Jaime Bayly - La Mujer De Mi Hermano

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Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio. Tiene treinta y cinco años y se pasa el día trabajando, es banquero. Lleva nueve años casado con la bellísima Zoe, a quien irrita comprobar que su marido le hace muy poco caso. En cuanto a Gonzalo, el hermano de Ignacio, se dedica a la pintura y es un seductor nato; y aunque su cuñada le gusta, ha decidido no intentarlo «por respeto a su hermano». De momento… Pero el triángulo está servido. Y es una bomba que va desencadenar secretos familiares, el furor contenido de los celos, la fuerza ingobernable del deseo…, y también la melancolía del desamor. Todo ello, narrado a un ritmo trepidante, en una historia que es a la vez tierna y descarada, tragicómica. El Jaime Bayly más deslumbrante.

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Tenía hambre. Llamó a Laura y la invitó a cenar en un restaurante de comida oriental. Acordaron verse en lo que tardasen en llegar. Luego se lavó la cara y las manos, se puso una chaqueta de cuero negra, sacó algo de dinero de una caja de zapatos escondida en su ropero -detestaba ir al banco y por eso guardaba el dinero en diversos escondrijos de su casa-, disparó hacia sus mejillas y su cuello una colonia en vaporizador, guardó su teléfono celular en el bolsillo de la chaqueta -si bien trataba de hablar lo menos posible por el celular, pues temía que ese aparato emitiese radiaciones dañinas al cerebro, se sentía más seguro cuando lo llevaba consigo- y salió a buscar un taxi. Caminó un par de cuadras dirigiéndose a una calle más transitada, se detuvo y esperó un taxi. Gonzalo contaba con suficiente dinero para comprar el auto que quisiera, pero prefería no conducir. Le molestaba perder tiempo en todos los asuntos odiosos que acarreaba la posesión de un vehículo, como echarle gasolina, llevarlo al taller, pagar el seguro y buscar estacionamiento. Prefería caminar, tomar un taxi, desentenderse del estrés de conducir y buscar parqueo, relajarse mientras otro manejaba y, cuando se sentía con ganas, conversar con el taxista sobre cualquier asunto trivial, como la política o los deportes. Es rico ser un peatón, pensó. Es un lujo andar siempre en taxi. Manejar un auto es una fuente de tensión y estrés: yo prefiero ser el pasajero distraído y que otro maneje por mí. Yo no necesito manejar una camioneta enorme, de lujo, carísima, para sentirme importante, como el huevón de mi hermano. Yo he nacido para caminar y tomar taxis. Que manejen los importantes, yo quiero ser un hombre de a pie.

En el restaurante, Gonzalo escogió la mesa más discreta, pidió una copa de vino y esperó a Laura. Ella llegó pocó después, agitada y sonriente, vistiendo una ropa ajustada que ponía en evidencia la belleza de su cuerpo jovencísimo. Acababa de cumplir veintiún años, no le avergonzaba decir que era feliz, admiraba a Gonzalo más de lo que él habría querido y solía sonreír con esa levedad despreocupada de las personas que no piensan demasiado en sí mismas y tampoco desean cambiar la historia. Al verla, Gonzalo se sorprendió de lo hermosa que era. Soy un tipo con suerte, pensó. Si no fuese pintor, no podría acostarme con una mujer como ella. No está enamorada de mí sino de mis cuadros. Y sueña con que yo la pinte. Pero por ahora no me interesa pintarla. Sólo quiero tirármela esta noche. Está demasiado buena y es demasiado feliz. Necesita emputecerse un poco y ser menos feliz. Yo me ocuparé de eso.

Mientras Laura le cuenta su día, las últimas novedades de su vida, los progresos que siente como actriz en los ensayos de una obra de teatro que estrenará pronto, la ilusión de que él vaya a verla al estreno, Gonzalo la mira con una sonrisa medida, sin prestarle demasiada atención, pues se siente abrumado por la felicidad excesiva que ella irradia y por las cosas atropelladas que dice. Me aburre la gente feliz, piensa. No me interesa que me cuentes lo feliz que eres, lo buena actriz que serás. Quiero mirarte en silencio. Cállate. No le tengas miedo a los silencios. Serías mucho más linda si supieras estar callada. Y con seguridad serías también una mejor actriz. Pero Gonzalo sabe también que él es, en buena medida, el culpable de esa felicidad que Laura no sabe disimular. Sabe que ella muestra su alegría porque es una manera de halagarlo, de decirle que luce así de contenta porque está con él y no olvida que más tarde se amarán en su cama como probablemente nadie había sabido amarla hasta entonces. Gonzalo no ignora que Laura era bastante inexperta en las cosas del sexo cuando la conoció, la sedujo y la llevó a su cama. Ahora, gracias a él, a su astucia como amante, Laura goza de su cuerpo como nunca imaginó. Eso, saberse deseada por un hombre que ella admira y que sabe arrancarle gemidos de placer, y sentir que está cerca de ser lo que soñó desde niña, una actriz, le basta para ser feliz. Gonzalo también es todo lo que siempre quiso ser, un pintor, un hombre libre, pero no es capaz de inventarse tanta felicidad porque cree que sentirse muy feliz es algo que aturde, idiotiza y empobrece la experiencia humana. Gonzalo no quiere ser feliz si eso le impide jugar con el riesgo, vivir al límite, pintar mejor. Laura habla, sonríe, bebe un vaso de agua, mientras él piensa que logrará callarla cuando le haga el amor más tarde.

