Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– Antonio, créeme, haré lo que pueda. Es que no sé si se puede hacer algo o no con Emilia, con nadie. No sé, de verdad, si somos accesibles al consuelo. A veces creo que no…

– No te entiendo, Juan. Eso que estás diciendo, ¿lo dices en general?, ¿es una teoría o algo así? Tendrás razón, supongo. Lo único que sé es que Emilia necesita ayuda y no pastillas ahora. Necesita hablar de Matilda y de su muerte y no basta conmigo por más que yo haga, por más que yo diga. Emilia y yo somos lo mismo. Emilia querría hablar contigo, oír lo que sea, que lo dijeras tú. Incluso algo terrible. Dile la verdad, lo que de verdad creas que es la muerte. Eso es mejor que nada. Emilia te necesita, es lo único que te digo esta noche. Y perdona el atrevimiento, resulta que tú querías verme a mí para lo que fuese y yo quería verte a ti para decirte lo que te he dicho… ¡Mira, ha sido una suerte que me llamaras esta noche!

«Bien, ¿y eso es todo?», ha estado a punto de preguntar Juan Campos. Pero se ha detenido en el último momento.

Desearía ser capaz de preguntar ahora si eso es todo. Si todo lo anterior es toda, una especie de resumen. Pero súbitamente le aterroriza la idea de que ese trivial, abstracto término todo lo embrolle todo, lo implique todo: le atemoriza la imagen de una espontánea metástasis de la totalidad implícita reactivando, más allá de una simple pregunta, toda una inabarcable situación. Porque, claro está -decide mentalmente Juan Campos-, que esas pocas frases de lamento, de súplica por Emilia que Antonio ha pronunciado en esta reunión improvisada son sinécdoque de una compleja situación -el proceso total del duelo por Matilda- que, lejos de circunscribirse al dolor de Emilia o a la angustia de Antonio por su mujer, alcanzan al propio Juan Campos. Más allá aún: alcanzan al proyecto inicial de las dos parejas veinte años atrás, de tal suerte que, con motivo de la totalidad punzada y de esas pocas frases de Antonio, el todo reabriera velozmente el pasado y el futuro a la vez, evocara no sólo las acciones observables exteriores, de los cuatro, sino también lo inobservable e interno de las intenciones de todos ellos, formuladas o informuladas, los éxitos y fracasos de estos últimos veinte años (que incluirían los fracasos vividos como éxitos y los éxitos vividos como fracasos). Si, por hipótesis, a la pregunta acerca de si lo hablado es todo lo que hay que hablar respondiera Antonio Vega negativamente, ¿qué ocurriría? ¿No aparecería la totalidad entera, en toda su contradicción, extendiéndose a los detalles turbios de la enfermedad de Matilda, al violento rechazo de su muerte, a su agresividad final, a sus denuncias, sus insultos…? ¿No surgiría así el rencor, su rencor? ¿El rencor de quién? A estas altas horas de la noche no está Juan Campos en condiciones de omitir una referencia explícita (si bien, muda) a ese sentimiento desolador, el rencor, su rencor: el suyo propio, el de Juan Campos (el rencor de Matilda, si es que lo tuvo, puede ser puesto de momento entre paréntesis). Ese rencor que a poco que Juan hurgue en sí mismo sabe que siente ahora y que sintió entonces: siente que siente un secreto rencor -quizá injustificable- contra Matilda, contra su amada esposa.

Antonio Vega, que ha terminado su whisky hace rato, se incorpora. Es evidente que desea irse. Juan se alegra de que se vaya. Pero finge retenerle un instante.

– ¿Te vas ya? Tómate una última copa conmigo. -Es la voz amable que Antonio reconoce de toda la vida. Se acomoda en su sillón otra vez. Pero rechaza la bebida.

