Ése fue el momento en que, por primera vez, Fernandito sintió una intensa antipatía por su padre: la antipatía y el recuerdo del amor que había sentido por él se entrecruzaron en la conciencia de Fernandito. Y no lograba saber qué significaba aquel entrecruzamiento que determinaba una intensa reacción afectiva sin concepto. Se sintió desilusionado, se sintió furioso: sintió que había ofrecido su verdad más profunda, su alma, y en lugar de atraer al padre, fascinarle, todo seguía igual. Es curioso que ese momento determinase la primera herida narcisística que Fernando Campos experimentó en su vida. Estaba de pie frente a su padre, seguía de pie. Casi cualquier solución, cualquier iniciativa paterna hubiera sido suficiente, un simple: Siéntate y hablamos del asunto. Incluso una repetición de lo que acababa de decir, algo más detallado, expresado con una viveza mayor, hubiera bastado para prolongar la conversación, la convivencia. Fernando no tenía más expectativa en aquel momento que conmover o escandalizar a su padre, y lo que de hecho tenía ante los ojos era un hombre cómodamente instalado en su sillón, que miraba de vez en cuando el libro que tenía sobre las piernas, cerraba los ojos y daba la impresión de querer despedirle. Fernando Campos sintió que quería marcharse y a la vez que irse, sin añadir algo más, equivalía a una retirada vergonzante. Pensó: si me voy ahora, sin exigirle nada, sin sonsacarle nada, nunca jamás podremos hablar mi padre y yo. Así que dijo:
– Bueno. Me largo. Ya veo que te da igual. Te interesará quizá saber que me acuesto con Emeterio. Llevamos así mucho tiempo. Nos damos por el culo. Y esto te lo digo para tenerte informado. No volveré a hablar del asunto contigo nunca más.
– Como quieras -murmuró Juan Campos-. Haz lo que quieras: vete o quédate. A mí no me parece grave. Lamento no haberme emocionado, si es eso lo que te preocupa. Es una fase. Dentro de unos años, ya veremos.
– Dentro de unos años -repitió Fernandito- ya veremos. Sí.
Abandonó la habitación. Se sintió realmente descompuesto al salir. No sabía qué hacer. Pensó: le contaré a mi madre lo que ha pasado. Denunciaré a este hijo de puta ante mi madre y ante todos: se lo diré a mi madre, se lo diré a Emeterio. Una vez fuera del despacho, la rabia le ocupó como un dolor de estómago: le hubiera gustado llorar o dar gritos o volver a entrar en la habitación e insultar a su padre. Pero se limitó a entrar en su cuarto y tumbarse en la cama y permanecer allí despierto hasta la madrugada. No había sucedido nada. Aquella negación que procedía de su padre vitrificó la conciencia de Fernandito. Emeterio le notó muy extraño al día siguiente, y sobre todo Antonio le notó raro y distante. La enfermedad de Matilda explotó después. Fernando y su padre no volvieron a referirse a este asunto nunca más.
Fernando Campos echó de menos los tópicos en aquella ocasión. Una reacción paterna convencional le hubiera disgustado menos. Había elegido la forma más explosiva para expresarse, el término maricón, lo más exagerado: el resultado fue nulo: no hubo reacción, ni siquiera reacción convencional. Juan Campos se limitó a disolver la violencia declarativa de su hijo en una incredulidad que al chico le pareció acomodaticia, comodona, pasiva. Hubo, debe reconocerse, una cierta inconsecuencia en la reacción del chico. En cierto modo no estaba autorizado a esperar una reacción distinta de su padre: era parte esencial de la educación de los jóvenes Campos el rebajar la emotividad: esa rebaja se había practicado en la casa desde niños. Fue, sin duda, una influencia de la educación anglosajona de Matilda Turpin. Frente al sentimentalismo, al ternurismo, un tanto ridículo, de las madres españolas, los continuos besos y abrazos, los «tesoro mío» y demás, en casa de los Campos se practicaba una afectividad rebajada. Esta rebaja corría paralela a la alteración sistemática de los papeles tradicionalmente atribuidos al padre ya la madre. Dado que la ejecutiva era Matilda, y -contra el tópico- era el padre el que se quedaba en casa, el contemplativo, hubo desde un principio una necesidad pedagógica de invertir las imágenes de los papeles correspondientes a cada cual. A esto se añadía la presencia benevolente de Antonio Vega, que cumplió durante toda la niñez y adolescencia de los chicos un curioso papel multiforme, paterno-maternal, que integraba las nociones de jefe de filas, capo de la banda, capitán del equipo, paño de lágrimas, hermano mayor… Era Antonio quien de verdad estaba siempre en casa, quien estaba pendiente, quien les acompañó al colegio de pequeños, les ayudó a repasar las lecciones y los exámenes. Así que a él se le protestaba, se le discutía, se le lloraba, se le besuqueaba, se le obedecía o desobedecía. La reacción de Juan Campos, su no-reacción, fue, después de todo, una reacción característicamente familiar que Fernandito debía automáticamente haber entendido. ¿Por qué no la entendió? ¿Y por qué, tras considerar si contárselo a su madre, decidió no hacerlo? ¿Por qué Fernandito decidió no contar a su madre que era maricón? O, dada la peculiar atmósfera de la casa, ¿por qué no decírselo a Antonio Vega, como tantas otras cosas?
