Charo solía tirar mucho de mí. No digo que me influyera, pero tenía ese don de las personas magnéticas y yo la jaleaba. Una vez me llevó a Centroamérica. Fue un viaje tan disparatado que, de no ser por el sentido del humor de Charo y mi poca disposición a discutir con las amigas, hubiera podido terminar en tragedia. Yo arrastraba una enorme maleta con ropa, libros, y todas las pequeñas dependencias que he adquirido a lo largo de los años, desde laxantes a crema suavizante para el pelo, orfidales, limas de uñas, aután, tapones para los oídos, antifaces y mucho tabaco. Charo llevaba una simple bolsa con ropa interior y unas camisetas de baratillo. Cansada de compartir mi carga, un día Charo me hizo depositar la maleta en casa de un diplomático conocido de la familia y proseguimos el viaje con una de esas bolsas plegables que yo había tenido la precaución de incluir en mi equipaje por si hacía más compras de la cuenta. Sobreviví. No sé cómo, pero sobreviví. Lo dejé todo aparcado, excepto los laxantes y el tabaco.
A Charo, con los años, le ha crecido una papada doble, como una gola de dos alturas, abierta en abanico sobre el cuello. A ella, sin embargo, no parece importarle demasiado. Conserva su pelo corto y abundante, esa mirada que de puro clara parece estar hecha de agua y unas manos muy hermosas, las más hermosas que he visto en mi vida, quitando las de un profesor de francés de quien me enamoré precisamente a partir de sus falanges. Charo, cuando se pone seria, infla su papada y entonces ya sabes que va a pontificar. El otro día pontificó varias veces ante Loreto. Yo miraba su papada, su gesto interesante, sus continuas atenciones con mi hermana, y me quedaba sorprendida, extrañada, porque Charo siempre ha sido muy dispuesta para entregarse a los demás pero la otra noche parecía una ONG.
Al principio Loreto se mantuvo bastante hermética y apenas le proporcionó las claves de su problema, más bien se dejó consolar sin oponer ninguna resistencia, tranquilamente, o acaso dócilmente, hasta que poco a poco empezó a salir de su mutismo y fue soltando pequeños datos, detalles que incluso yo desconocía, todo narrado con cierto alivio reparador, como si llevara tiempo esperando la visita de Charo para quitarse la espina del silencio. Supe que Fernando, el chino, había tenido una amante pocos años atrás, y que la propia Loreto fingió no enterarse para no perturbar la estabilidad matrimonial. Fernando instó a su amante a enviarle un anónimo a Loreto, pero ni así se sintió ella provocada. Loreto guardó la carta y calló. Nunca me lo ha contado porque sabe que yo reprobaría su falta de dignidad, pero con Charo se desarmó y enseñó su vida como quien enseña un álbum de fotos, regodeándose ante unos recuerdos y quejándose ante otros. Yo me fui a la cocina a preparar unos sandwiches, y de nuevo pensé en la posibilidad de que mi propia hermana fuera una desconocida para mí. No encontré jamón de York (Marius es especialista en arrasar la nevera), de manera que abrí una lata de paté y corté unos trozos de queso. Algunos días la asistenta deja preparada una tortilla de patatas o un poco de verdura cocida, pero aquella mañana había llamado para comunicarme que iba a acompañar a alguien al médico (todas las asistentas que he tenido acompañan continuamente a la gente al médico) y decidí no cocinar nada. Ventura estaba de viaje y Marius se había llevado a su habitación provisiones para una semana: patatas fritas, gusanitos de petróleo, galletas saladas y, por supuesto, el jamón de York que faltaba. Coloqué en una bandeja el paté, los quesos, una cesta rebosante de biscotes, una botella de vino y el frutero. Loreto no probó nada. Le había sentado mal la comida y prefirió tomarse un poleo. Charo, en cambio, no paraba de engullir bocaditos de paté, trozos enormes de queso, uvas, todo con una ansiedad irrefrenable. Su papada parecía el buche de una paloma. Estaba abstraída en Loreto y