– Preferiría irme ya si no hay nada más, nada urgente. De nuevo, discúlpanos a los dos, a Emilia y a mí, que, sin mala voluntad, quizá te estemos agobiando…

– Oh, no, nada de eso! -La voz de Juan Campos es ahora admirable, amable, está otra vez en su sitio, la cotidianidad, la costumbre, la fidelidad de este joven Antonio, tan joven aún a pesar de sus cincuenta años cumplidos, todo lo que significó la compañía de Antonio, la imagen embellecida que Juan Campos pudo hacerse de sí mismo mientras educaba a este joven. Todo, absolutamente todo, lo fácil, lo tranquilo, lo pedagógico, lo indiscutible, rebrilla ahora como una ilusión amorosa: no hay nada que temer ahora. Todo el orden convencional del mundo de Juan Campos, todas las sabias medidas y artilugios ingeniosamente dispuestos a lo largo de los años para que nunca haya quiebras o fealdad, ahora aparecen en su lugar de nuevo como criaturas afirmativas, como éxitos indudables, como bienestar merecido. Antonio se va, desea irse. Pide disculpas. No ha hecho referencia a la totalidad envenenada e inabarcable que por un momento Juan Campos temió que reventara sobre ellos dos como una hemorragia, una metátasis irreducible. No ha pasado nada.

