14 de diciembre de 1999
Ha llegado en una limusina negra, de ventanas teñidas. Giovanni y yo estamos fuera de la dacha, mirando el mar y comprendiendo por qué se le llama así. Es tan oscuro que parece una enorme bolsa de plástico. Sólo el susurro de las olas que se aplastan en la orilla nos recuerda que hay agua. La luna se está reflejando tímidamente a lo lejos, y enormes nubes cargadas de amargura la bordean de par en par.
El chófer sale del coche y abre la puerta de atrás. Giovanni y yo contenemos el aliento. Y sale Ella, preciosa, con un vestido negro de noche y zapatos de tacón plateados. Tiene el pelo muy corto con el dibujo de una pequeña V en el cuello. Éste es tan fino, que mi mano podría rodearlo. Las clavículas sobresalen y le dan el aire de una modelo de pasarela, tesoro no descubierto todavía, de un cuerpo apenas formado, con dos chinchetas en lugar de pechos que le pinchan el vestido y van dibujando una forma graciosísima. Es guapísima. Giovanni le tiende la mano y sin decir nada, la escolta hasta la casa. Allí está Boris, nuestro traductor oficial, con su botella de vodka llenando su vaso compulsivamente como si estuviera a punto de pasar un examen. Giovanni le quiere hacer un regalo y ha hecho venir a una princesa.
La Princesa entre las princesas se sienta en la mesa con Boris y, sin pedir permiso, empieza a beber vodka de su vaso. Giovanni y yo la observamos divertidos. Estoy alucinada de lo joven que parece, asi que le pregunto su edad para quitarme un peso de encima dando por hecho que tiene al menos la mayoría de edad. Boris nos traduce.
– Tiene dieciséis años -me dice él con una sonrisa infantil.
Casi me caigo para atrás. Giovanni se queda perplejo. Me siento de repente cómplice de un crimen, de algo terrible que va a suceder y no soporto esta idea. Le pido a Giovanni que por favor la mande para su casa, que yo no puedo consentir que le pase algo a esa niña. Le ruego, le suplico, le pido de rodillas. Giovanni está de acuerdo, pero también me explica que quizá ella se siente bien. Es mejor para ella estar con nosotros que la vamos a tratar muy bien, que con un desgraciado sádico dispuesto a cualquier cosa. Con o sin nosotros, ella va a seguir haciendo eso. Se la ve a gusto. Así que, después de preguntarle si quiere irse pagándola igualmente, la princesa decide quedarse y yo me paso un rato observándola, viéndome reflejada en esta niña. Miro cómo se mueve, cómo se ríe. Lleva en el tobillo derecho una pequeña pulsera con campanillas que se agitan cada vez que se mueve, y que emiten pequeños ruidos exóticos en toda la sala de estar de la dacha.
El radiocasete está haciendo un ruido tremendo, pero ella se sigue moviendo suavemente, lánguida, encima de la mesa. Boris tiene el vaso en la mano y se ha colocado a unos dos metros de ella, mirándola fijamente. Giovanni y yo estamos observando el espectáculo, acostados en un sofá demasiado viejo, lleno de manchas sospechosas y pequeños agujeros de quemaduras de cigarro, pruebas de bacanales nocturnas anteriores. Yana empieza a desabrocharse el vestido, y siento que me ruborizo. Es su sonrisa limpia, sincera, lo que en este contexto me produce malestar. Parece feliz y a gusto con este baile provocador para un público de tres personas. Se acerca un poco a Boris y le susurra algo al oído.
– ¿Qué dice? -pregunto espontáneamente.
– Dice que eres muy bonita y que le encantan tus pendientes -me explica Boris, tomándose un trago.
Me siento aún peor y agacho la cabeza, como si eso me ayudase a desaparecer. Cuando me digno a mirar de nuevo la escena, Yana ya está sentada encima de Boris y le está provocando con el movimiento de su pecho desnudo y redondo en plena cara. Sólo lleva un tanga verde fluorescente. Giovanni se levanta y apaga las luces de la dacha. Yo sólo miro los movimientos desenfrenados de esta pequeña V verde que parpadea, y me siento mareada. Cojo a mi amante por la mano y le llevo hasta la escalera que conduce a la habitación. Allí hacemos el amor al son de los gritos de Yana y, a la mañana siguiente, bajo con mucho pudor y me encuentro a la princesa completamente desnuda y dormida sobre el sofá del salón. Vuelvo a subir la escalera, casi corriendo, pero con sumo cuidado para no hacer ruido, y una vez en la habitación, sin aliento, empiezo a buscarlos ansiosa. ¿Dónde los he dejado? Debajo de la cama, al lado de los zapatos, están tirados. Los cojo, asegurándome de que Giovanni sigue profundamente dormido, bajo otra vez la escalera y busco el bolso de Yana. Ni me atrevo a tocarlo. Sólo abro la cremallera y en un bolsillo interior, deposito mis pendientes.