comía sin ser consciente de que se llevaba la comida a la boca, como cuando yo fumo y no me doy cuenta de que tengo el pitillo en los labios. La televisión pestañeaba con imágenes cuyas sombras salían de la pantalla y daban vueltas por el salón. Eran imágenes mudas que nos hacían compañía. Loreto hablaba de Fernando con frenesí de recién casada. Charo, cuando paraba de engullir, pronunciaba frases brillantes que a mí me deslumbraban y a Loreto le arrancaban alguna sonrisa de los labios. Al cabo de un buen rato, ayudadas por el vino, las tres nos reíamos sin pudor mientras desgranábamos recuerdos de nuestra infancia. Charo contaba numerosas anécdotas que no por repetidas dejaban de interesarme. No lo he dicho aquí, pero Charo maneja con gran habilidad la palabra y siempre ha sido una excelente narradora. Loreto por el contrario es hiperbólica, y a todo le da una dimensión desproporcionada. Esa exageración de Loreto que tanto he valorado en los momentos cómicos de la vida, sonaba el otro día como la letra de un tango. Charo se lo hizo notar y por fin Loreto se rió de sí misma como si hubiera sido sorprendida haciendo muecas ante un espejo. Creí ver entonces algunos destellos de la antigua Loreto, aquella hermana mayor que desprendía tanto optimismo y a cuyo cargo estaba la organización de los festejos familiares.
Yo siempre fui más vulgar, más abúlica también, no tenía ideas y las pocas que me venían a la cabeza se las apropiaba ella para mejorarlas. Lo único que hacía yo era escribir. Escribía mis redacciones, las de Loreto y las de sus amigas, y hasta hubo una temporada que me especialicé en epístolas amorosas, sin haber sentido jamás las embestidas del amor ni tener más conocimiento carnal que el que me proporcionaba la visión de ciertas películas no toleradas para menores.
A Loreto le divirtió recordar aquello. En casa vivió una muchacha -mayor a mis ojos, aunque realmente no sobrepasaría los treinta años- que tenía un novio sigiloso, un novio casado o algo así, porque ella nunca le comunicó su existencia a madre y cuando hablaba con nosotras lo hacía en voz baja, como si nos convirtiera en cómplices de un secreto inconfesable. Loreto se sentía patrocinadora de aquel apaño sentimental. La muchacha hablaba con Loreto y si Loreto lo creía oportuno las dos me llamaban a mí, extendían una holandesa de papel rayado sobre la mesa y yo me ponía a escribir con una aplicación admirable. Como quería darle una imagen más o menos tangible al misterioso novio y por aquella época se decía que todos los novios de las muchachas domésticas eran soldados, yo le escribía a un soldado: sería un soldado apuesto, con un uniforme impecable y una gorra de plato que casi formaba parte de su anatomía. Ya que mi muchacha, dados los lazos afectivos que me unían a ella, era más que una muchacha, el soldado también era más que un soldado: era un cadete. Por influencia del oficio de escribana que me tocó en suerte, durante bastante tiempo, cuando pensaba en el amor siempre lo asociaba a un cadete. Mi novio también habría de ser así, erguido, con gorra de plato, y una chaqueta tan impecable que sólo se arrugaría al doblar ceremoniosamente el brazo para que yo pudiera colgarme de él y presumir ante el mundo. Madre no sabía que Loreto y yo confabulábamos con aquella mujer para facilitarle el acceso al novio. Tal circunstancia encendía más mi ánimo morboso. Rellenaba, pues, las holandesas con frases hechas que ni a ella ni a Loreto, y por supuesto tampoco a mí, nos sonaban a tópicas, firmaba con una rúbrica que parecía un tortel de cabello de ángel y luego la muchacha cogía el papel y lo estampaba contra su boca de color ciclamen. El beso rojo quedaba pues marcado en forma de labios. A partir de ahí yo ponía lo demás. Imaginaba que el soldado se llevaría también la carta a la boca y uniría su beso al de ella para formar un beso común y largo, como en los finales de las películas.
Читать дальше