Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Fernando recuerda estas cosas ahora con gran viveza, como si acabaran de suceder, no obstante haber tenido lugar varios años atrás y recuerda también cómo el contenido de este recuerdo se desplazó hacia abajo para hacer sitio a la voluminosa enfermedad y desaparición de su madre. Ahora, instalado en el Asubio -con lo que está cobrando la alargada figura de una provisionalidad extraña-, los recuerdos emergen de nuevo, en distintos grados de intensidad, lesividad, felicidad e infelicidad. Como si, involuntariamente, el propio Fernandito, al querer a toda costa permanecer en el Asubio cuando ya la excusa de la gripe tiene que haber dejado de ser verosímil en la oficina de Madrid, reinyectara presencialidad en los hundidos datos mnemónicos, como un buceador que rozando el fondo despierta los pecios sumidos en el sopor bituminoso y limoso del fondo y todo a la vez en su desfigurada presencia -ausencia- se deja ver de nuevo, incomprensible. De hecho, Fernando Campos ha tenido que telefonear ya un par de veces a su enlace en la oficina. No ha dado grandes explicaciones, está dispuesto a perder ese empleo si hace falta. Más aún, la posibilidad de perder el empleo al no justificar su ausencia durante un tiempo tan prolongado añade vigor a su presencia en la casa paterna. Y constituye, de paso, un exabrupto más, un acto real, como pegar una patada o un grito de pronto, que tendría que llamar la atención Paterna, si aún existiera en la viscosidad muda de Juan Campos algún resorte ejecutivo. Por eso los recuerdos de Fernando Campos se agrupan y reagrupan velozmente ahora, como adherencias súbitas, extractadas del fondo, líquenes pseudópodos que acompañan al buceador, al alzarse de nuevo, de un vigoroso talonazo, al aire celeste de la superficie.

Antonio Vega, en cambio, que conserva la situación del cobertizo en la memoria relativamente intacta, no la vive ahora como una experiencia mnemónica directa (sino sólo como parte de su profundo afecto por Fernandito) porque todo el espacio de su conciencia, todo el malestar y toda la memoria lo está ocupando Emilia.

XIX

Angélica ha pensado mucho todos estos días. La sensación de pensar y estar teniendo una experiencia es tan fuerte como un vendaval que no moviera, no obstante su desmesurada virulencia, ni una hoja. El Asubio está enteramente sumido en su norteña inexpresibilidad. El verde del jardín, los lentos árboles, la piedra de la casona, las rutinas de Bonifacio y Balbanuz allá abajo en su casita de guardeses o Emilia y sus ayudantas de cocina, confieren a todo el conjunto un aire semoviente de normalidad altoburguesa. Hay un vendaval dentro de Angélica que sulfura a la propia interesada haciéndola sentir y resentir y presentir mucho más de la cuenta o -quién sabe- quizá mucho menos de la cuenta porque la inmersión hermenéutica de Angélica en el Asubio ha traído consigo al mismo tiempo que un tornado una inmensa calma chicha. No sólo no ha pasado nada,

sino que a fuerza de esperar que sucediera algo gordo de un momento a otro, ha acabado Angélica cansándose muchísimo y poniéndose por fin sentimental. Se siente, una vez más, dejada a un lado, sólo que ahora ni siquiera hay la inminente muerte de un gran personaje en la familia para justificar la agitación, la depresión o el sentimentalismo.

