Mercedes Salisachs - La gangrena

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Premio Planeta de Novela 1975
La gangrena narra la vida de Carlos Hondero, desde su niñez en los años de la Dictadura hasta los años setenta, cuando se convierte en un hombre rico y poderoso, pero también la historia misma de España. Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante) retoma el mundo novelesco de La gangrena, cuando Lolita Moraldo, a los setenta y un años, recibe la visita de su viejo amigo Carlos Hondero, que fue el gran amor de su vida. La historia retrocede hasta la época en que se conocieron antes de la guerra civil. Patética historia de un amor frustrado, retablo de los ambientes de la buena sociedad y retrato del país en el curso de más de medio siglo, es una obra crucial en la trayectoria de la autora.
Por primera vez en un único volumen, La gangrena, este clásico de las letras españolas con el que la autora obtuvo, en 1975, el Premio Planeta, y Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante), que prolonga y amplía el mundo novelesco de La gangrena. Se trata de una de las obras más intensas de Mercedes Salisachs.

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Carraspeó ligeramente:

– Pero vendrá una reacción; no te quepa duda. La carga religiosa no puede volar de España por un simple soplido.

Decía que había cosas inamovibles. Cosas que jamás podrían desaparecer.

– Es inútil que retiren la imagen de la Virgen: Pablo VI la ha nombrado Madre de la Iglesia. Es inútil que aparten los sagrarios de los lugares preeminentes: donde los coloquen, allá estará siempre la presidencia. Es inútil que prediquen el amor sin Dios; Cristo se hartó de decirlo: «Como el sarmiento se halla unido a la vid…»

Se detuvo repentinamente, esbozó una sonrisa y se llevó la mano a la sien:

– Perdóname: estoy empezando a sermonear.

Me acordé del padre Antonio, de sus diatribas contra la Iglesia triunfante, de sus largas peroratas sobre la humildad…

Le hablé de aquello al padre Celestino:

– Sí, ya lo sé; se critica mucho el triunfalismo, pero ¿has visto nada más triunfalista que un cura desacralizado predicando la humildad? ¿Y has visto nada menos humilde que un cura antitriunfalista? ¿Y los teólogos? A veces uno se pregunta cómo se las arreglan para enredar tanto las cosas… ¡Con lo sencillo que resulta limitarse al Evangelio! Afortunadamente, como decía una escritora francesa. Dios no sabe leer.

– Lo malo -dije yo- es la duda… Nadie hace nada para evitarla.

– Dudar no equivale a ser ateo.

– Son primos hermanos. Pero ¿cómo salir de ese ateísmo si todo lo que nos rodea lo está pregonando?

– Ése es el error: se habla demasiado de Dios para demostrar que no existe. Nadie habla de aquello que de antemano se considera inexistente. ¿Hablas tú de los hijos que no has tenido? ¿Hablo yo de los nietos que jamás tendré? Böll lo dice muy claro: «Nadie habla tanto de Dios como un ateo.» ¿Sabes por qué, Carlos? Para que lo convenzan de que tiene razón. No está seguro y espera estarlo. Ésa es su terrible pesadilla. Por eso quiere hacer una religión de su falta de fe.

Se expresaba sin énfasis. Se limitaba a volcar aquello que desde hacía años estaba deseando volcar.

Hubo un lapso molesto: demasiado prolongado.

– Si al menos hubiera conocido a Cristo… -dije.

– ¿Crees tú que, de haberlo visto, las cosas hubieran cambiado?

– No lo sé; pero resulta duro creer sin ver, ni oír, ni conocer.

– Hubo un tiempo en que pudiste conocerlo, Carlos. ¿Lo recuerdas? Desgraciadamente te negaste. Te contentaste con subir al árbol, como Zaqueo, para observarlo a distancia…

– ¿No era eso bastante?

– No, Carlos; no lo era. Te negaste a escuchar la voz que te ordenaba bajar del árbol y preparar tu casa para ser recibido en ella.

– Era difícil, era muy difícil atender aquella voz…

¡Había tantas voces apagando la suya! ¡Había tantas incongruencias atosigándome a la vez! ¡Había tantas cimas por escalar, tantos obstáculos que derruir, tantos egoísmos que saciar…!

– Había un mundo de cosas impidiendo que la oyera -dije.

– Dios también sabe eso. Pero no se cansa. Es muy posible que cuando en tu delirio me llamabas, lo único que hicieses fuera atender Su voz.

