Doña Cristina luce algo obesa pero feliz en unos pantalones holgados, chompón de lana y zapatillas gastadas. Le gusta vestirse así, con ropa vieja y cómoda, con zapatos deportivos. Eres tan ordinaria para vestirte, piensa Zoe, que hice un traje de sastre, unos zapatos muy finos y una cartera de marca. Están de pie, en una sala decorada a la antigua. donde destacan los retratos en óleo de su difunto esposo, de ella y de seis hijos.
– La cocinera está preparando el almuerzo -dice doña Cristina.
– Sí, huele a comida -no puede evitar Zoe el comentario.
– ¿No quieres quedarte a almorzar?
– No, mil gracias, estoy corriendo, tengo clases de cocina y allí comemos al final los platos que nos enseñan.
– Qué suerte, hija. Cuando puedas, tráeme algún platito si te sobra, que deben de estar deliciosos.
No puedes con tu genio, piensa Zoe. Tú siempre buscando las sobras, guardando los restos de comida, incluso si la comida no es tuya. Eres un espanto de tacaña, Cristina. En alguna de tus vidas anteriores debes de haber pasado hambre.
– Seguro, cuando tragamos algún plato especial, te lo voy a traer después de clases. Pero ahora te he traído una sorpresita mejor.
– ¿Qué me has traído? -le brillan los ojos a doña Cristina.
Es como una niña, piensa Zoe. Cree que se merece regalitos, sorpresitas, cosas bonitas.
– Plata -dice, con una sequedad deliberada, tratando de incomodarla.
– ¿Pero por qué plata? -se sorprende su suegra.
– Lo prometido es deuda. El otro día nos diste un cuadro muy lindo y te dije que te lo compraría. Me parece lo justo, Cristina. Es tu trabajo y me provoca pagártelo.
– No me atrevo a rechazar tu colaboración, porque va sabes que irá directamente al fondo de la parroquia para los niños huérfanos -dice doña Cristina, con un mohín compungido-. ¿No quieres subir a mi estudio y tomarte algo?
– No, gracias. Estoy corriendo.
– Es que tú no paras, hija. No sé de dónde tienes tanta energía.
– Debe de ser que me contagio de Ignacio -ironiza Zoe, pero doña Cristina no advierte el sarcasmo.
– Sí, pues Ignacio vive para el trabajo, es increíble cómo trabaja ese muchacho.
A Zoe le irrita que su suegra siga llamando muchacho a Ignacio, cuando es ya un hombre de treinta y cinco años. También le disgusta sentir una vez más que tiene una mal disimulada preferencia por su hijo mayor, a pesar de que Gonzalo es quien heredó de ella la pasión por la pintura.
– Esto es para ti, con mucho cariño -dice Zoe, y le entrega un sobre blanco que ha sacado de su cartera.
– Muchas gracias -se emociona doña Cristina, llevándose una mano al pecho-. Es la primera vez que me pagan por un cuadro. Qué alegría me has dado, Zoe. Tú siempre tienes estos detalles tan lindos.
Es la primera y la última vez que alguien paga por esos cuadros tuyos tan horrendos, piensa Zoe, mientras sonríe con una expresión mansa y beatífica, como la nuera ejemplar que ella quiere ver. Espérate a que abras el sobre y veas el cheque. Tú seguro estás pensando que te he pagado un buen dinerillo. Pues te equivocas, tacañuela. Menuda sorpresa te vas a llevar.
– Habría querido darte más plata, Cristina. Lo que te he dado no es nada. Tu cuadro vale mucho más.
– Gracias. Eres un encanto -dice su suegra, y la abraza, y Zoe piensa: este olor lo conozco, es el olor de Ignacio cuando suda en las noches con esa pijama que un día voy a tirar a la chimenea de lo inmunda que está.
– ¿No quieres abrir el sobrecito? -sugiere, con una voz muy dulce.
– Si tú quieres -se resigna doña Cristina-. Pero ya sabes que la plata no es para mí.
– Pero de repente me he quedado un poco corta -finge preocuparse Zoe.
Cuando la conoció, hace ya diez años, le decía señora Cristina, pero una vez que se casó con Ignacio, prescindió de tantas formalidades y pasó a tratarla de tú. Sin embargo, todavía recuerda cuando su suegra le dijo, sorprendida de que ella la tutease, que prefería mantener el usted, el señora Cristina, a lo que Zoe, sin dejarse intimidar, le respondió con una gran sonrisa que en ese caso ella también tendría que llamarla señora Zoe, porque no le parecía justo que ella estuviese obligada a tratarla de usted y que doña Cristina sí pudiese en cambio tratarla de tú. Desde entonces, comenzaron a tratarse de tú y Zoe sintió que había ganado una batalla muy importante para hacerse respetar en esa familia, donde la palabra de doña Cristina era ley sagrada que nadie se atrevía a objetar.
