Soledad Puértolas - La Rosa De Plata
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Una novela de aventuras para todos los publicos que se adentra en el maravilloso mundo de lo legendario y lo mítico.
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Se desencadenó entonces una gran tormenta, pero no por eso el rey Arturo y Merlín interrumpieron su viaje. Llegaron a la cartuja al anochecer, empapados y ateridos de frio, bajo el estruendo de los truenos y el brillo azulado y fugaz de los relámpagos. Llamaron a la puerta y la monja portera les confundió con mendigos en busca de cobijo. Abrió la puerta y los condujo a la cocina. Allí, el rey Arturo se dio a conocer, porque ya no quería perder ni un solo minuto e intuía que la reina Ginebra estaba despierta. Inmediatamente vino la cartuja mayor, sor Filomena, y se echó a los pies del rey, pero Arturo le hizo levantarse en seguida.
– En tus manos dejé a la reina hace más de un año y de tus manos la vengo a recoger esta noche de tormenta -dijo el rey.
Y pidió que enviaran mensajeros a Camelot para que saliera en seguida un séquito adecuado con el que acompañar a la reina, en las mejores condiciones, de regreso a Camelot. Luego pidió que lo condujeran a la celda de la reina, porque quería permanecer con ella hasta la partida.
Y todo se hizo según la voluntad del rey.
Pero Merlín se les despistó a todos, y cuando el séquito real salió de la cartuja de Nuestra Señora de la Dulce Paciencia en dirección al castillo de Camelot, llevando en el centro, en magnífica carroza, a la reina al fin dormida, nadie, ni el mismo rey Arturo, reparó en que Merlín no se encontraba presente, y es que, acuciado por el deseo de reunirse con Nimué y regresar a su vida contemplativa, el mago Merlín, después de descansar un rato en la celda de la cartuja, salió, antes del amanecer, aún bajo el estruendo y el peligroso fulgor de la tormenta, hacia su guarida secreta que, según se decía, estaba más allá de las Marcas del Sur.
XVII
El caballero de plata había salido vencedor en el torneo que se celebró para obtener la suerte de Findia, la doncella desmemoriada, pero el caballero de plata, que era uno de los caballeros más hermosos y apuestos, se sintió, una vez ganado el torneo, algo abatido y desorientado porque, a la vez, se distinguía este caballero por su estados de decaimiento, que le acometían de repente, sin poderse saber nunca la razón.
Pero en esta ocasión el caballero de plata sí barruntaba la causa de su desaliento; tener en las manos el destino de una doncella desmemoriada no era, a su parecer, una buena razón para levantar el ánimo.
El caballero de plata se había enterado un poco tarde del torneo, porque, precisamente, cuando había sido hecho público, él pasaba por una de sus épocas tristes y apenas salía del cuarto. Había sido su madre, una dama muy sabia y principal, quien, al fin, le había informado del torneo y animado a participar en él, con el objeto de que el caballero hiciera algo y esa época triste acabara.
Salió entonces el caballero de plata hacia Camelot, medio empujado por su madre, y allí supo que sólo faltaba decidir la suerte de tres doncellas. Escogió a la doncella desmemoriada, porque en aquel momento lo que él deseaba era olvidarse de sí mismo y el olvido más le parecía un bien que un mal. Sin embargo, ganada la justa, el caballero de plata se preguntaba qué cabía esperar de una doncella que no tenía memoria, porque una cosa, se decía, era poder olvidar algo desagradable y dañino, y otra muy distinta era olvidarlo todo, como parecía le ocurría a su doncella.
La victoria, al principio, había barrido sus males y su melancolía, pero, ya de camino hacia el castillo de La Beale Regard, volvió a sentir un acceso de desánimo, y sólo sus principios de caballero le sostuvieron y le impidieron abandonar la demanda.
Con respecto a la liberación de la doncella desmemoriada, Morgana, habida cuenta del fracaso de los anteriores empeños, había decidido no intervenir y dejar que las cosas fueran a su aire, confiando en los naturales obstáculos que surgen aquí y allá en este tipo de empresas. A primera vista, el caballero de plata parecía bastante frágil y delicado y ya de por sí parecía difícil que llegara hasta La Beale Regard, más aún cuando la última epidemia de peste había dejado los caminos muy solitarios y peligrosos, y la única ley que en ellos regía era la del asalto, el robo y el crimen.
