Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin
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- Название:La Fortuna de Matilda Turpin
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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация
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Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.
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– Porque soy tu mujer, ¿no es eso suficiente?
– Seguro que lo es en otros casos pero no en éste, no creo que recuerde ni que existes, perdona. ¡Así están las cosas…!
Fue lo más brusco que oyó decir jamás a Jacobo. Jacobo era un marido agradable, con una cierta tendencia a la distracción y a cansarse pronto de las conversaciones, cosa explicable porque volvía siempre tarde del banco y generalmente se traía papeles a casa. Angélica tuvo, pues, la impresión de que al quejarse de Matilda había puesto al descubierto una herida antigua que afectaba, de alguna manera, a la relación de los Campos con sus padres: esta impresión sirvió para confirmar su idea de que algo grave y oculto tenía lugar en la casa sin que se le revelase a Angélica con claridad qué era. Esta idea de un secreto familiar, una dificultad intrínseca de relación entre padres e hijos en casa de los Campos, alivió en parte su sensación de ofensa. Pero incrementó su curiosidad aderezándola con una pizca de malevolencia. Todo esto estaba teniendo lugar durante los últimos años de la vida de Matilda. Se habían suspendido los grandes viajes, que eran sustituidos ahora por largas estancias en Houston primero y después en Suiza y en Madrid. Para entonces había cumplido ya Angélica los treinta y dos años: el asunto de tener o no descendencia había quedado zanjado hacía tiempo. Pero Angélica encontró en el extraño rechazo de su suegra una nueva confirmación de lo acertado que era su propia voluntad de no traer hijos al mundo.
– No puedo entender por qué tu madre, si no iba a haceros nunca caso, quiso echaros al mundo en primer lugar -declaró Angélica en una conversación más o menos íntima con Andrea. Andrea, para entonces, había dado a luz dos veces y vivía sumergida en el espeso entramado de la maternidad. Era evidente que Andrea no tenía ninguna vocación de mujer moderna, ningún proyecto personal para sí misma con independencia del de criar su prole. Pero era más sentimental que Jacobo. Andrea defendió la posición de su madre en unos términos muy teóricos pero que no dejaban de ser adecuados:
– Ser madre es una necesidad de las mujeres, de casi todas las mujeres, yo creo. Una vez que los hijos están criados, sin embargo, una mujer puede sentir que quiere realizarse a sí misma después. Mi madre es muy inteligente, muy práctica. Nos quería a su manera, esa manera individualista, europea, de la clase social alta. Los hijos se cuidan solos. Hay la maternidad mediterránea, yo soy una madre mediterránea, a cuestas con los potitos y los colegios. Mi madre es una europea rica que delega en las nurses. A mí me parece bien. Y mi madre era fascinante cuando éramos pequeños, Angélica. Eso no debes olvidarlo. Viajábamos mucho con ella y con mi padre. Íbamos a encontrarnos con ella nosotros tres y mi padre en Roma y en Londres y en Orlando. Recuerdo el viaje a Orlando a ver Disneyland, fue estupendo. Era una mujer enérgica y alegre, y ahora está enferma.
Cuando por fin la muerte hizo presa de Matilda, Andrea fue de los tres hermanos la que más apenada pareció. No pudo acercarse al lecho de la moribunda más que sus hermanos, pero no pareció resentir eso demasiado. Angélica tenía la sensación de que hacer la voluntad de Matilda era más importante para sus hijos y allegados que cualquier iniciativa propia que difiriese de esa voluntad. Matilda no admitía en torno suyo, especialmente al final, voluntades más fuertes o distintas a la suya. En cierto modo, esto era escandaloso visto desde fuera. Visto desde dentro, desde la propia familia, parecía lo natural.
Entre Andrea y Angélica se estableció por entonces una curiosa relación materno-filial: Angélica era la mayor pero, carente de hijos, conservaba un aire de soltería, una ligereza adolescente que, en cambio, se había visto sustituida en Andrea por una cierta gravedad de matrona, no obstante ser Andrea la más joven. A Andrea le parecía que su cuñada era más inteligente que ella misma, pero en cambio menos práctica, menos sensata, más irreal, a consecuencia, precisamente de no haber tenido hijos propios. Así que ambas mujeres establecieron una amistad que podía considerarse como una protección invertida: la más joven protegía a la mayor en los asuntos cotidianos mientras que la mayor proporcionaba a la más joven una cultura general:
Angélica estaba al tanto de los libros que se publicaban las exposiciones de pintura moderna y contemporánea, las conferencias de la Fundación Juan March, los ciclos de música de cámara norteamericana, el expresionismo alemán. Incluso los debates de las feministas entraron a formar parte de la conversación de Andrea por influencia de Angélica. Incluso El segundo sexo de la Beauvoir entró a formar parte de su repertorio ideológico, bien que de una forma muy reducida y disminuida. Tras la muerte de Matilda, hubo una diáspora exagerada sobre todo por parte de Fernandito, que apenas veía a sus hermanos, y de Juan Campos, que apenas se dejaba ver. Los dos matrimonios, que se veían con más frecuencia, también dejaron de verse, como si les faltara materia que debatir una vez fallecida Matilda. De hecho, la reunión en el Asubio con motivo de este último puente de Difuntos fue fruto de la casualidad. Cada una de las dos parejas decidió por su cuenta llegarse al Asubio. Una vez allí, ambas, cada cual por su lado, se sintió reconfortada con la presencia de la otra. Y así fue como Angélica y Andrea continuaron su relación materno filial y a la vez de profesora-alumna. Así que cuando Angélica puso de relieve su preocupación por el aparente ensimismamiento y soledad en que vivía Juan Campos no le fue difícil persuadir a Andrea de quedarse algo más de tiempo con ella para supervisar la situación potencialmente explosiva en opinión de Angélica.
