Soledad Puértolas - La Rosa De Plata

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El hada Morgana mantiene secuestrados en las mazmorras de su castillo a siete doncellas que deberán ser rescatadas por los siete caballeros más valientes del reino. Las justas del rey Arturo, el desdichado amor entre la reina Ginebra y Lanzarote configuran el telón de fondo de estas aventuras.
Una novela de aventuras para todos los publicos que se adentra en el maravilloso mundo de lo legendario y lo mítico.

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Alisa calló, y las otras doncellas enmudecieron también, impresionadas y conmovidas. Hasta Bellador enjugó sus lágrimas, y la orgullosa Delia, que llevaba unos días callada, taciturna, recostada en un rincón de la mazmorra, miró a Alisa con admiración.

– Te creía más desafortunada que yo -dijo al fin Findia- , pero ya veo lo equivocada que estaba. Mi desmemoria me parecía muy poca cosa en comparación con tu locura, pero ahora declaro que tu locura es sublime y envidiable, pues de todas nosotras eres la única que va a encontrar un sentido en la muerte. Yo no sé si miré a Accalon de Gaula o lo dejé de mirar, no me acuerdo, quizá hubo algo entre nosotros, quién sabe. Moriré sin tener un solo recuerdo, vacía, estupefacta. Mi vida ha sido un constante morir, porque todo se ha ido borrando en cuanto quedaba detrás. Después de escucharte, ya sé que soy la más desgraciada de todas nosotras, aunque de mis ojos no fluyan las lágrimas.

El silencio se apoderó de nuevo de las doncellas y duró muchos días y muchas noches, iguales entre sí, porque en la celda no entraba el sol. Una continua, inacabable hora oscura lo llenaba todo.

X

LA EMPRESA DEL GUARDIÁN SELENO

El guardián a quien Bess había hecho el favor de componer un romance para la fiesta de cumpleaños de Morgana, después de obtener el primer premio en el concurso de romances, había caído en desgracia. Las malas lenguas, movidas por la envidia, decían que se había prendado de la doncella de la alegría perpetua y que estaba dispuesto a ayudarla a escaparse, contradiciendo la voluntad y orden de Morgana. Por lo cual había sido relevado de su puesto y andaba por las cocinas, fregando suelos.

Ahora, con la cabeza inclinada sobre las losas, las rodillas en tierra, este hombretón, que se llamaba Seleno, tenía mucho tiempo para pensar. Ciertamente, también lo había tenido cuando era guardián, pero entonces no lo había valorado. Es más, se había aburrido mucho. Pero ahora que trabajaba más ya no se aburría, y mientras los otros le mandaban de aquí para allá, abusando de él, que no tenía nadie que lo respaldara, pensaba. Y de tanto pensar, pensó en Bess y en aquella voz cantarina que, palabra a palabra, con inacabable paciencia, había recitado el romance mil veces para que él lo aprendiera.

«Tal vez sea verdad -se decía Seleno- que me haya prendado de ella, y como ya no tengo nada, o casi nada, que perder, porque esta vida que llevo es una porquería, voy a ver si se me ocurre alguna cosa para ayudarla. El caso es que el único que puede liberar a Bess es el caballero bermejo y yo no soy más que un miserable mozo de cocina que no puede pretender competir con caballero alguno, por lo que no voy a tener más remedio que hacer lo imposible por buscar el dichoso islote donde se encuentra ahora el caballero bermejo y traerlo luego aquí y ayudarle en lo que sea para que gane la vida de la alegre y cantarina Bess, y yo le pediré, a cambio, que me nombre paje de la dama.»

De modo y manera que una madrugada, Seleno, bien aprovisionado, salió a escondidas del castillo de Morgana porque, habiendo sido guardián, se conocía muchos secretos pasadizos, y empezó a caminar rumbo a los acantilados de Cornualles. Seleno era un hombre muy obstinado y perseverante. Por lo demás, pasaba completamente desapercibido y nadie le cerró el paso. Dormía en cuevas, entre las raíces de los árboles y en granjas y castillos abandonados, porque prefería no tener mucho que ver con las personas, ya que en la conversación se cometen muchos errores y no quería levantar ninguna sospecha.

