Fidela: por culpa de las líneas telefónicas ayer tuvimos que hablar a trompicones. Perdona si te dejé medio sorda gritando que te quiero, pero es una verdad a gritos. Para indemnizarte, ahora lo susurraré: te quiero. Siento en mi cuerpo síntomas de tu ausencia. Es una patología que se manifiesta en una mirada ausente, una enorme acumulación de ternura en la boca, de semen en los testículos y de testosterona en la sangre. Tu piel, en la distancia del recuerdo, me huele a humo. No a humo de tus cigarrillos sino de las fogatas con que los vinateros queman aquí las cepas después de la última vendimia. […] No es justo que amándote tanto estés ausente. Por eso me rebelo. Perdona. Uno de mis defectos es no saber aguardar, máxime cuando la espera va acompañada de incertidumbre. Alguien me ha preguntado por qué estoy tan inquieto. La inactividad, he respondido yo. Cualquier cosa con tal de no descubrir lo difícil que es no tenerte después de haberte tenido. Mujeres hermosas hay muchas, pero las que he conocido son unidimensionales como los carteles de las películas. Detesto a las actrices de las películas. Marilyn Monroe parece de plástico, Kathleen Turner resulta demasiado grande, a Demi Moore decidí ignorarla desde que se afeitó el cráneo, y Madonna es sexy, pero un día se va a fracturar la pelvis de puro hacerse la provocadora. Tú eres distinta. A ti te basta con existir para despertar mis deseos.
Al principio no les daba importancia a sus declaraciones de amor. Estaba acostumbrada a que me quisiera (o, en todo caso, a que me lo dijera) como lo estoy a que los árboles den sombra. Lo que más me gustaba, sin embargo, no eran sus contundentes y hermosas confesiones amorosas, sino esos recorridos por la vida en los que yo siempre estaba a su lado compartiendo experiencias y sensaciones hasta entonces desconocidas para mí.
Fidela: he regresado de G. con una costra de barro en la suela de las botas. Voy a conservarla en el jardín porque es tierra sagrada de tu altar. (Existe un altar en G. que lleva tu nombre: se lo puse yo. Está en las afueras, muy cerca de un antiguo cráter que ahora es una pequeña laguna.) He pasado veinte días destacado ahí, trabajando de sol a sol y recordándote en las escasas horas de sueño. Eran muy agradables los paseos al amanecer. A menudo me detenía a golpear el suelo basáltico porque produce un sonido metálico muy curioso y cuando lo frotas con una esquirla de sílex suelta chispas casi imperceptibles.
Lo entretenido de vivir en G. es que te sientes dentro de una película y que en la mayoría de los casos uno mismo decide cuando cae el telón. Aunque estés lejos, tú también formas parte de esta película. Te llevé conmigo porque desde que te conozco no has dejado de acompañarme a todas partes. Estuvimos en las calles polvorientas del barrio de H., con sus incesantes peleas de perros y sus cardúmenes de niños macilentos que juegan a ser héroes. Pero G. también tiene sus reductos luminosos, como los naranjales o las pequeñas palmeras que hay junto a la playa. Tú llevabas -sigo imaginando- gafas de sol, y yo te pedía que te las quitaras porque me gusta ver el mundo reflejado en tus pupilas. Además, ya sabes que mi alma nace a la orilla de tus ojos.
¿Te he hablado alguna vez de Joe? Es un viejo amigo con el que me reencuentro esporádicamente y que me somete a continuadas sesiones de lirismo, Joe me torturó con su última desgracia. Nadie, salvo tu adorada Violeta Parra en alguna de sus canciones, maldijo tanto el amor como Joe, frente al mar y con el puerto como telón de fondo. Parecía que escupiera guijarros. Pateaba la arena, se metió borracho en el agua -sin quitarse la ropa- y recitó una letanía de improperios que se le revolvieron como si fueran el latido de su propio eco. Toda una ceremonia de exorcismo que acabó cuando el hambre, más fuerte que el despecho, nos llevó a la panadería. En ese momento le conté que tú existes al otro lado del mar, a lo que me respondió: no me pidas que me solidarice contigo.
Las palabras de Leo me agitan las hormonas como una batidora eléctrica. Antes de que él apareciera en mi vida yo era como una de esas algas que el mar arroja a la orilla. No quiero decir que fuera una mujer apaleada, sino que me dejaba llevar, iba y venía sin ofrecer resistencia y tenía la voluntad atrofiada, o quizás no tenía voluntad, porque en mis cada vez más constantes discusiones con Ventura ya no mostraba deseo ninguno de arreglar las cosas, y los demás, es decir, los hombres que no eran Ventura y cuya existencia terminaba cinco minutos después de empezar, ni siquiera podían arrogarse el privilegio de haber dejado unas iniciales en mi recuerdo. Con frecuencia me he preguntado si no habrá tras ese deseo de quemar aventuras un solapado deseo de venganza en nombre de muchas mujeres machacadas por las decepciones amorosas. Lo desconozco, como también desconozco qué opinarán ellos en su lugar. Cualquiera de mis ocasionales amantes pudo atribuirse el poder de haberme conquistado, y no seré yo quien les quite ahora la razón. Mi revancha consistió simplemente en olvidarlos hasta el punto de no reconocer siquiera sus nombres. Con Leo, sin embargo, todo había sido distinto. Leo iba más allá del amor. En él estaban contenidas muchas emociones juntas, la ilusión, el placer, la ternura, el ansia constante de sorpresa, el desquicie total y gozoso de los sueños.
