Jaime Bayly - La Mujer De Mi Hermano

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Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio. Tiene treinta y cinco años y se pasa el día trabajando, es banquero. Lleva nueve años casado con la bellísima Zoe, a quien irrita comprobar que su marido le hace muy poco caso. En cuanto a Gonzalo, el hermano de Ignacio, se dedica a la pintura y es un seductor nato; y aunque su cuñada le gusta, ha decidido no intentarlo «por respeto a su hermano». De momento… Pero el triángulo está servido. Y es una bomba que va desencadenar secretos familiares, el furor contenido de los celos, la fuerza ingobernable del deseo…, y también la melancolía del desamor. Todo ello, narrado a un ritmo trepidante, en una historia que es a la vez tierna y descarada, tragicómica. El Jaime Bayly más deslumbrante.

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Ya en los postres, Ignacio, que después lavará toda la vajilla y la dejará seca y ordenada -una actividad de la que disfruta intensamente, casi más que conversar con su madre y su esposa-, decide tomar la iniciativa y ejecuta el plan que ha concebido en algún momento de sus cavilaciones en la iglesia:

– Mamá, quiero regalarle un cuadro tuyo a Zoe -dice, sin ignorar que hará feliz a su madre y sorprenderá a su esposa.

No se equivoca: doña Cristina sonríe halagada y Zoe, tras fruncir levemente el ceño, sorprendida, mira a su marido y encuentra una sonrisa beatífica, mansa, que conoce de sobra y le recuerda todo aquello que comienza a aborrecer en secreto.

– Pero encantada, con el mayor gusto -se alegra doña Cristina-. ¿Y a qué debo este honor? -pregunta en seguida.

– A que nos gustan mucho tus cuadros -se apresura en responder Ignacio.

– Por supuesto -acompaña sin demasiado entusiasmo Zoe.

Luego piensa: colgaré tu cuadro en el cuarto de las escobas, vieja tacaña.

A Zoe le irrita que su esposo pague siempre la cuenta de esos almuerzos dominicales, pero aún más que su suegra se empeñe en guardar las sobras, los restos más insignificantes de comida, con la determinación de comérselos al día siguiente. Zoe prefiere no abrir la refrigeradora en casa de doña Cristina, pues suele ponerse furiosa al ver tantos envases de plástico que guardan restos de comidas, costumbre que le parece desagrable y ruin. Si Ignacio se pone así de tacaño, lo mato, piensa.

– Vamos a mi estudio a ver qué cuadro escogen -se pone de pie doña Cristina.

Suben por alta escalera de madera que Zoe encuentra algo polvorienta. Al ver las viejas fotografías en blanco y negro colgadas en la pared, retratos de Ignacio y Gonzalo cuando eran niños, odia estar allí, detrás de su suegra y su esposo, fingiendo que le hace ilusión llevarse un cuadro a casa. Eatoy cansada de actual en esta película tan mala, piensa. He elegido la película equivocada y me quiero salir. Pero no puedo. No se cómo.

– Elijan uno, el que quieran -dice doña Cristina, nada más entrar a su estudio, una habitación muy amplia con vista al jardín, donde ha reunido los veinte o treinta cuadros que ha pintado desde que murió su esposo, algunos colgando en la pared, otros tirados en el piso.

Son cuadros muv parecidos entre sí, paisajes coloridos de la campiña, escenas bucólicas del campo, imágenes que carecen de figuras humanas y evocan la paz de estar a solas con la naturaleza.

– No me canso de admirar tus cuadros, mamá -dice Ignacio-. Deberías hacerme caso y presentarlos en una exposición.

– Yo no pinto para lucirme -discrepa ella, con una sonrisa-. No me interesa que otros vean rnis cuadros. Yo pinto para no extrañar tanto a tu papá.

Zoe no mira los cuadros, observa con disgusto la gordura de doña Cristina. Cada día estás más gorda, piensa. En vez de pintar tanto, deberías hacer gimnasia. Uno de estos días vas a rodar por la escalera como una llanta de camión, suegrita.

– Tú elige el cuadro, mamá -le pide Ignacio.

– Claro, tú regálanos el que quieras, Cristina -dice Zoe.

– Qué difícil, todos son como mis hijos -se lamenta doña Cristina, mirándolos con cariño.

No te preocupes, que a mí me da igual, todos son bastante mediocres, piensa Zoe. Es un milagro que Gonzalo tenga genio como pintor, siendo tu hijo.

– Este me encanta -dice doña Cristina mostrándoles un cuadro donde predominan los azules y los verdes, un riachuelo que serpentea entre campos floreados-. Me recuerda a un paseo al río que hicimos cuando eran chicos. Me trae recuerdos felices. Fui muy feliz pintándolo.

– Es precioso -celebra Ignacio.

– Fantástico -miente Zoe-. Me encanta.

Me encantaría remojarlo en el agua bien cargada de cloro de nuestra piscina, se divierte pensando. Ganaría en carácter. Perdería ese aire tan soso que tienen todos tus cuadros, Cristina.

– Muy bien, aquí lo tienen, es suyo -dice doña Cristina, entregándole el cuadro a su hijo.

– ¿Cuánto cuesta? -pregunta Zoe, con deliberado propósito de inquietar a su suegra.

Doña Cristina no advierte la malicia que encierra esa pregunta y se ríe.

– No tengo idea, pero no creo que mucho -responde con cariño-. Nunca he vendido un cuadro.

– Pero si quisieras venderlos, te aseguro que se venderían muy bien y pagarían precios altos por ellos, mamá -opina Ignacio.