Fernando Campos recuerda estas cosas ahora. La escena con su padre se hundió pronto en el desconcierto del cáncer de Matilda. La enfermedad no unió entre sí a los Campos, aisló a cada cual consigo mismo, al desmoronarse la energía materna que incluso a distancia les unificaba, sustituida ahora por la enfermedad. Fue significativo que Matilda no quisiera dejarse ver. Quizá este rechazo a aparecer enferma ante sus hijos fue lo más perturbador para Fernandito. Andrea y Jacobo lo aceptaron más fácilmente: son cosas de mamá, siempre ha decidido cómo ha de hacerse todo, y ahora también. En cambio, Fernandito recordaba la alegría materna, la gracia, el sentido del humor, echaba eso de menos. Su madre le dejó entrar a la habitación donde pasaba el día antes de ir al hospital en un par de ocasiones. Estaba muy delgada, se había arreglado con mucho cuidado, parecía muy cansada. El sentimiento de extrañeza era tan fuerte que Fernandito, que era habitualmente un conversador locuaz, apenas pudo articular palabra. Fueron visitas muy breves. En las dos ocasiones estuvieron presentes Juan Campos y Emilia. En la segunda ocasión, Antonio Vega acompañó a Fernando esperándole en la sala. Luego dieron un paseo por Madrid los dos juntos. El volumen de la enfermedad ocupaba todo el espacio de la conciencia: la delgadez extrema, la voz apagada, la lentitud de los gestos. Quizá para recibir a su hijo Matilda había tomado algún calmante, tal vez morfina. Fue desolador. Y fue como si se cumpliera aquella premonición de que alguna vez habrían de hallarse exhaustos el uno frente al otro. Matilda era ahora el guepardo exhausto que apenas reacciona cuando el cazador le empuja después de haber recorrido, como una exhalación, sus cincuenta metros a ciento cincuenta kilómetros por hora. Antes de aquello, sin embargo, ¿por qué no refirió a su madre lo de la dichosa homosexualidad, si tanto le preocupaba? Fernando decidió por entonces (es decir, entre el momento de la fracasada conversación con su padre y el momento de aparecer la enfermedad de Matilda) que su propia homosexualidad le preocupaba muy poco y que el motivo por el cual decidió contárselo estrepitosamente a su padre había sido más la voluntad de hostilizarle que la búsqueda de apoyo o consejo. Decirle soy maricón fue como explotar un petardo a sus pies, como dejar caer una fuente de cristal en un suelo de losa. Fernandito reconoció que al hacer explotar aquel petardo se había apartado bruscamente de las costumbres de su casa, del estilo pedagógico de los Campos, para servirse de un tono hispánico, goyesco, de pintura negra: equivalente a decir maricón hubiera sido pintarse los labios o presentarse con tacones. Se trataba de llamar la atención, de hacer saltar del asiento al inmóvil padre incomprensible. Fernandito sospechó entonces que la inmovilidad paterna, su amable pasividad podía ser una gran máscara. Tras tanta impasibilidad, ¿qué se escondía?
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