– ¿Te encontrabas mal? Me asusté al oírte de pronto.
– Perdona, estaríais ya durmiendo.
– No, no. No es eso. Emilia apenas duerme estos días. Nos gusta estar acurrucados, qué sé yo. Ver la televisión un poco, sin fijarnos mucho. Es lo mejor del día, aunque no nos durmamos.
Demasiado largo. Demasiada Emilia. Demasiada precisión. Demasiada intimidad ajena. Demasiada distancia. Juan Campos ha sentido un escalofrío cálido, como un pronto iracundo. Bebe un sorbo de whisky. ¿Qué va a decir? Que Emilia no duerma estos días es una información agresiva. Tras lo de la otra tarde, de Emilia puede esperarse cualquier cosa, cualquier agresión. Emilia aparece de pronto ante Juan Campos como las larvas blancas que pululan repugnantes debajo de una piedra levantada al azar en el prado. En lugar de una piedra seca y lisa, ligeramente húmeda en su parte inferior, todo un estado larvario, blanquecino múltiple, peligroso vivo, Emilia insomne, acurrucada contra un Antonio adormilado, viendo sin ver la televisión que, por cierto, sólo se recibe a medias en el Asubio…
– Deberías llevarla al médico. Quizá un Diazepam administrado con prudencia a última hora de la tarde bastaría para salvar este bache… -La voz de Juan Campos es lenta y tranquila, la voz amable de un intelectual, de un hombre compasivo. Ambos miran al frente. El fuego es compasivo. Ahora los leños incandescentes enteros son como un corazón retórico en una estancia poética lejana, de un pintor holandés de interiores. Todo es limpio y tranquilo y el fuego es como un corazón benevolente.
– Ya, Diazepam. Lo malo es que la ansiedad de Emilia no es fisiológica del todo. Tú sabes qué es, Juan. Emilia ha sido siempre de constitución fuerte, equilibrada y fuerte, con gusto la llevaría al médico. Y a la vez odio pensar en médicos. Emilia no se merece que pensemos en médicos ahora, ni en pastillas. Lo que le pasa lo sabes tú igual que yo.
Otra vez el silencio. Esta vez la calidad del silencio es muy distinta. De pronto, Juan Campos siente las palabras que acaba de oír como una mirada que le mira distanciándole de sí. La confortable estancia se ha vuelto incómoda. El fuego tiene un resplandor cristalino que le hace sudar ligeramente y que no le abriga. Malestar.
– Lo siento muchísimo. La otra tarde encontré a Emilia muy mal. Confieso que no supe qué decirle… tiene que sobreponerse, es duro hablar así. Todos tenemos… -la voz suave de Juan Campos titubea y Juan, de reojo, observa a Antonio, que ha girado la cabeza y le mira fijamente. Es una sensación muy desagradable, muy definida. Se siente juzgado. Decide proseguir con el tópico que se le enreda en el fraseo como una culebra-… todos tendríamos, Antonio, que sobreponemos. Hemos tenido que hacerlo cada cual como ha podido al morir Matilda. El dolor es individual, incomunicable, de sobra lo sabes. Y la manifestación del dolor, el duelo de cada cual, es tan profundamente distinto en cada cual, que el consuelo resulta casi imposible, el duelo es aislante. La manifestación del dolor que siente cada cual aísla a todos los demás… Me temo que no estuve la otra tarde a la altura de las circunstancias, me temo…
– Emilia te necesita a ti esta vez, no a mí, Juan. -La voz de Antonio Vega, que ahora ha dejado de mirarle y contempla, entrecerrados los ojos, el fuego, es muy baja, muy joven. Recuerda al joven absurdamente inocente que llegó con Emilia, por invitación de Matilda, veinte años atrás al piso de Madrid de los Campos-. Tú eres el que sabes lo que hay que saber aquí y ahora, tú sabes el significado, todos los significados. Nosotros no. Emilia y yo no entendemos qué significa la muerte. Entendemos el amor y la vida y la devoción y la fidelidad y la pasión y la fidelidad -repite Antonio esta palabra como un ensalmo- pero no la muerte. Emilia no sabe qué hacer con la muerte de Matilda. Y yo no sé qué hacer con Emilia. Te corresponde a ti, Juan, nuestro maestro, nuestro único amigo, nuestro buen amigo, decirnos qué es qué. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha ocurrido a Matilda? ¿Qué quiere decir que Matilda de pronto, en medio de la vida, se nos haya muerto…?
El temblor de la voz de Antonio Vega es tan intenso al final, tan conmovedor, tan sin agresión, tan puro que Juan Campos se vuelve a mirarle: Antonio Vega contempla el fuego fijamente, rígidamente y su rostro curtido, anguloso, tan joven todavía, inundado de lágrimas.