Sí, claro, piensa Zoe. ¿Eres tonto o te haces?

– Deberíamos pagarle por el cuadro, Ignacio -sugiere, sabiendo que su marido se opondrá.

Doña Cristina se ríe de buena gana. Lo toma como un cumplido, no como la provocación que pretende ser.

– De ninguna manera -zanja el asunto Ignacio, dirigiéndole a su esposa una mirada de reproche.

– ¿No te parece que sería más justo si te lo compramos, Cristina? -insiste Zoe.

Ignacio se enfurece pero calla.

– Bueno, si tú te sientes más cómoda dándome algo de plata, yo no la voy a rechazar -dice doña Cristina-. La tomaré como una donación y la entregaré en la parroquia para los niños huérfanos.

– Mucho mejor así -aprueba la idea Zoe-. Éste es un cuadro muy valioso y no me parece justo que nos lo regales. ¿Por qué no le pones un precio?

– Zoe, no insistas, no veo qué tiene de malo que mi madre nos regale un cuadro -dice Ignacio, y la mira con ternura, como pidiéndole que renuncie a ese capricho que encuentra absurdo.

– Muy bien, nos lo llevarnos de regalo -dice ella, contenta de haber creado esa pequeña tensión, rompiendo la perfecta armonía familiar que le parece falsa y odiosa.

– Pero si quieres mandarme un dinerillo, lo que tú quieras, yo lo donaré a la parroquia -le dice doña Cristina.

– De acuerdo, yo te haré llegar una sorpresa -sonríe Zoe.

Eres tan increíblemente tacaña, piensa. Eres capaz de guardar la plata en un envase de plástico en la refrigeradora.

Zoe contempla el cuadro una vez más.

– Es tan lindo -dice-. Pintas precioso, Cristina.

Has pintado mi matrimonio, piensa. Es tan perfectamente soso y aburrido. Lo colgaré en mi casa para recordar que debo huir de ese lugar al que Ignacio y tú me han llevado.

Sentado frente a un escritorio moderno donde destacan los retratos enmarcados en plata de su mujer y sus padres, Ignacio se distrae un momento de las múltiples ocupaciones que atiende en esa oficina reservada al dueño del banco más importante de la ciudad y mira con una expresión sombría, desde ese piso tan elevado, las pequeñísimas siluetas humanas que se adivinan en las oficinas de los edificios vecinos y, al hacerlo, recuerda la fragilidad y la pequeñez de su existencia. No te engañes, piensa. Serás un hombre rico, pero si no tienes paz en tu corazón, eres un infeliz más. Debes llamarlo y reconciliarte con él.

El asunto que lo inquieta es su relación con Gonzalo, una relación cargada de desconfianza, animosidad y recelos. No siempre fue así. Cuando eran niños, se querían mucho y jugaban durante horas sin pelearse. A pesar de que Ignacio es cinco años mayor, se mantuvieron muy apegados en los años turbulentos de la adolescencia y vivieron juntos algunas aventuras que ambos recuerdan con cariño. Todo se jodió cuando me enamoré de Zoe, piensa Ignacio. Mi hermano no me perdona que haya tenido tanta suerte con ella. En el fondo, siente que no merezco estar con Zoe. Cree que ella no es feliz conmigo. Lo sé. Me culpa del aburrimiento que ella se permite como un lujo de millonaria. Todo se jodió con Gonzalo cuando me casé con Zoe y él se fue enamorando de ella. No soy tonto. Quizás sea un poco paranoico, pero sé perfectamente que Gonzalo tiene una debilidad por mi mujer, que ella le gusta más de lo que él puede disimular. Nunca fuiste bueno para mentir, Gonzalo. Se te nota demasiado. No sabes disimular que Zoe te gusta. Cuántas veces te he pillado mirándola con una intensidad sospechosa, sonriéndole como si quisieras seducirla pero no te atrevieras del todo. Cabrón, sé que te gusta mi mujer y que me odias por eso, porque tú no le as encontrado ni encontrarás a una mujer como ella. Pero yo no tengo la culpa de eso. Es muy injusto que me odies sólo porque he tenido mejor suerte que tú en el amor. Tú has tenido todas las mujeres que has querido pero no has podido enamorarte porque yo creo que estás enamorado de Zoe y comparas a todas tus amantes con ella y por supuesto salen mal paradas porque Zoe es única, insuperable. Pero no quiero seguir viviendo con esta pena en el corazón. Me jode sentir que ahora no nos queremos, cuando hemos sido tan buenos amigos toda la vida. No me llancas nunca. Me evitas. Me desprecias. Ni siquiera me invitaste a tu última exposición. Me enteré de ella leyendo el periódico. Es una vergüenza que nos llevemos así de mal. Papi se moriría de pena. Siempre trató de que, más que hermanos, fuésemos amigos. Tengo que hacer algo para arreglar las cosas. No puedo seguir peleado con Gonzalo. Si le gusta Zoe, que lo admita, que me lo confiese y que entienda que esa batalla la tiene perdida y más le vale aceptarlo como un hombre. Yo no me molestaría si me dijera que Zoe le gusta, que le gustó desde que la conoció. Lo entendería. Es una mujer demasiado fantástica como para pasar inadvertida a los ojos de un mujeriego profesional como Gonzalo. Cómo no entendería yo eso. Pero es mi mujer, yo soy su hermano y tenemos que aprender a llevar la fiesta en paz. No puedo estar tranquilo sintiendo que somos enemigos, Gonzalo.

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