Hay veces en las que tendemos a marcar dicotomías donde no existen. Pero ya se sabe, nuestro entendimiento parece que sólo funciona si confrontamos opuestos. Si no está arriba, está abajo, si no es claro, es oscuro, si no es de día, es de noche. Es nuestra lógica de la confrontación binaria, donde «esto» es «lo que no es aquello», olvidando los «sucediendo» y «lo que tiende a». La «lógica olifusa» sigue siendo más difusa que lógica.
Determinar si nuestra naturaleza última es cultura o biología me parece una de esas dicotomías absurdas. Somos bioquímica y cultura. Nuestra bic›química condiciona la aprobación o el rechazo de los valores culturales que se nos presentan y nuestros valores culturales adquiridos, en nuestro proceso de «humanización», condicionan nuestras reacciones bioquímicas. Cuando mis valores hacen que interprete una situación como triste, mis niveles de dopamina bajarán, cuando mis niveles de dopamina bajan, harán que interprete cualquier situación como triste.
Sexualmente, mi orgasmo, sin la interpretación que de él hace mi código de valores, sería como un calambre, mientras que si mi orgasmo no fuera acompañado de una reacción física, sería una mera especulación abstracta.
Escribía no hace mucho, en un artículo, otro ejemplo:
Es como si mi panadero se preguntara cuando solicito la de cuarto muy hecha:
«¿Quién me está hablando? ¿La filosofía y la gramática de Valérie o la laringe y la lengua de esta francesa tan… francesa?».
¿Quién debe regir mi forma de pedir la barra? ¿Los gramáticos, los logopedas, los otorrinolaringólogos, Dale Carnegie o mis ganas de comer pan?
Determinar nuestra naturaleza última es darle el cetro a quien consideremos que tiene la autoridad (la verdad) sobre el sexo y decidir quién puede establecer los códigos morales para seguir haciendo moral del sexo. Eso es lo que creo que verdaderamente se está decidiendo.
Al estar yo en la mesa, la conversación derivó, inevitablemente, hacia el sexo. En el aburrimiento o en la reflexión es cuando verdaderamente podemos llegar a ver lo que un idiota puede dar de sí. Las tres defendían apasionadamente la tesis de que el bien moral está en la «naturaleza». «Las leonas cuidan a sus cachorritos amorosamente…», sostuvo la de mi izquierda para ilustrar su tesis. Mientras, las otras dos reflexionaban profundamente sobre lo que ella acababa de decir (aunque, quizá, sólo rezaban en espera de la iluminación divina). Y el otro seguía bebiendo (aunque, quizá, sólo comulgaba).
Llegó el punto central de su argumentación; la homosexualidad no se daba en la naturaleza, por tanto, la homosexualidad no estaba «bien». In vino ventas, pensé, tomando otro trago. Posiblemente fue el vino, o mi hartazgo, o que anticipaba que la cuenta iba a acabar cayendo de mi lado (cuando hay cuatro ricos en una mesa, suele ser el quinto pobre el que paga la cena.) Así que, muy solemne, me puse en pie, tiré sin querer el vaso de agua (posiblemente bendita) que bebía la partidaria de lo natural. Y le dije: «Mira, bonita, si una de las cachorritas crece, es más que probable que su padre se la folie en cuanto tenga su primer celo. A los cachorros machos, posiblemente no les dé por el culo, pero sólo porque antes se los habrá comido a poco que tu amorosa leona madre se descuide un momento…». Balbuceó algo mientras se secaba el agua de la falda. Pensé que allí se había acabado la cena, pero no. Y la cuenta cayó de mi lado.
Los riesgos de una moral biologista son evidentes: si aceptamos la verdad biológica de que somos marionetas en manos de nuestra endocrinología, el orden moral debería tambalearse. Porque el mismo fundamento del libre albedrío y de la responsabilidad última de obrar bien o mal quedaría en entredicho. Ya no seríamos ni buenos ni malos, sólo actuaríamos bien o mal, pero nunca por culpa nuestra, sino por culpa de algo que nos trasciende; nuestra conformación química.
