Mercedes Salisachs - La gangrena

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Premio Planeta de Novela 1975
La gangrena narra la vida de Carlos Hondero, desde su niñez en los años de la Dictadura hasta los años setenta, cuando se convierte en un hombre rico y poderoso, pero también la historia misma de España. Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante) retoma el mundo novelesco de La gangrena, cuando Lolita Moraldo, a los setenta y un años, recibe la visita de su viejo amigo Carlos Hondero, que fue el gran amor de su vida. La historia retrocede hasta la época en que se conocieron antes de la guerra civil. Patética historia de un amor frustrado, retablo de los ambientes de la buena sociedad y retrato del país en el curso de más de medio siglo, es una obra crucial en la trayectoria de la autora.
Por primera vez en un único volumen, La gangrena, este clásico de las letras españolas con el que la autora obtuvo, en 1975, el Premio Planeta, y Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante), que prolonga y amplía el mundo novelesco de La gangrena. Se trata de una de las obras más intensas de Mercedes Salisachs.

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– Por menos te acostabas tú con la mujer de Justo Fuentes. Por menos te acuestas todos los días con la primera furcia que se arrima a ti por dinero. Paco está bien enterado de todas esas correrías tuyas.

– Luego… lo reconoces. Reconoces que eres una puta…

– Más vale ser puta que asesino.

Me puse en pie. No sé de dónde saqué fuerzas para llegar hasta ella. La percibí apelotonada en el sillón: sus ojos de pantera brillando en la penumbra.

– Vuelve a repetir eso.

– No tengo inconveniente -dijo-. Tú mismo me lo confesaste.

Y de pronto Serena fue otra vez Estrella. Sólo veía sus ojos. Dos brillos agudos en la oscuridad del cuarto. «¿Qué pretendes?» Me incorporaba hacia ella, las manos enristradas, mi odio en la fiebre.

– De modo que soy un asesino.

La cogí por los brazos y la obligué a levantarse. Quedamos frente a frente, el vaho de mi boca invadiendo el suyo.

– Hiedes -dijo ella-. Tienes un aliento putrefacto.

Entonces la abofeteé una, dos, tres veces.

Serena cayó en la butaca llorando. «Asesino, asesino…» Lo repetía entre sollozos: la voz agarrotada.

Tras el cristal apuntaba ya la noche. Las tardes invernales eran cortas. Recordé lo que me había dicho Carlota: «El jardín está bramando.» Carlota era intuitiva. Carlota adivinaba.

– Si vuelves a decir eso, te mataré -le dije entre dientes.

Serena dejó de llorar. Se llevó las manos a la boca y fijó los ojos en los míos.

– ¿Serías capaz de hacer conmigo lo que hiciste con Alicia?

– Todo depende de lo que hagas tú con mi hija. Una palabra, ¿lo oyes bien? Una sola palabra, una ligera insinuación y te juro que acabaré matándote.

Se levantó. Se estiraba la falda, se arreglaba el cabello.

– Saldré hoy mismo de España -me anunció-. Pienso tomarme unas vacaciones largas. Espero que al regresar te hayas calmado lo suficiente para no correr yo peligro viviendo a tu lado.

Me tambaleaba… Volví al lecho.

– Estás borracho -dijo-. Todos los borrachos pegan a sus mujeres. Pero ten cuidado, Carlos. No involucres a Carlota. Mientras sepas callar, yo también callaré…

La dejé salir del cuarto sin intentar retenerla. Volví a pulsar el timbre. Le dije a Dolores que me encontraba enfermo, que destapara la cama y que avisara al doctor Cordal.

Estuve ocho días con fiebres altas, tiritando, sudando, sufriendo pesadillas. Recuerdo que, de vez en cuando, alguien abría el batiente del ventanal. Había un hueco en la pared de la terraza que se llenaba de palomas. Era extraño tener palomas cerca del cuarto. Escuchaba sus arrullos, sus aleteos… La fiebre debía de ser muy alta; perdía la noción de las cosas… Mis ideas se diluían en imágenes sin sentido, encabritadas y dispersas.

Lo peor eran las noches. Había miles de ojos oteándome en la oscuridad, y torreones enormes escupiendo papeles, y cuerpos de mujer caídos en la tierra… También había sollozos y manchas moradas invadiendo el rostro de mil Lolitas. Y arrullos de palomas. Y batas blancas junto a carritos de ruedas. Y susurros: infinidad de susurros. Comentarios que rastreaban recuerdos. Frases que dejaban huellas efímeras: «Virus, cansancio, exceso de trabajo…» Palabras obligadas para darle un sentido a la fiebre. Y consultas. Veía a los médicos entre sombras. Escuchaba sus voces. Preguntaban cosas como si hablaran con un niño: «Vamos a ver, don Carlos… ¿Dónde le duele?»