Recordé a mi madre; también ella había reclamado a un sacerdote cuando creyó que iba a morir: «Hay erratas que nunca podrán ser corregidas… Pero pueden compensarse…» Eso me había dicho don Pablo Daniel mientras señalaba su rostro comido de viruelas: «Ahora podré ser algo más que un cura renegado… Ahora podré dejar de inventar cosas para vivir…» Luego se había perdido para siempre en la vida sin inventos: la de su realidad, la de un destino sellado desde su juventud.

– Yo estaba lleno de propósitos, padre… Pero no podía cumplirlos: no me dejaban…

– Tu vida ha sido azarosa, Carlos. Un tipo de vida que encallece y envara. No es extraño que te encuentres desorientado.

– A veces pienso que me gustaría volver a la fe… Pero no puedo.

– Basta que lo desees para recobrarla.

– No me veo con ánimos de abrazar la cruz, padre.

– Sin embargo, todos la abrazamos aunque no queramos, Carlos. Nadie deja de estar clavado a su cruz particular… Lo único que nos cabe hacer es elegirla. Si eliges la de Cristo, puedes ser feliz. Si eliges la del mal ladrón, estás perdido.

– No sabría por dónde empezar.

– Deja que sea Dios el que empiece.

Recordé a Carlota arrastrando su carrito como si arrastrase un trofeo. Me daba miedo que Dios hubiera querido empezar por ahí:

– ¿Cree usted que las culpas de los padres recaen en los hijos?

El padre Celestino sonrió moviendo la cabeza:

– No irás a culparte por la parálisis de Carlota… Más de una vez te lo he dicho: Dios no castiga, sólo ayuda…

– Según qué ayudas pueden ser terribles.

– No puedes quejarte… Dudo de que en el mundo haya una muchacha más feliz que tu hija. Podrías considerarlo castigo si Carlota estuviera desesperada: tiene paz. Tiene fe. Tiene a Dios.

– ¡Pero le falta tanto!

– Más te falta a ti, hijo mío; incluso teniendo dos piernas.

Se levantó. Se inclinó hacia mi cama. Me tendió la mano: «Volveré otro día», dijo.

Escuché sus pasos mientras se alejaba. Le oí bajar la escalera. Ya no tenía la agilidad de antaño. Cerré los ojos. Soñé que moría. Era una muerte dulce, casi alegre. Alguien me decía: «Por fin has dejado de temer…» Y yo me sentía liberado, ingrávido, feliz.

Serena regresó de su viaje cuando yo todavía continuaba en la cama. La vi entrar en mi cuarto como si entre nosotros no hubiese ocurrido nada. No me besó: alegaba que las enfermedades hepáticas eran contagiosas. Luego rompió a hablar con naturalidad como si entre nosotros no se hubiera producido ningún tipo de choque. Carlota la escuchaba encantada. Serena tenía un sinfín de argumentos para justificar su viaje. Había que ver el «subido» que había dado París: «Una ciudad preciosa…» Habían cambiado el nombre de la Place de l’Ètoile… «Ahora se llama de Charles de Gaulle.» De vez en cuando se dirigía a mi hija: «Debiste decirme que tu padre estaba tan enfermo… Hubiera suspendido mi viaje.» No dejaba argumentar. Volvía a sus novedades: «Teníais que haber visto el duelo que se formó cuando enterraron a Nina Ricci: todo un espectáculo.» Carlota le seguía la corriente. Sonreía, bromeaba. Le complacía vernos a los dos en buena armonía. Serena repartió regalos: «Eso es para ti, Carlos», y dejó sobre mi cama un jersey de cachemir: «Pensé que te gustaría.» Enseguida comentó que los precios estaban por las nubes, que no era posible vivir en París sin ser millonario… Me acordé de los jerseis que le había traído yo a Alicia cuando viajaba con Serena. Pregunté por Paco con toda intención. Serena no pareció alterarse. Me dijo que Victoria y Paco se habían preocupado mucho al enterarse de mi trastorno hepático y que tenían intención de verme enseguida. Le repuse que el médico había prohibido las visitas. Carlota intervino:

– Pero Victoria y Paco no pueden ser considerados visita, papá.

– De acuerdo: diles que vengan cuando quieran.

Y los recibí, como si entre ellos y yo jamás se hubieran producido roces, como si Paco continuara siendo el amigo indispensable y Victoria la incondicional compañera de siempre. También ellos hablaron mucho. También coincidían en que París era el lugar más caro del mundo. También deseaban que «yo mejorase rápidamente», para volver a salir juntos y «divertirnos», como siempre habíamos hecho. Y de pronto, Paco regresó a sus bromas, las que lo hacían insoportable:

– Me han dicho que ahora te tratas con curas retro. La verdad es que no se te puede dejar solo. En cuanto vuelvo la espalda, te desmandas.

Y lanzó la risotada «bromista» especialmente reservada para sus chistes.

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