Angélica, sin embargo, ha hecho una reserva mental: ha decidido no explicitar ni detallar delante de Andrea lo que sospecha que ocurre con Fernandito. En realidad, Angélica considera que ésta es su gran baza: su gran momento, su gran juego: estas expresiones bailotean en la conciencia de Angélica como saltimbanquis. Recuerdan un poco a los dos jóvenes que en El Castillo de Kafka confieren un aire procaz, cómico, irreflexivo a la suerte del agrimensor. No son personajes, sólo conceptos bulbosos, nociones proliferantes, intuiciones que a medias la realidad confirma y a medias desconfirma. ¿Hay acaso un juego en juego? ¿Tiene quizá Angélica que hacer una apuesta pascaliana acerca de la existencia o la seriedad de algo terrible que ocurre en la casa, acerca, supongamos, de la posibilidad de la aparición repentina de un dios o un diablo en la escena? Por otra parte, ¿a qué se mete Angélica en este lío familiar? Ha dado Angélica por supuesto que existe una situación familiar liosa, aunque no puede darse ni siquiera a sí misma detalles precisos de la complicación. ¿No lo está inventando todo? Angélica fue una universitaria lista. Sintió sincera curiosidad por ciertos aspectos de la vida política y cultural. Se da cuenta de que su posición en esta casa es extraña. No obstante ser esposa del hijo mayor, nunca le hizo Matilda el menor caso. Se siente como la governess de The Turn of the Screw. El entrecruzamiento en la persona de Angélica de figuras literarias y proyectos propios es siempre semicómico. Se siente al borde de una visión y se pregunta: ¿estoy viendo lo que veo, o estoy provocándolo? En última instancia, sin embargo -tanto si lo ve como si lo inventa-, está siendo protagonista de un acontecimiento único. Por fin su matrimonio está dando de sí lo que no dio desde un principio y nunca pareció ir a dar. Ha sido necesaria la muerte de Matilda, la retirada al Asubio de Juan Campos, la presencia de Fernando Campos en el Asubio abandonando su puesto de trabajo en Madrid. Al final, sin embargo, florece la situación con la viscosidad de una gran berza: grandes hojas situacionales se extienden por todas partes, surcadas por lumiacos y gusanas: imágenes horticulturales un poco repulsivas le parecen a Angélica expresivas ahora de la situación que ante ella se extiende como las gigantes hojas blanquiverdes de las berzas de asa de cántaro. Y todo esto no puede compartirlo por completo con Andrea porque el quid de la cuestión es Fernandito. Angélica ha decidido que toda la extrañeza de la situación familiar de los Campos, incluyen dolos a todos, se concentra ahora en Fernandito como en un agujero negro: Fernandito chupa y rechupa toda la energía de la familia. Esto no tendría por qué ser malo ni bueno, pero hay algo no científico, sino mitopoético en el concepto de agujero negro, que arrastra la imaginación de Angélica. Lo mismo que la muerte de Matilda queda inacabada en esta casa -piensa Angélica-y así Fernandito representa el inacabado sumidero de esta familia, su significación postulada e irrealizable, su negación de su negación, su hundimiento. Y tiene que haber un hundimiento -entrevé Angélica- aunque sólo sea para sobrecompensar el desdén con que fue tratada ella por todos ellos, incluido su propio esposo. Al pensar estas cosas se siente aviesa y mala. Pero se siente, ante todo y sobre todo, en lo cierto. Sentirse en lo cierto es como una ebriedad que embarga ahora a Angélica todo el tiempo y que le permite disimular con Andrea el verdadero filo de sus intenciones y contemporizar durante los almuerzos y las cenas con las insulsas conversaciones monosilábicas de Juan Campos o con los acerbos comentarios de Fernandito, cuando Fernandito se digna aparecer por la casa. El tiempo vuela y no sucede nada. ¿Y si no pasara nada? Al fin y al cabo no podrá prolongar Angélicas ni por supuesto tampoco Andrea, su estancia en el Asubio por tiempo indefinido. Algo tendrá que suceder de hoy a mañana, o mañana, o pasado mañana. O ahora o nunca si Angélica ha de tener razón, y ha de tenerla. Piensa mal y acertarás, Angélica -se dice Angélica a sí misma.
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