Quería decirles que me dolía el alma, la vida, el horror de perder a Carlota. ¿Cómo explicar todo aquello? Palpaban mi hígado, mi estómago… Me auscultaban.

Cierta tarde la enfermera me pinchó el brazo y me rogó que no me moviera. Comprendí que me estaban administrando suero. No tardé mucho en salir del caos, en concretar relieves y desligar las pesadillas de las realidades.

Primeramente vi a Carlota, pálida, desencajada, con dos cercos morados bajo sus ojos azules. Tenía el carrito de ruedas pegado a mi lecho y en las manos sostenía un rosario.

– ¿Qué estás haciendo, Carlota?

Dejó el rosario en la falda y tendió su mano hacia la mía:

– Creí que dormías.

– ¿Qué hora es?

Consultó el reloj.

– Mediodía. El doctor no tardará en llegar. ¿Cómo te encuentras?

Me sentía mejor, pero aún tenía fiebre. Pregunté qué había tenido.

– Una infección hepática. Te pusiste amarillo.

Comprendí enseguida que mi hepatitis había sido grave.

– No deberías acercarte: es contagioso.

– Si lo es, ya no tengo remedio -bromeó ella-. He estado contigo durante toda la enfermedad.

No pregunté por Serena. Carlota me lo dijo: «Salió de viaje la tarde que caíste enfermo, se fue a París con tía Victoria y tío Paco…»

Me recalcaba que «la pobre Serena no sabía nada», que no habían querido alarmarla para no estropear su viaje.

– Pensé que tú lo preferías así.

– Es mejor… A Serena también le conviene descansar… Se llevó un gran tute con el traslado de casa.

Carlota me dijo que doña Alicia había estado a visitarme todos los días.

– Tampoco a ella la recuerdo.

– Estuviste delirando.

– ¿Qué dije?

Carlota esbozó una risa que murió enseguida, señaló el rosario que tenía en el halda y dijo:

– Pedías un sacerdote.

– Gracioso. No lo recuerdo.

– Hablabas mucho del padre Celestino. Me tomé la libertad de avisarle. Estuvo aquí hace dos días.

– ¿Qué más dije?

– Incongruencias. Frases sin sentido. Mencionabas el torreón. La abuela dice que te acuerdas mucho de mi madre.

– ¿Qué más ha ocurrido…?

– Tus amigos han llamado por teléfono… Tengo los nombres apuntados.

– Así que el padre Celestino ha estado aquí…

– Intentó hablarte, pero tú no respondías. Quedó en volver cuando mejorases.

Y volvió.

Compareció una tarde mientras Carlota me acompañaba. Había cambiado. Era ya un hombre que frisaba en los setenta, entrado en carnes y escaso de pelo.

– Al fin puedo hablar contigo.

Le tendí la mano desde la cama:

– Conque ¿has tenido ictericia? La enfermedad de los taciturnos. Ya sabes la receta: reposo, mucho reposo.

Le dije que el doctor Cordal me había prescrito dos meses de cama.

– Un panorama espléndido para la meditación.

– El caso es que no tengo muchas ganas de meditar.

Carlota nos dejó solos: «Gran muchacha», dijo el padre Celestino cuando la vio salir. «Puedes estar orgulloso de tu hija, Carlos.»

Me fijé en su rostro: la nariz le había crecido y sus ojos habían perdido viveza. Pero su mente continuaba tan lúcida como en la juventud.

– Según dicen, estuviste llamándome.

– No lo recuerdo.

– Sería el subconsciente.

Pensé: «Ahora me pedirá que me confiese», pero olvidaba que el padre Celestino no era un cura normal. Me habló del Banco, de la situación política, del giro escandaloso que se estaba produciendo en el clero.

– Sin embargo, no debemos preocuparnos demasiado -añadió-. El extraño apoyo de Dios consiste casi siempre en dejar que el hombre se tambalee y caiga, para levantarlo luego y darle mayor estabilidad.

Personalizaba, pero de un modo ambiguo. Era su forma de encauzar la conversación.

– A decir verdad, la era espacial que hemos inaugurado no resulta muy prometedora. Ya ves lo que está ocurriendo: antes perseguían a los curas por inmovilistas, ahora se mueven para ser perseguidos… -dijo riendo-. Resulta un mal negocio llevar sotana.

Era de los pocos que no se la habían quitado.

– Aunque te parezca una aberración, hoy día presumir de anticlerical es presumir de retrógrado… No hace falta que nadie nos desprestigie: nos estamos desprestigiando nosotros mismos… Una curiosa paradoja.

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