Acabo de acercarme a la ventana para contemplar unas luces que resplandecen a lo lejos. Son bengalas de las que disparan los soldados cuando salen de maniobras. Iluminan el contorno de los cerros dando a los olivares un aspecto fantasmagórico. A ti te gustaría mucho ese efecto. Fidela, te quiero y te sueño. La otra noche te soñé con horquillas en el pelo, mejor dicho, ibas sujetando el pelo con las horquillas que tenías en la boca, como vi hacer no recuerdo a quién ni dónde. Lo habré presenciado en alguna película, o posiblemente en los prostíbulos de mi adolescencia, aquellos que tenían un local con muchas mesas donde se tomaba vino barato y empanada de carne.
Espero tu llegada ansioso. Ojalá entonces deje de soplar este viento que nos ahoga en arena. Hace un calor muy extraño, como el que se siente a través del cristal de un automóvil. Tu visita cambiará el régimen de los vientos y las mareas, estoy seguro. Vuelvo a rogarte que seas sincera conmigo y no te dejes avasallar por mi impetuosidad. No te tengo cerca para compensar con caricias todo lo que necesito decirte. Dondequiera que estés en este momento, recuerda que soy tuyo. A veces el deseo de ti es tan fuerte que he de masturbarme para seguir viviendo. […] Fidela, me has convertido en un animal rabioso. Quiero dormir, pero tu imagen traspasa las paredes, y ese aroma tuyo que a veces me desbarata la cabeza, vaga por todas partes como un fantasma. Me gustaría arrastrarte a mi escondite secreto para beber tu sexo, penetrarte durante seis horas seguidas y acariciarte el alma a suspiros. Nadie se ha revolcado en un saco de dormir tan febrilmente como yo: el loco que escribe tu nombre en cinco árboles diferentes. Desde que te conozco todo me sabe a sucedáneo y pienso que el resto de mujeres son impostoras. Me gusta querer de ese modo. Seguramente es mi única forma de querer. Cuento con desesperación los días que faltan para tu visita. Cuando nos veamos te pediré que me dejes amarte entera y muy despacio.
Aquella visita, anterior a otras visitas, suyas o mías, que habrían de enloquecer nuestra relación, desencadenó algunos problemas y alteró el ritmo habitual de las cosas. Por eso ahora pienso en Leo y mientras numero sus cartas, ordeno también mis pensamientos, porque ha estallado el caos y se ha precipitado en mí una enfurecida necesidad. Leo ha abierto fisuras en mi vida y temo perder el control sin mi propia autorización.
Ante mi insistencia, Loreto se ha instalado temporalmente en casa. Ocupa una habitación contigua al estudio de Ventura, en la parte alta del dúplex, y hace su vida con más resignación de lo que cabía imaginar. Se levanta temprano, va a su farmacia, por la tarde arregla sus asuntos de abogados y cuando llega está hecha un trapo. Algunos días se queda dormida viendo la televisión y yo tengo que zarandearla para que se acueste. Anteanoche apareció Charo sin avisar y hubo que contárselo todo. Charo es asombrosa, parece que lleva un chip en la cabeza y lo acciona en función de cada problema. El otro día, una vez enterada de la situación de Loreto, se programó para poner el hombro y volcar su generosidad en ella. Me quedé atónita. Charo nunca ha tenido una relación demasiado buena con Loreto, y aunque no puede decirse que se detesten, sus respectivas presencias han pasado siempre desapercibidas para ambas. Desde muy pequeñas quedó determinado así. Charo era mi amiga y Loreto mi hermana, y sus territorios estaban perfectamente acotados, no había mutuas injerencias y las dos se respetaban con admirable desinterés. En cierto modo yo tenía más proximidad con Charo porque ejercía sobre mí una extraña fascinación; su forma de cultivar la autonomía, su talante heterodoxo, y sobre todo, su lucidez para enfrentar los problemas, despertaban en mí gran envidia. Charo era una de esas personas que con el paso del tiempo no había adquirido ataduras. Vivía igual que en los años de estudiante y de su conducta emanaba una excitante sensación de provisionalidad. Todas las demás íbamos llenando nuestras mochilas de cosas propias, maridos, hijos, pisos, trabajos más o menos seguros, pero ella se mantenía siempre ligera de equipaje, alejada de cualquier compromiso. Charo tenía una profunda aversión por todo lo que pudiera atarla, y en cuanto atisbaba la mínima señal de peligro -hubo una época en que ganó bastante dinero como traductora y tuvo en sus manos la posibilidad de firmar un buen contrato con una editorial-, se sentía presa del pánico, sacaba un billete para marcharse fuera del país y desaparecía durante un par de años. Luego volvía más gorda y más contenta.
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