Ignacio acaba de ganar mucho dinero en una rápida transacción bursátil. Está solo, en su oficina. Almorzará allí en un par de horas. No le gusta salir a almorzar a la calle. Piensa que es una pérdida de tiempo. Prefiere que le envíen, de un restaurante cercano, un pollo con ensalada y un jugo de papaya con naranja, su almuerzo de todos los días. Come en una mesa circular de su oficina, hojeando papeles. No tarda más de diez minutos en almorzar, cepillarse los dientes en su baño privado y volver a los asuntos del trabajo. En cambio, salir a almorzar con amigos o clientes supone perder un par de horas. Cuando tiene algún almuerzo de negocios, prefiere organizarlo en el salón de directorio del banco. Sólo si es inevitable, sale a la calle. Ahora está contento porque ha ganado dinero vendiendo unas acciones que compró muy bajas medio año atrás. Pocas cosas le producen una sensación de bienestar tan agradable como ganar dinero así, en una operación limpia, sin agitarse, desde su escritorio, anticipándose a los altibajos de la Bolsa. Soy feliz cuando gano dinero, piensa. Soy feliz acá, en mi oficina, solo, multiplicando lo que me dejó papá. Soy un hombre con suerte. Debería dar gracias a Dios. Tengo más dinero del que jamás soñé. Tengo toda la plata que necesito para vivir como me dé la gana hasta el último día que Dios me conceda. Hacía tiempo que no me sentía tan bien como ahora. Es curioso, pero a veces soy más feliz acá, en el banco, que en casa con Zoe. Acá no me aburro nunca, y cuando gano dinero, soy extremadamente feliz. He salido a ti, papá. Ahora comprendo bien por qué casi no te veíamos en casa cuando éramos chicos, por qué te apasionaba tu trabajo, las cosas del banco. Este dinero que he ganado hoy, yo lo sé, me lo has regalado tú desde allá. Fuiste el mejor padre del mundo. Iré a darte las gracias.
Calza los zapatos negros que se ha sacado al entrar en su oficina -pues prefiere caminar en calcetines cuando está a solas en su despacho alfombrado-, se pone un sobretodo, deja conectada a internet la computadora, se asegura de tener consigo el celular, informa a su secretaria de que irá a dar un paseo a pie y no desea que le pasen llamadas a menos que sean urgentes, y sube a su ascensor privado, que lo conduce directamente, a una velocidad que siente en la boca del estómago, al primer piso del edificio. Tras saludar al portero y los vigilantes, sale a la calle y camina lentamente, disfrutando del perfil bajo que se ha esmerado en cultivar con suma prudencia.
Nadie me reconoce, piensa. Soy un peatón más. Puedo caminar por la calle sin sufrir las molestias inevitables de la fama. Odiaría ser un hombre famoso. Me privaría del placer de caminar un día cualquiera por la calle, como ahora. Esto no tiene precio. El verdadero éxito consiste en hacer lo que te guste, ganar todo el dinero que necesites para sentirte libre y poder salir a caminar por la calle sin que nadie te moleste. Podría decir que soy un hombre de éxito. Te lo debo a ti, papá. Ignacio camina sin apuro, las manos en los bolsillos, hasta que, unas cuadras más allá, llega a la iglesia. Le gusta visitarla cuando ha ganado dinero. Sube unos peldaños, se persigna al entrar, advierte con agrado que el templo se halla desierto de gente y se sienta en una banca de atrás, alejado del altar. Impecable en un traje negro y corbata guinda, cierra los ojos y le habla a su padre. Vengo a decirte que estoy contento porque una vez más acertamos juntos en la Bolsa, papá. Tú me enseñaste a jugar. Gracias a ti, me va tan bien en el banco y en mis negocios. Espero que estés tan contento como yo. No sabes el orgullo que siento de ser tu hijo, la felicidad que me da saber que estoy cumpliendo con decoro el encargo que me dejaste. Sólo te pido que me perdones por la pelea que tuve el otro día con Gonzalo. No sé qué hacer con él. Quiero que volvamos a ser amigos. Tú no mereces otra cosa. Te pido perdón por haberle dejado ese mensaje mezquino, insultante. Me da vergüenza recordar lo que le dije. Jamás mearía un cuadro suyo. Sería mear encima de la familia que tú dejaste, mear en tu memoria. Sabes que eres mi héroe, lo sigues siendo. Yo hago dinero no para gastarlo sino para estar a la altura de tu memoria. Cada buen negocio que hago, como el que cerré hoy en la Bolsa, es un homenaje a ti. Pero en mi vida personal las cosas no van tan bien como en el banco. Necesito que me ayudes. Quiero arreglar las cosas con Gonzalo. Quizás sea imposible volver a ser lo buenos amigos que fuimos cuando éramos más jóvenes, pero tiene que ser posible que nos llevemos razonablemente bien. El problema, tú sabes, es Zoe. Tampoco sé qué hacer con ella. Ayúdame, viejo. Ayúdame a ser menos egoísta, más generoso. Ayúdame a no ser vengativo, a darles todo mi cariño aunque a veces me provoque mandarlos a la mierda a los dos. Tú siempre me dijiste que la gente grande sabe volar alto y no pierde el tiempo odiando a nadie. Yo no quiero odiar a Gonzalo. Quiero que mi hermano sea mi amigo, como en los viejos tiempos, y que mi mujer esté feliz conmigo. Ayúdame, papá. Dame una mano en eso, que la necesito.