Cayó la noche sobre el caballero de plata y su cabeza se llenó de los más negros pensamientos. Detuvo el caballo, descendió y se quitó la armadura. Las piernas no le sostenían, el cuerpo entero le dolía por el esfuerzo del torneo. Se acostó sobre la hojarasca y llamó al sueño. Fue una noche larga, con desvelos y pesadillas. El caballero creía oír extraños ruidos a su alrededor, voces confusas, deformadas, e incluso le parecía respirar olores de azufre, infernales. Pero el amanecer le trajo un sueño profundo y apacible.
Al despertar, sintió sobre sí, clavadas, una multitud de miradas. Detrás de un arbusto, percibió un movimiento. Al fin, unas extrañas criaturas salieron de su escondite y se acercaron al caballero desarmado. Al caballero de plata le costó comprender que esas criaturas extrañas, de pequeño tamaño, sucias, desharrapadas, eran niños, ni más ni menos.
– ¿Por qué me miráis así? -preguntó el caballero-, ¿es que nunca habéis visto a un hombre dormido?
Los niños se echaron a reír, como si las palabras del caballero de plata hubieran sido la cosa más graciosa del mundo. Al fin, uno de ellos habló:
– Hace tiempo que nadie viene por aquí, y mucho menos con todo eso que tú traes -añadió, señalando la armadura de plata que parecía un cuerpo vacío, desordenado, junto al del caballero-, ¿qué disfraz es ése?, ¿nos lo dejas probar?
El caballero de plata dejó que los niños se le acercaran y tocaran la armadura y que luego se la probaran. Entre tanto, les hizo preguntas sobre su vida y circunstancias, y así supo que esa región había quedado aislada de las otras, y que todos los caminantes la evitaban, porque allí la epidemia había sido muy cruel y terrible y de hecho sólo había sobrevivido un grupo de niños en estado casi salvaje. Eso dedujo el caballero.
Con todo, los niños le dijeron que si quería ir con ellos a la aldea ellos estarían encantados de guiarle, porque tenían de comer y de beber y también podía el caballero dormir bajo techado si lo quería, y calentarse frente a la chimenea, y, al fin, el caballero aceptó la invitación de los niños y, después de colocar la armadura sobre el caballo, se fue con ellos, que revoloteaban alrededor suyo y del caballo, riendo, gritando y bailando, entusiasmados con el hallazgo.
Lo cierto es que el caballero de plata se quedó asombrado de lo bien que se las había arreglado aquel puñado de niños salvajes, y comió y bebió de lo que le dieron y luego durmió frente a la chimenea en un salón bien amueblado y exento de corrientes.
Despertó un poco acalorado y entonces se dio cuenta del desorden y de la suciedad que imperaba en el cuarto y les preguntó a los niños -algunos de los cuales no se habían despegado de él y se habían echado en el suelo, entre las mantas, junto al caballero- si no se lavaban nunca y si no limpiaban ni ordenaban la casa. Por la expresión con que le miraron, el caballero comprendió que tales cosas no se les habían pasado por sus cabezas y decidió entonces que, si había cerca un río o un estanque, fueran todos a bañarse, pues no hacía mal tiempo, y a todos les sentaría muy bien.
Los niños que habían dormido con él y algunos otros que se encontraron por el camino, acompañaron al caballero hasta el remanso de un río cercano y cuando vieron que el caballero se despojaba de toda su ropa y, desnudo, entraba en el agua y les hacía gestos para que entraran ellos también, poco a poco le fueron imitando, muertos de risa, y al fin todos los niños se sumergieron en el remanso del río y salpicaron y jugaron con el agua, dando gritos de placer, que atrajeron a los niños que se habían quedado en la aldea y que no tardaron ni un segundo en tirar sus ropas al aire y unirse a los otros en el juego de los saltos y salpicones.
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