Como si el ensimismamiento mórbido de Juan Campos fuese una sustancia pegajosa, una adormidera virtual, todos duermen o aparecen y desaparecen con un aire adormilado equivalente al color gris del cielo intransitivo y el flojo sirimiri. Y en el jardín, en los acantilados por donde Angélica con paso vigoroso luce sus apropiados outfits escoceses, hace buena temperatura: una como calidez humectante -el termómetro ha subido varios grados- que no casa con el ahora excesivo calor de la mansión donde todo el mundo sigue encendiendo chimeneas y sentándose en torno a camillas con braseros eléctricos y de alguna manera tiritando a contrapelo de Angélica que con gusto se pasearía por la casa en camisón o en shorts. Angélica, además, está comiendo mucho, casi demasiado. Da la impresión de que el muermo vigente en el Asubio se registra contrapuntísticamente en la cocina, de tal suerte que la comida principal, el almuerzo, es lento y, para los tiempos que corren, copioso. Hay una presencia semanal del cocido montañés y un intercalado de muy ricos y variados arroces con amayuelas o con rape, o las dos cosas, o con pollo, o con costillas adobadas. Casi sólo por cortesía al principio, Angélica se servía siempre una segunda vez. Esto ha ido creando un poco un hábito. Angélica se siente sumamente sorprendida, además: en realidad Angélica está teniendo ahora su primera oportunidad de convivir con los Campos diariamente. De recién casada visitaba el piso de Madrid a la hora del té casi siempre. La gastronomía era distinta entonces, más ligera. Más parecida al mundo de carnes frías y ensaladas de lechuga y tomate y pepino y de maíz que Angélica organiza en su casa de Madrid. ¿Qué puede haber pasado en la cocina? -se pregunta Angélica-. En el Asubio, la cocina estuvo siempre a cargo de Balbanuz con la supervisión remota de Matilda y próxima de Emilia cuando pasaban temporadas en el campo. Tras la muerte de Matilda y la decisión de retirarse al Asubio que tomó Juan Campos, acompañado de Emilia y de Antonio, los arreglos culinarios se limitaron a adaptar las costumbres estivales de toda la vida, con Balbanuz una vez más al frente de la cocina. Balbanuz era una espléndida cocinera de joven y siguió siéndolo una vez casada. Todo el mundo, Matilda la primera, ha elogiado siempre sus asados, su bechamel, sus arroces, su menestra de verduras, sus fritos variados. Emilia, que nunca comió mucho y que ahora apenas come, pero que considera obligación suya organizar eficazmente la casa, se guía por Balbanuz a la hora de confeccionar el menú de cada día. Y Balbanuz opina que, ya que los señores sólo hacen una comida fuerte al día, el almuerzo, hay que procurar que sea un almuerzo sustancioso. Y, en efecto, el punto de Balbanuz complace a todos, a Juan Campos en primer lugar, que es de buen diente, a Antonio y a los chicos cuando están. Este lado gastronómico del Asubio reproduce fases muy anteriores de las casas burguesas de la zona cuando los almuerzos se componían de tres platos como mínimo, aparte el postre. Y el asunto es que Angélica, que de recién casada deseando en lo posible imitar la imagen dinámica y delgada de su suegra se cuidaba mucho, ahora se ha abandonado un poco, especialmente esta temporada en el Asubio que, dada la monotonía de las vidas de toda la familia, y la tendencia de todos ellos a recluirse en sus asuntos o en sus cuartos, el almuerzo en común viene a ser la única distracción. Así que ahora por las tardes Angélica se siente repleta, acalorada y de vacío. Es como si Angélica se viera dividida entre dos mundos: su viejo mundo madrileño dietético con su rúbrica de alimentos crudos y este nuevo mundo tan satisfactorio de alimentos cocinados, de guisos y de salsas, que hacen sentirse a la vez a Angélica muy rellena y muy vacía, porque este segundo mundo de los guisos parece autosubsistente y carente de significación especial. Lo único que ha permanecido invariable es la relación con Andrea, que ha seguido siendo tan cordial como siempre: sólo que está a punto de acabarse porque Andrea, en vista de que no sucede nada en absoluto, lleva ya varios días de telefoneo incesante con su marido y con sus niños, y parece dispuesta a regresar a casa en cualquier momento. Tiene intención de viajar a Madrid en tren. Y así lo hará mañana por la tarde. Parecería natural que Angélica la acompañara, puesto que la idea fue quedarse en el Asubio para acompañar a la hija de la casa. Una curiosa insinuación verbal de Juan Campos, sin embargo, da pie para que Angélica se quede.

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