– No creo -dice su suegra, abriendo el sobre con delicadeza-. Tú en cosas de plata nunca te quedas corta, hija.
Zoe no sabe si ese comentario es una ironía, una crítica velada o un elogio, y por eso prefiere mantenerse callada, a la expectativa, disfrutando de un modo morboso ese momento, pues no ignora que el cheque es por una cantidad que ella encontraría ridícula y hasta insultante. Si me pagaran ese dinerillo por un cuadro, rompería el cheque en el acto y echaría de mi casa a esa persona. Si a Gonzalo le ofreciera esa plata por uno de sus cuadros, se reiría en mi cara. Pero esta vieja es tan tacaña que seguro le parecerá una fortuna.
– Qué barbaridad, cómo has podido pensar que un cuadro mío costaría tanto dinero -se asombra doña Cristina, al leer los números que Zoe, con malicia, ha escrito en el cheque.
Bingo, acerté, piensa Zoe, y sonríe encantada.
– Habría querido darte algo más -dice-. Creo que me he quedado corta.
– ¡Qué ocurrencia! -se escandaliza doña Cristina-. Esto es mucho dinero para un cuadro. Los niños huérfanos te van a agradecer que tengas tan buen corazón.
La toma de las manos, con cariño, y le dirige una mirada bondadosa.
– Gracias, Zoe. Hemos tenido tanta suerte contigo. Es un regalo de Dios tenerte en la familia.
Yo tampoco me cambiaría de familia, piensa ella, traviesa, mirando un retrato de Gonzalo que le encanta, donde él aparece abrazado con Ignacio en los tiempos en que ambos eran estudiantes de la universidad. Están en la nieve, con ropas de esquiar, tostados por el sol, y Gonzalo sonríe con un punto de malicia y coquetería que ella encuentra delicioso y del que, por supuesto, cree incapaz a su esposo, que, como de costumbre, aparece muy serio en la foto, guardando la debida compostura.
– ¿Te puedo pedir un favor? -le dice a su suegra.
– El que quieras.
– ¿Me regalarías esa foto? -y señala el retrato de los hermanos en la nieve, listos para esquiar.
– ¿No es preciosa? -se alegra doña Cristina-. Mis dos principitos. Tan buenos, tan lindos. Y se nota cuánto se quieren -añade, acercándose a la mesa donde ha reunido muchos retratos de la familia, entre ellos el que ahora le pide Zoe-. No te la regalo, te la presto -dice, y le entrega la foto, enmarcada en plata, como todas las demás.
Tú no regalas ni un calcetín viejo y con huecos, piensa Zoe. No importa, me la llevo prestada.
– Quiero ponerla en mi escritorio un tiempo -miente-. Luego te la devuelvo.
– Quédate con ella el tiempo que quieras -se resigna doña Cristina-. Pero no me la vayas a perder, que me muero.
– No te preocupes, Cristina. Te dejo, que se me hace tarde.
– Hasta el domingo, si Dios quiere. Gracias por la visita y por el detalle tan fino del chequecito.
Ojalá se lo des a los niños huérfanos y no lo escondas abajo de tu cama, piensa Zoe. Besa a su suegra en la mejilla, mete la foto en su cartera y sale presurosa de esa casa cuyos olores recios la incomodan tanto, aunque, siendo la dama que es, sabe ocultar bien esos disgustos y sonreír como se espera de ella. Antes de entrar en su auto, dirige una mirada fugaz hacia la puerta de calle y le hace adiós a doña Cristina, que permanece de pie, sonriente. Yo sé cuánto te jode que me lleve la foto, gorda, piensa, y le hace adiós. Pero vas a tener que aguantarte, porque me moría de ganas de tener conmigo esta foto de Gonzalo. Sale regio. Está irresistible. Hace tiempo he querido tener esa foto conmigo. Lo siento por ti, Cristina. Pero si no puedo acostarme con tu hijo menor, que tanto me gusta, al menos préstame esa foto suya para consolarme. Zoe enciende el motor, maneja un par de cuadras, se detiene al lado de un parque, saca la foto de su cartera, extrae cuidadosamente el retrato de ese marco que el tiempo ha opacado y se avergüenza de suspirar al tener en sus manos esa imagen que le recuerda la dulce agonía en que se halla entrampada, desear al hermano guapo que no debería mirar con esos ojos y aburrirse con el hermano serio con quien se casó cuando era muy joven. Se sorprende todavía más cuando rompe la foto por la mitad, separando a los hermanos, y hace pedazos la cara de su marido, quedándose con el rostro invicto y seductor de Gonzalo en la nieve. Cómo no te conocí entonces, piensa. Ahora serías mío. Cierra los ojos, piensa en el beso que le dio Gonzalo, besa la foto de su cuñado. Luego la guarda en su cartera y sonríe porque lo siente más cerca, más suyo.
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