en esto no hay novedad) y Juan parece entretenerse con lo que Angélica le cuenta o le pregunta. Acaba de preguntarle si cree que un pueblo que pierde su metafísica está más perdido que si pierde sus reservas de oro. Juan Campos ha sonreído casi estrepitosamente, en opinión de Antonio, al responder:
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