Laura habla y él recuerda a Zoe. Piensa en Zoe tendida en su cama, durmiendo. Piensa que tal vez debió abrazarla, besarla, no seguir ocultándole la verdad, que la desea como a ninguna otra mujer. Laura es sólo una amante deliciosa porque es joven, preciosa y con ganas de aprender, pero no estoy enamorado de ella ni lo estaré, piensa. El día que no pueda aguantarme más y le haga el amor a Zoe, estaré jodido para siempre. Porque me voy a enamorar. De ella sí podría enamorarme.

– ¿En qué piensas? -le pregunta Launa, cuando advierte que Gonzalo está distraído, escuchándola sin demasiado interés.

– En nada -dice él, pero está pensando en la mujer de su hermano-. En las ganas que tengo de ir al teatro a verte actuar -miente.

Laura sonríe halagada y Gonzalo se siente un manipulador. Sabe bien lo que tiene que decirle para que ella se sienta importante, amada. Como en la cama, está en control y la domina a su antojo. Mientras disfrutan de la cena, él hace preguntas para que ella siga contándole cosas de su vida. No tiene ganas de hablar y sabe que a ella le encanta hablar de sí misma.

Aburrido de escucharla pero animado ante la proximidad del sexo, Gonzalo se sorprende de imaginar el rostro que tendrá Laura cuando le arranque un orgasmo más, los gestos de placer que ella no podrá reprimir más tarde. Sin pedir postres, porque han comido en abundancia, Gonzalo paga la cuenta. Luego suben al auto de Laura y se dirigen al taller, como suele llamar a su casa Gonzalo. Le gusta decir que vive en un taller. Soy un obrero y vivo en un taller, se burla de sí mismo. Ya en la cama, desnudos, amándose con una cierta violencia, Gonzalo no puede evitar cerrar los ojos y pensar en Zoe. Quiero tenerte así, abierta para mí, se abandona.

Ignacio y Zoe están sentados en una banca de la iglesia católica a la que asisten todos los domingos, escuchando los evangelios que lee, desde el púlpito, un sacerdote de corta estatura, vestido con una túnica verde y blanca. Se han sentado más adelante de lo que Zoe habría querido. Ella prefiere sentarse en la última fila. Le disgusta estar apretujada en una dura banca de madera, escuchando las cosas previsibles que dice el religioso, rodeada de tanta gente. Soporta en silencio el aburrimiento de estar en misa un domingo más con su marido. Sabe que debe cumplir esa rutina odiosa porque Ignacio se lo ha pedido con un énfasis que ella encuentra inexplicable. La gente como nosotros no viene a misa, piensa. Vienen las viejitas, el pueblo, pero no la gente como yo. Zoe preferiría seguir durmiendo en su cama y no estar allí, tolerando los olores avinagrados que despide a su lado una señora de edad avanzada, que reza con los ojos cerrados, apretando un rosario. Zoe cree en Dios porque así fue educada, pero ante todo cree en la elegancia, el buen gusto y la felicidad, y por eso, a pesar de que ha tratado, no puede pasarla bien los domingos en misa, porque le incomoda confundirse en ese tumulto que repite a ciegas lo que debe y obedece con sumisión al sacerdote. En la misa todos somos iguales, un rebaño de ovejas que siguen al pastor, y yo no quiero ser igual que toda esta gente, no quiero sentirme una oveja, piensa, observando con bien disimulado desdén a las personas que la rodean en el templo.

Para aburrirse menos y abstraerse de las palabras del religioso, que no comprende y la aturden, pues aluden a cosas del pasado que ella encuentra absurdas, Zoe pasea su mirada buscando a los pocos niños que han acudido a la iglesia en compañía de sus padres. Es el único pasatiempo que se inventa para soportar mejor la misa de doce, el de observar a los niños, sonreírles cuando puede, hacerles algún guiño cómplice, seguir sus juegos, acompañarlos en su aburrimiento, celebrar algún grito o chillido que ellos emiten, rompiendo la pesada formalidad de la ceremonia y provocando algunas miradas adustas. Mirando a esos niños vestidos en su opinión con excesivo rigor, Zoe se entretiene, escapa a ratos del tedio de la ceremonia, aunque a menudo también recuerda aquello de lo que carece, una familia, tener hijos, ser madre, y entonces se pregunta qué diablos hago yo acá, por qué sigo jugando a ser una ejemplar esposa católica cuando ni siquiera estoy segura de que Dios exista, porque si existiera y fuera tan infinitamente bueno como dice este cura afeminado, ¿entonces por qué diablos me ha negado tener hijos, por qué me ha castigado con tanta maldad cuando yo además no lo merecía porque siempre he tratado de ser una buena persona?

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