En Occidente, el ser humano es la causa última de su responsabilidad. EE UU es el país (aunque no el único) del sueño americano. Quien quiere puede, sólo es cuestión de voluntad y determinación. Cualquiera puede ser presidente o millonario, sólo depende de su voluntad de serlo. Es quizá por eso por lo que es el país con más frustración y amargura por metro cuadrado; quien no consigue lo que quiere es porque le falta ejercer la responsabilidad sobre él mismo, lo que lo convierte en un vago o un disminuido. Por otro lado, el mismo país es posiblemente el único de nuestra cultura que mantiene vigente la pena de muerte como sanción a un delito. El principio es el mismo: las acciones son siempre responsabilidad del que las ejecuta, no de su páncreas. Quizá por eso sea también el país donde más creacionistas existen y más se condena a Darwin (aunque se haga una particular interpretación de su teoría de la selección natural aplicada a los negocios).
Morales deterministas escritas por la ciencia o por la mano de Dios, cuando la verdadera moral del sexo es muy sencilla: «Gozar y hacer gozar, sin hacer daño ni a ti ni a nadie: he aquí, creo, toda la moral», como dejó por escrito Nicolás de Chamfort. El mismo que dijo que «cualquiera que haya destruido un prejuicio, un solo prejuicio, es un bienhechor del género humano». Pero lo primero es imposible sin lo segundo. No haremos el bien si al otro lo han convencido de que le estamos haciendo el mal.
Rompamos los prejuicios y no los perpetuemos desde una concepción de nosotros mismos o desde otra… que el conocimiento de nuestra condición no alimente la concepción que de nosotros tienen los de siempre.
Y dejemos a Ubú Roi para los buenos lectores… y los reyes para los monárquicos.
Los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no
En las mujeres el útero y la vulva no se parecen menos a un animal deseoso de procrear, de manera que si permanece sin producir fruto largo tiempo en la estación propicia se irrita y enoja, erra a través de un lado a otro a través de todo el cuerpo, obstruye los pasos del aire, impide la respiración, reduce el cuerpo a las últimas extremidades y engendra mil enfermedades (…)
Platón Timeo
Otra vez Platón. No es casualidad. Platón es algo más que un filósofo: es la ideología dominante. ¡Ojo con él!, pues es el padre de nuestro sistema de valores. De esa moral que prima la continencia o la mortificación en pos de un más allá (mucho más allá), de la que desprecia el mundo y mira a los cielos. Su «idealismo», ultramundano, superior y absoluto cumplió la victoria del espíritu sobre la carne, del escándalo sobre la aceptación y de la culpabilidad sobre el gozo.
Si en la batalla por los sistemas de valores hubiera ganado, por ejemplo, el libertino de Aristipo de Cirene o el sabio de Epicuro, nuestra cultura no se parecería en nada a la que es y, por ejemplo, el cristianismo, quizá, nunca hubiera terminado siendo lo que es.
No olvidemos eso. Somos lo que nos han enseñado a ser algunos. Nuestros mecanismos de aceptación y rechazo, de análisis y comprensión se los debemos a unos modelos propuestos por determinados «guionistas» de nuestra cultura. Muchos de ellos santificados por las Iglesias y otros por las universidades (como Platón). -¿Te apuntas, entonces?
Guillermo era un vividor sin grandes vidas. Casado con una morena bastante estúpida (hablar con ella era como escuchar la tele apagada) a la que nunca la hizo partícipe de nuestros divertimentos sexuales, mis ratos con él podrían definirse como los que mantengo con el tabaco: no es que sirvan para gran cosa, pero entretienen. Tenía el mérito, eso sí, de no haberse dejado intimidar por la reputación pública que yo empezaba a adquirir de, como decirlo, mujer «exigente».
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