Al fin, después de muchas semanas de camino y con las piernas debilitadas y entumecidas, un atardecer brumoso y destemplado llegó a los impresionantes acantilados de Cornualles y atisbó una serie de islotes, preguntándose en cuál de ellos estaría confinado el caballero bermejo.

Sólo había una manera de saberlo, y era ir e inspeccionar uno a uno los islotes. Y como ya era tarde y estaba rendido, Seleno se acomodó entre unos arbustos y se quedó dormido, con la esperanza de encontrar por la mañana la forma de llegarse hasta las islas. Cuando abrió los ojos y se puso en pie, vio que de uno de los islotes, el más lejano y pequeño, salía una columna de humo y se dijo que sin duda ése era el islote del caballero bermejo, que se las debía de haber arreglado para hacer fuego con el objeto de calentarse y hacerse la comida. Animado por esta señal, Seleno recorrió el borde del acantilado, por si había por allí abajo alguna pequeña cala en la que albergarse mientras construía una balsa, aún no sabía con qué. Atisbó al fin una cala de buen tamaño, y bajó como pudo, con sumo cuidado, hasta la playa. Era una cala muy resguardada donde, al abrigo del viento, crecían algunos árboles que, bien cortados y unidos entre sí, podían convertirse luego en una balsa. Seleno estuvo a punto de quedarse el día vagabundeando por la cala, que era hermosísima, pero recordó que a la pobre Bess quizá le quedaban pocos días de vida, por lo que había que darse prisa y, ni corto ni perezoso, se puso de pies y manos a su tarea.

Él mismo se asombró de su habilidad al construir la balsa. «Yo hubiera debido aprender un oficio -se decía, tarareando-, porque es mucho más ameno hacer algo con las manos que todas las guardias y vigilancias que he hecho en mi vida, y no digo nada de los fregoteos, que me tenían harto. Aunque también es verdad que si no hubiera sido el guardián de las mazmorras de La Beale Regard no habría conocido a Bess, que es lo más importante que me ha pasado nunca, porque lo de ganar el concurso fue cosa de un momento y luego todo se vino abajo, si bien disfruté mucho recitando el romance. ¡Ay, Bess!, aún tengo tu voz cantarina grabada en el pecho y juro por Dios que llevaré al castillo al dichoso caballero bermejo para que te rescate, me cueste lo que me cueste.»

Una vez finalizada la balsa, la proveyó de un palo donde aparejar una vela, hecha con unas sábanas que había tenido la precaución de llevarse consigo, hizo unos remos y echó la balsa al mar, bastante encrespado aquella mañana, y luego, tras luchar un buen rato con las olas, se subió a la balsa y puso todo su empeño en dominarla.

Mal que bien, se fue acercando al islote del caballero bermejo, que se pasaba las horas mirando el mar, sobre todo hacia la zona de la costa, por ver si divisaba signos de vida. Pero por aquellos acantilados no se aventuraba nadie y el caballero comprendía que la sirena le había llevado a un paraje completamente despoblado y que, si no se producía un milagro, envejecería y moriría en medio del mar. Al principio, había pensado que, ya que había llegado hasta allí a nado, quizá pudiera alcanzar la costa, yendo de un islote a otro, pero la empresa cada vez le parecía más arriesgada, porque el mar estaba siempre muy agitado y era muy traidor, y el estruendo que producía al chocar con el islote se le fue metiendo al caballero en el alma, desanimándole de esta idea. Por lo demás, como el caballero bermejo tenía un fondo muy alegre y optimista, a pesar del terror que le había cobrado al mar, le gustaba mucho contemplarlo y recrearse en las diferentes tonalidades, que, con los cambios de la luz, se producían en él. Así se estaba el caballero muchas horas, y por eso vio en seguida la balsa de Seleno y la miró lleno de curiosidad, porque no podía comprender que nadie se hubiera embarcado en aquel precario ingenio ni, mucho menos, con el objeto de rescatarle a él.

«¿Quién será este extraño ser que viene flotando entre las olas, desafiando los peligros del mar y de todos los elementos? -se preguntaba el caballero-. Sin duda, debe tratarse de un loco, y me parece que viene directo hacia mí, de manera que tendré que habérmelas con él.»

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