XVII

Los túneles y las norias del hámster. Fernandito, el hámster. Fernando Campos prolonga su estancia en el Asubio tercamente, tratando de darse a sí mismo una finalidad, sin dar con ella. Todo el círculo completo de la noria lo ha recorrido en una semana, en menos tiempo. El resentimiento contra el padre, el amor al padre, el enternecimiento y la detestación, la huida del hogar paterno y el refugio en casa de Boni y de Balbi, el amor carnal, tan dulce siempre, de Emeterio, el dejarse querer, el fingir que no siente los celos que siente por la novia de Emeterio. La conversación con Antonio Vega, el cariño de Antonio Vega, el cariño por Antonio Vega, las conversaciones con los hermanos, los sobrinos. La finalidad… ¿qué hace aquí, para qué está aquí Fernandito el hámster? Sucede, en efecto, que lleva ya unos quince días en el Asubio: examinada su situación desde fuera, resulta ridícula. Y Fernandito es extraordinariamente sensible al ridículo: en esto es muy español Fernando Campos. El ímpetu del Porsche cruzando los seiscientos kilómetros entre Madrid y Lobreña, la súbita llegada sin avisar al Asubio: salida de caballo andaluz. ¿Y ahora, qué? ¿Parada de burro manchego? También Fernando Campos -como Angélica- cree que algo tiene que pasar. A diferencia de Angélica, que se limita a regodearse en la posibilidad, de momento no confirmada, de un desastre, Fernandito sospecha que algo grave ha sucedido ya, porque siente en su propio corazón que ya ha sucedido lo más grave y que por eso está él aquí, dispuesto a pedir cuentas a su padre. El asunto es que lo sucedido, sea lo que sea, no acaba de cobrar del todo un perfil inequívoco. No es sólo lo más grave que Fernandito no se sintiera amado. ¿O era eso lo más grave? Se sintió amado antes y desamado después. Hubo un antes y un después que Fernando Campos sitúa más o menos al acabarse el bachillerato: hasta los dieciséis él era el preferido de su padre. Fueron los años brillantes del amor paterno. En esta agobiante ronda circulatoria de Fernandito, el hámster, estos días, hay a ratos una melancolía ratonil que es verdadera y que apenaría sinceramente a Antonio Vega si Fernandito lo confesara: fueron los años gloriosos de la primera juventud de Fernandito y también de la colaboración pedagógica de Antonio y Juan Campos. Se sentían integrados todos los niños, jóvenes ya, Andrea, Jacobo, Fernando, Emeterio, en un programa definido y alegre, en una gran ruta aventurera: se sentían bucaneros y aviadores y montañeros y lectores de libros y escritores de libros las tardes de lluvia. El pequeño núcleo de melancolía que es como una almendra y que Fernandito roe como un hámster deteniendo su noria, es aquel momento de adivinación, de intensa preparación, en el cual, cada uno de los cuatro, también Emeterio, tenía un destino confuso y brillante preparado al final de la adolescencia. Antonio Vega creía en ese destino y fue el estupendo sherpa de todos ellos. Y Juan Campos era el alto coronel del regimiento de los lanceros bengalíes, el impresionante jefe indio águila blanca, el novelado padre, el sabio padre. ¿Quién aflojó primero la atención necesaria que mantenía en pie toda la dulce atención juvenil que hubiera podido durar meses y meses, años y años, la vida entera de todos ellos? Hay algo inmortalmente dulce y fuerte en la imagen paterna. Ni siquiera es necesario que el padre haga grandes cosas. Basta con que esté ahí y sea accesible en su distancia encantada, en su profundidad narrada, novelada, poetizada. Una vez pasada la juventud, una vez adentrados en la madurez, un padre que ha tenido esas características para los hijos no se deshace nunca. Así que la almendra de melancolía que a ratos roe Fernandito en su noria es realmente conmovedora. Pero todo se vino abajo después, todo el antes se desplomó en el después súbitamente O al revés, todo el después se desplomó sobre el antes nihilizándolo, volviéndolo variable, discutible, modificable, interpretable. Andrea y Jacobo, que eran criaturas más sencillas, se divirtieron casándose, escalando puestos en el banco Jacobo, teniendo hijos Andrea… Pero Fernandito no podía seguirles por esa vía de la normalización, la igualación, la socialización. El gran orgullo de ser único, original, atrevido, descarado, pícaro, avispado, hábil, alegre, imagen de Matilda, todo eso funcionó a la vez como un inmenso logro brumoso, logrado ya antes de lograrse, obtenido como un premio mucho antes de obtenerse. Y este premio inmaduro, este logro irrealmente logrado, que, en esencia, consistía en volver a Fernandito intensamente consciente de sí mismo, como un Único resplandeciente a quien su padre amaba, aisló a Fernandito en un yo soy que aún no era, en un yo que, habiendo de ser en el futuro, se veía sometido al mismo coeficiente de adversidad de todos los mortales y muy en especial de la vida Contingente que se inicia pasada la primera juventud. Se trataba de guardar el germinal pasado como un manantial incesante que refluía del pasado al futuro y del futuro al pasado en una circulación venturosa Entonces Juan Campos abandonó a su hijo pequeño. ¿Fue Juan Campos consciente de que abandonaba a su hijo? No hubo, ciertamente, escenas dramáticas. No hubo ninguna ruptura visible. Sólo un aflojamiento de la atención, un adelgazamiento del gozo. Dejó Juan Campos, de pronto -quizá sin darse cuenta del todo-, de interesarse por su hijo. Una vez iniciada la facultad, pareció incluso que el propio Fernandito se alegraba de librarse un poco de la atención paterna, que tan cálida había sentido durante su niñez y primera juventud. Dio la impresión -tan característica de los estudiantes de primero y segundo de facultad- de saberlo todo y creerse autosuficiente. La relación con Antonio Vega continuó fluida, tanto o más que en los años de bachillerato. En cambio, entre Juan y su hijo pequeño surgieron discusiones que procedían en gran parte de esa, en última instancia, inocente autosuficiencia del joven universitario, pero que Campos no parecía en condiciones de asimilar del todo. En el verano que iba de segundo a tercero de carrera, de pronto se estableció una barrera extraña: agresiones, injurias: Fernando acusó a su padre de ser un cenizo desinteresado de la realidad. Le acusó de no importarle nada nadie. Juan Campos no quiso discutir nada, dio la impresión de haber desaparecido. Se convirtió en un padre desencantado, quizá acobardado. Intervino Antonio Vega del modo más sencillo que podía. Le dijo:

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