La rigidez de la posición de Antonio contribuye a dar la impresión de que se ha transformado en una cosa. Sí, su rostro húmedo aparece inundado de lágrimas, pero el rostro mismo, cosificado repentinamente ante la mirada de Juan, no expresa nada. Juan Campos acumula precipitadamente argumentaciones silenciosas, fragmentos de argumentos académicos, que le permitan no sentirse conmovido. Llega a preguntarse incluso: ¿llora porque está triste o está triste porque llora? A todo trance, la compasión debe ser clausurada. Si la compasión se abriera, ¿qué quedaría de Juan Campos? El asunto es grave o, mejor dicho, el asunto sería grave si la presente situación requiriera una decisión por parte de Juan, si tuviera que declarar que a partir de ahora se hará cargo de Emilia. ¿Qué podría significar una declaración así? ¿Cómo puede Juan Campos hacerse cargo de Emilia? Sería, bien mirado, una interferencia en la vida de pareja de Emilia y Antonio. La pena es comprensible. El duelo por Matilda también es asunto suyo: Juan Campos considera por un instante la posibilidad de recordar a Antonio que el primer doliente de este duelo es él mismo, el marido de Matilda. ¿O es que el agresivo duelo, la terca pena de Emilia, va, a estas alturas, a cuestionar el quién es quién de este grupo familiar? Porque se trata de un grupo familiar. Esto fue así desde un principio formaron un grupo familiar: una familia singular compuesta por dos parejas, una muy joven en aquel entonces, Emilia y Antonio, otra madura ya aunque joven todavía, Matilda Y Juan. Matilda aportó al grupo tres hijos. Juan aportó su serenidad, su complacencia su sentido común. Más aún, Juan aportó a aquel proyecto común de los cuatro la legitimidad más pura: Juan quiso que Matilda, con la asistencia personal de Emilia, desplegara sus grandes alas mundiales, su talento financiero, su iniciativa práctica su gracia, su sociabilidad, su brillantez. Juan quiso que nada se interpusiera en el desarrollo de esta mujer nueva, igual en todo al hombre, que debía verse libre de las bajunas tareas del hogar una vez que la procreación estaba satisfactoriamente cumplida. De la nurtura de la prole podían encargarse las sucesivas nurses y el propio Juan Campos -quien, por supuesto, se prestó desde un principio a alternar sus tareas académicas con la vigilancia de la casa y los hijos-. Todo fue posible porque Juan Campos lo hizo posible. Juan Campos, instantáneamente esta noche, se ha puesto en su sitio, se ha repuesto: si alguien ha sufrido, si alguien ha estado en el origen de la invención de Matilda y, a partir de Matilda, de Emilia y de todos los demás, ése es Juan Campos. En consecuencia, ¿a qué viene esta viscosa novedad dolorida de Emilia, esta viscosidad de un duelo excesivo? Y, sobre todo, cómo perdonar a su fiel Antonio este repentino alinearse con la esposa neurasténica que reclama para sí más parte de duelo del que legítimamente le corresponde? Esta expresión ridícula, el fiel Antonio, reanima a Juan Campos. Le parece que es la primera nota de humor que, siquiera mentalmente, ha logrado extraer de su incómoda situación. ¿No es humorístico, al fin y al cabo, que del extraño llanto que como una ráfaga de lluvia ha humedecido el rostro de Antonio Vega no quede ahora, al contemplarlo Campos de perfil, residuo alguno? Sólo una cierta rigidez: sólo percibe el hermoso perfil de Antonio, un hombre ahora hecho y derecho, moreno, huesudo, petrificado. Pero, sin duda, la dichosa expresión, ese su fiel Antonio, ha quedado ahí en la conciencia de Campos como una señal de tráfico temporalmente desfuncionalizada, dejada al azar en cualquier parte. La expresión fiel Antonio haría más adecuadamente referencia a un criado, a un servidor: a duras penas puede aplicarse a alguien que, como Antonio respecto de Juan o Emilia respecto de Matilda, ha formado parte tan íntima de la vida del matrimonio mayor. Claro está que han sido fieles: el propio Antonio Vega, de hecho, en su extraño monólogo de hace un rato, ha hecho referencia dos veces a la fidelidad. Ha conectado la fidelidad con la vida y ha esgrimido ambas cualidades frente a la muerte de Matilda, como quien propone una contradicción insalvable. Lo sorprendente es que, tras el prolongado silencio en que han permanecido los dos hombres en esta confortable estancia del Asubio iluminada por el fuego, lo único que Juan Campos acabe por considerar inasimilable sea la inmovilidad de Antonio Vega: tan grande es que, ahora que las lágrimas se han evaporado de su rostro, no parece haber llorado porque no se ha movido. Como si el llorar conllevase un implícito repertorio gestual que, inconscientemente, quien llora pone en juego para hacer ver que llora: así Juan Campos esperaba (quizá inconscientemente también) que el inesperado llanto de Antonio conllevase alguna clase de gesticulación complementaria, alguna frase o explicación, alguna señal inequívoca de que lloraba porque quería y no simplemente porque no podía evitarlo o porque las lágrimas se le escapaban como una ventosidad tras una mala digestión.
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