15 de diciembre de 1999
El esmalte blanco ha saltado en muchos rincones de la bañera, y el mango de la ducha está completamente oxidado. No hay agua caliente, o sólo a ratos, pero nunca a la hora a la cual Giovanni y yo nos duchamos. No queda más remedio que apañarnos así. Pongo una mueca de desagrado cuando, esta mañana, el chorro de agua helada toca mi piel. Giovanni me está mirando, divertido, con el cepillo de dientes en la boca, y la espuma de la pasta blanquísima a punto de recubrir sus labios rosados. Me fricciono rápidamente con el jabón que hemos comprado en Europa (el jabón ucraniano tiene un color sospechoso, huele mal y es como una piedra, hasta tal punto que, al verlo, he exclamado: «Mira, ¡pero si es una piedra pómez!») y salto de la ducha, con restos de jabón, buscando un rincón del suelo que parezca más o menos limpio. Giovanni tiene que retenerme para que no me caiga con el pompis directamente contra el suelo frío. Y acabamos riéndonos a carcajadas. Es nuestra lujosa vida. Boris se asea abajo, en un pequeño cuarto de baño que sólo tiene un lavabo, pero que le conviene perfectamente, según él. Me da un poco de asco, pero ¿quién tiene ganas de meterse debajo de una ducha antartica? En las habitaciones, aparecen vestigios del antiguo régimen comunista, viejos micros colocados en todas las paredes, y sensores contra las ventanas. Desde luego, los micrófonos me siguen a todas partes. La terraza, supuestamente frente al mar, tiene columnas de cemento que impiden ver el exterior. Allí deposito yo mis zapatillas de deporte, que huelen a perro salvaje al final del día. Hasta Giovanni, que lo acepta todo de mi, me ha dicho:
– O las zapatillas o yo.
Así que obedezco porque, la verdad, ni yo aguanto mi propio olor.
Giovanni y yo hacemos el amor tres o cuatro veces al día. Me siento bien con él. Aprendo a hacer la ranita loca (yo sentada en el borde de la cama con las piernas abiertas y masturbándome delante de él, con una botella de agua mineral sin gas que derramo de vez en cuando sobre mi vientre), el submarino francés (pequeña boca en forma de corazón perfectamente identificada que va bajando debajo de las sábanas y con un movimiento rotativo de los labios absorbe completamente el pene allí presente), y la «levretiña» (etimológicamente, del francés levrette , a cuatro patas para ser más exactos, con un toque italiano). Giovanni y yo hacemos un montón de cosas en esta cama coja. Pero nunca me ha compartido con nadie, aunque mañana habrá una excepción y se llama Kateryna.
16 de diciembre de 1999
Boris quiere volver a ver a la Princesa, pero, como buen discípulo que es, desea compartir. Está absolutamente descartada la posibilidad de hacer el amor los tres con Yana (así lo he decidido yo y Giovanni está de acuerdo conmigo). Entonces, se le ha ocurrido la idea de hacer venir a una amiga de ella, mayor de edad, especialista en tríos, nos ha asegurado el tipo de la agencia. Y es asi como conocimos a Kateryna. Llegan las dos en la misma limusina que había traído a Yana la primera noche. Para nuestra gran sorpresa, la Princesa aparece vestida como una adolescente, con shorts negros minúsculos, un t-shirt blanco y unos zapatos de plataformas dignos de un espectáculo de Drag Queens. Lo único que la protege del frío es un abrigo de piel larguísimo que lleva encima de los hombros y que no hace juego con el resto de la ropa. Creo que nos ha cogido confianza y ya no necesita disfrazarse de «mujer fatal». Parece aún más desinhibida que la otra noche, y nos da dos besos a cada uno como si nos conociera de toda la vida. Estamos todos fuera de la dacha, yo sentada encima de la balaustrada de la playa. Se me queda mirando con una sonrisa amplia, y entiendo que quiere darme las gracias por los pendientes que lleva puestos. Se da de repente la vuelta y, en su idioma, la llama. Kateryna es una chica rubia, con el pelo largo rizado, muy bajita, y lleva un vestido azul salpicado de pequeñas flores rojas, y un ancho cinturón de cuero azul que pretende aprisionar sus caderas, que sospecho demasiado redondas. Tiene unos ojos turquesa gigantescos, y la nariz pequeñita, digna de una japonesa. No sonríe demasiado, parece un cachorro asustado. Nos saludamos con un apretón de manos, muy frío, y otra vez empiezo a sentirme culpable. Yana la está animando a su manera y yo busco desesperadamente la mirada de Boris para entender lo que está pasando. Yana se pone a hablar y hablar, y Kateryna le contesta con frases muy cortas. A mí me suena todo eso a chino, pero entiendo que la situación no parece gustarle mucho. Cuando Yana coge a Kateryna de la mano y entra con ella, casi corriendo, en la dacha por la terraza del salón, las seguimos en fila india, obedeciendo a esta pequeña princesa que se ha convertido de repente en el jefe de nuestra tribu. Yana empieza a volver la cabeza hacia todos los lados. Parece claro que está buscando algo. Boris está completamente hipnotizado por Yana y no reacciona. En cuanto a Kateryna, se encuentra incómoda y no sabe dónde meterse, hasta que traigo la botella de vodka adivinando qué es lo que estaba buscando Yana. Ella y yo hemos establecido una especie de comunicación a través de los ojos. Kateryna salta literalmente encima de la botella, y bebe directamente de ella. Esta ingestión de alcohol parece tener unos efectos inmediatos ya que empieza a bailar y Yana le sigue hablando, aprobando su actitud.
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