Ahora Ignacio saca su celular, marca el número de su hermano y espera con resignación el mensaje de la grabadora. Todavía no es mediodía, debe de estar durmiendo, piensa. No se equivoca. Gonzalo duerme hasta tarde, el timbre del teléfono apagado, y escucha sus mensajes al despertar. Ignacio advierte que una señora mayor, al pasar caminando por el pasillo central de la iglesia, rumbo a las bancas más cercanas al altar, le ha dirigido una mirada adusta, como reprochándole que se permita la insolencia de hablar por teléfono dentro de la iglesia. Lo siento, intenta decirle con la mirada, y sonríe. Luego oye la voz grabada de su hermano y espera la señal para hablar:
– Despierta, dormilón. Soy Ignacio. Tengo un dinero para ti que te ha mandado de regalo papá. Quiero dártelo. Y quiero darte un abrazo. Perdona el mensaje que te dejé el otro día. Sabes que te quiero mucho y que no puedo sentirme bien si estamos peleados. Llámame al celular. Quiero verte y darte el regalo de papá.
Está bien, piensa, nada más apretar el botón del celular que interrumpe la llamada. Le voy a dar un pedazo del dinero que he ganado esta mañana. Papá se sentiría bien. Y a Gonzalo le encantará saber que papá y yo estamos juntos en el banco ganando dinero para que él pueda pintar con libertad, sin apuros económicos. Me llamará. Iremos a cenar juntos. Nos reíremos como antes. Bien por eso.
Luego llama a su casa. Zoe contesta con la ilusión de que sea Gonzalo. Estaba en la cocina haciéndome un jugo de frutas y ha corrido al teléfono pensando ojalá seas tú, ojalá seas tú. Pero no es él. Es su marido, una voz que no esperaba oír a esa hora de la mañana.
– Hola, mi amor -dice Ignacio-. ¿Te interrumpo?
– Qué sorpresa -dice ella, tratando de ser dulce-. ¿A qué debo este honor?
– ¿Qué estabas haciendo? ¿Ya fuiste al gimnasio?
– No, todavía no. Estaba en la cocina, licuando frutas para hacerme un jugo delicioso. Luego voy al gimnasio.
– ¿Ya estás en buzo?
– Sí, lista para sudar. Tú sabes que yo no funciono si no hago mi gimnasia todas las mañanas.
– Muy bien. Me encanta que te mantengas preciosa.
Para qué, si te aburres en la cama conmigo, piensa ella, pero no dice nada, porque no quiere preocuparlo, prefiere que piense que todo está bien.
– Tengo buenas noticias -dice él.
– Dime. Sorpréndeme.
– Acabo de ganar un buen pedazo de dinero en la Bolsa.
– ¿Cuánto?
Ignacio menciona la cantidad, más de lo que ella esperaba.
– Fantástico -se alegra Zoe-. Te felicito. Eres un tigre de la Bolsa.
Ojalá fueras un tigre también conmigo, se lamenta en silencio.
– Tú también has ganado. La mitad de lo que he ganado es tuya. La voy a transferir hoy mismo a una de tus cuentas personales, para que la gastes en lo que tú quieras, en lo que te haga más feliz.
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